Read Tragedia en tres actos Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tragedia en tres actos (3 page)

Fue la voz de Egg la que atrajo la atención de todos los presentes, aunque lady Mary ya se había levantado y extendía hacia él sus temblorosas manos.

—¡El señor Babbington se encuentra mal! —gritó Egg.

Strange corrió hacia el hombre que se tambaleaba y lo llevó casi a rastras hasta un diván, al otro extremo de la habitación. Los demás rodearon al enfermo con la intención de ayudar, pero sin poder hacer nada.

Dos minutos después, Strange se levantó y meneó la cabeza. Habló con brusquedad, consciente de que la situación no era como para andarse con rodeos:

—Lo siento, está muerto.

Capítulo III
-
Las preocupaciones de sir Charles

—¿Quiere usted venir un momento, Satterthwaite? —dijo sir Charles, asomando la cabeza por la puerta.

Había transcurrido una hora y media. A la confusión sucedió la calma. Lady Mary hizo salir de la habitación a la llorosa señora Babbington y luego la acompañó hasta la vicaría. La señorita Milray fue de gran utilidad al teléfono. El médico del pueblo acudió para hacerse cargo de lo ocurrido. Se sirvió una cena sencilla, tras la cual los invitados, de mutuo acuerdo, se fueron a sus respectivas habitaciones. Satterthwaite estaba a punto de retirarse también cuando sir Charles le llamó desde la puerta del «camarote» donde había tenido lugar el suceso.

Satterthwaite entró en la habitación reprimiendo un estremecimiento. No le gustaba el espectáculo de la muerte. Tal vez muy pronto él mismo... Pero ¿por qué pensar en esas cosas?

Tengo cuerda para otros veinte años por lo menos, se dijo para tranquilizarse.

El otro ocupante del camarote era Strange, quien asintió con aprobación al ver a Satterthwaite.

—Podemos contar con Satterthwaite —exclamó—. Es un hombre de mundo.

Un poco sorprendido, Satterthwaite se sentó en un sillón, junto al médico. Sir Charles se paseaba nervioso de un lado a otro de la habitación. Ya no tenía las manos semicerradas y su aspecto no era el de un marino.

—A Charles no le ha gustado nada esto —murmuró Bartholomew—. Me refiero a la muerte del pobre Babbington.

El señor Satterthwaite pensó que los sentimientos de su anfitrión no habían sido bien expresados. ¿Era acaso posible que a alguien le gustase un suceso macabro como aquel? Estaba seguro de que Strange había querido decir otra cosa con aquellas palabras.

—Lo ocurrido ha sido muy penoso —dijo Satterthwaite tanteando con cautela el terreno—. Realmente muy penoso —insistió con un estremecimiento.

—¡Hum! Sí, ha sido doloroso —convino el médico, en cuya voz se adivinó, por un momento, el inconfundible tono profesional.

Cartwright se detuvo.

—¿Has visto alguna vez morir así a alguien, Tollie?

—No, nunca he visto una muerte así. —calló unos instantes y añadió—: Pero en realidad no he presenciado tantas muertes como tú te imaginas. Un especialista de los nervios no acostumbra a matar a muchos pacientes. Los mantiene vivos y consigue buenos ingresos de ellos. Sin duda, MacDougal ha visto muchos más fallecimientos que yo.

MacDougal era el médico de Loomouth que había acudido a la llamada de la señorita Milray.

—MacDougal no ha visto morir a ese hombre. Ya estaba muerto cuando él llegó. No sabe más de lo que le hemos contado. Nos ha dicho que la muerte le había sobrevenido a causa de un ataque. Babbington era ya muy viejo y su salud bastante mala. Pero esto no me satisface.

—Ni a él tampoco, pero un médico ha de decir algo. Un ataque vale tanto como cualquier otra palabra. No significa nada y satisface a los que la oyen. De todas maneras, Babbington era muy viejo y, en los últimos tiempos, su salud se había resentido, nos ha dicho su propia mujer. Probablemente alguno de sus órganos se había debilitado.

—¿Es típica esa clase de ataques o como se llamen?

—¿Típica de qué?

—De alguna enfermedad determinada.

—Si hubieses estudiado medicina sabrías que nunca existe nada que pueda llamarse un caso típico.

—¿Qué es lo que sugiere usted, sir Charles? —preguntó Satterthwaite.

Cartwright no contestó. Hizo un gesto vago con la mano. Strange se rió entre dientes.

—Charles se desconoce a sí mismo. Su cerebro siempre tiende por naturaleza a las posibilidades dramáticas.

Sir Charles hizo un gesto de reproche. Parecía preocupado, pensativo. Movió la cabeza varias veces. A Satterthwaite le recordó de pronto a Aristide Duval, el jefe del servicio secreto, tratando de descifrar un enigma de «conexiones subterráneas». Estaba convencido de que, en pocos minutos, sir Charles empezaría a cojear como Aristide Duval, quien era conocido como el Cojo.

Sir Bartholomew empezó a oponer el sentido común a las no formuladas sospechas de sir Charles.

—¿Qué sospechas, Charles? ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién desearía la muerte de un viejo clérigo? ¡Es una tontería! ¿Suicidio? Eso ya es algo más probable. Quizá hubiera alguna razón que impulsase a Babbington a marcharse de este mundo.

—¿Qué razón?

El médico movió suavemente la cabeza.

—¿Quién puede descubrir los secretos del alma humana? Supongamos que Babbington sufriese una enfermedad incurable, como un cáncer. Tal vez lo hizo con el deseo de ahorrarle a su mujer el dolor de asistir a su lenta agonía. Claro que todo esto no es más que una suposición. No hay ninguna prueba de que Babbington se suicidara.

—Yo no estaba pensando en el suicidio... —empezó sir Charles.

Bartholomew Strange se rió entre dientes.

—Exacto. No te importa que sea inverosímil. Lo que en realidad te gustaría es algo más sensacional, como algún nuevo tipo de veneno en su cóctel.

Una mueca apareció en el rostro de sir Charles.

—¿Cómo iba a gustarme una cosa así, habiendo sido yo quien preparó los cócteles?

—Quizá te haya dado un ataque de manía homicida. Supongo que los síntomas se habrán retrasado en nosotros. Pero, de todas maneras, habremos muerto todos antes del amanecer.

—No te burles.

—Te aseguro que no me burlo —La voz del médico se había vuelto grave—. No me burlo de la muerte del pobre Babbington, pero sí de tus ideas, Charles, porque no quiero que tú, inconscientemente, te provoques un gran daño.

—¿Qué daño?

—Tal vez usted comprenda adonde voy a parar, Satterthwaite.

—Me lo figuro.

—¿No te das cuenta, amigo mío —continuó sir Bartholomew—, de que esas estúpidas sospechas tuyas pueden ocasionar muchos problemas? Esas cosas circulan y, lo que solo ha sido un exceso de imaginación, podría causar, en el futuro, grandes dolores y molestias a la señora Babbington. Ya he visto dos o tres casos así. Una muerte inesperada, rumores que empiezan a circular por el pueblo y que nadie consigue detener. ¿No comprendes, Charles, lo cruel e innecesario que sería esto? Procura encauzar tu imaginación por otros derroteros menos especulativos.

Un atisbo de vacilación apareció en el rostro del actor.

—Es verdad, no pensé en ello.

—Tú eres un buen muchacho, Charles, pero te dejas llevar por la fantasía. Vamos a ver: ¿crees realmente que alguien podría desear la muerte de ese bondadoso anciano?

—No, no. Realmente, como tú dices, es ridículo. Lo siento, Tollie, pero era tan solo un mal presentimiento por mi parte. Tenía la sensación de que iba a ocurrir algo malo.

El señor Satterthwaite tosió con suavidad.

—¿Quieren ustedes que les exponga mi opinión? El señor Babbington se puso enfermo momentos después de entrar en la habitación, casi inmediatamente después de tomar el cóctel. Recuerdo que hizo varias muecas mientras bebía. Creía que eran debidas a la falta de costumbre. Pero supongamos que lo que ha sugerido sir Bartholomew es cierto. Que Babbington, por algún motivo que desconocemos, se hubiera suicidado. Esto sería más plausible, porque la idea del asesinato es por completo ridícula.

»Creo posible, aunque no muy probable, que el párroco echase algo en su vaso con disimulo. No se ha tocado nada de esta habitación. Las copas de los cócteles siguen en el mismo sitio donde las dejaron. Esta es la del señor Babbington. Lo sé porque yo estaba sentado allí, hablando con él. Creo que sir Bartholomew debería analizar su contenido, cosa que podría hacerse en secreto para no despertar las habladurías de la gente.

Sir Bartholomew se levantó y cogió la copa.

—Muy bien, vamos a seguirte la broma, Charles, pero te apuesto diez libras contra una a que aquí no hay más que ginebra y vermut.

—Hecho —aceptó sir Charles. Luego añadió con una triste sonrisa—: Tú eres, en parte, responsable del desbordamiento de mi imaginación, Tollie.

—¿Yo?

—Sí, por lo que dijiste esta mañana sobre los crímenes y de que a ese Hércules Poirot que, según tú, es un pájaro de mal agüero, dondequiera que vaya le siguen los crímenes. Apenas acaba de llegar y ocurre una muerte repentina bastante sospechosa. Como es lógico, mi imaginación se ha desbordado enseguida.

—Creo... —empezó Satterthwaite, pero se detuvo.

—Sí —dijo Charles—, ya pensé en eso. ¿Qué te parece, Tollie? Podríamos preguntarle a ese detective qué piensa de todo esto, ¿verdad? Aunque solo fuera por cortesía.

—Una buena pregunta —murmuró el señor Satterthwaite.

—Conozco la cortesía médica, pero que me aspen si sé una palabra de la cortesía detectivesca.

—No se debe pedir a una cantante profesional que cante —murmuró el señor Satterthwaite—. ¿Es correcto pedirle a un detective profesional que investigue? Sí, es una idea notable.

—Solo que nos dé su opinión —apuntó sir Charles.

En aquel momento se oyeron unos golpes en la puerta y apareció el rostro de Poirot con una expresión de disculpa.

—¡Entre usted, buen hombre! —gritó sir Charles levantándose—. Precisamente estábamos hablando de usted.

—Creí que tal vez les molestaría.

—De ningún modo. ¿Quiere usted tomar algo?

—Muchas gracias, pero no bebo whisky casi nunca. Quizás un vaso de sirope.

Pero el sirope no se encontraba entre los líquidos que sir Charles consideraba bebibles. Después de ofrecer una silla a su huésped, el actor fue directo al asunto.

—No voy a andarme por las ramas. Estábamos hablando de usted, monsieur Poirot, y... y... y de lo que ha sucedido esta noche. ¿Encuentra usted algo extraño en este suceso?

Poirot enarcó las cejas.

—¿Extraño? ¿Qué es lo que le parece a usted extraño?

—Mi amigo —contestó Strange— tiene el presentimiento de que Babbington ha sido asesinado.

—Y usted no lo cree, ¿verdad?

—Nos gustaría saber su opinión.

—Pues que se puso enfermo repentinamente, eso sí, muy repentinamente —contestó Poirot pensativo.

—Yo también lo creo así.

Satterthwaite explicó la teoría del suicidio y su consejo de que se analizase la copa.

Poirot asintió.

—Esto no puede hacer ningún daño. Soy un gran conocedor de la naturaleza humana y me parece en extremo improbable que alguien le deseara ningún mal a un hombre tan encantador como ese caballero. Sin embargo, la copa nos dirá algo.

—¿Cuál cree usted que será el resultado del análisis?

—Solo tengo algunas sospechas. Ahora, si quieren ustedes que adivine el resultado del análisis... Pues sospecho que encontrarán los restos de un excelente martini seco —Se inclinó ante sir Charles—. Envenenar a un hombre con un cóctel que está en una bandeja, entre varios, me parece un poco difícil. Y si ese simpático clérigo pensaba suicidarse, no creo que fuese a hacerlo en medio de la fiesta. Eso hubiera sido una gran falta de consideración y tengo entendido que era un hombre muy atento. —Se detuvo un momento y luego siguió—: Esta es mi opinión personal.

Hubo unos instantes de silencio tras los cuales sir Charles lanzó un profundo suspiro. Abrió una de las ventanas y miró hacia fuera.

—El viento está cambiando —murmuró.

Había vuelto a personificar al marino y había hecho desaparecer al jefe de la policía secreta.

Pero al observador Satterthwaite le pareció que esta vez sir Charles no tenía muchas ganas de interpretar su papel.

Capítulo IV
-
Una Elaine
[1]
moderna

—Sí, pero ¿qué es lo que usted piensa en realidad, señor Satterthwaite?

Este trató de salir del paso de alguna manera, pero se convenció de que no tenía escapatoria. Egg Lytton Gore le había acorralado en un rincón del muelle y no parecía estar dispuesta a dejarle marchar sin contestar.

—Supongo que es sir Charles quien le ha metido esa idea en la cabeza.

—No, no ha sido él. Se me ocurrió desde un principio. Aquello sucedió tan terriblemente rápido...

—Tenga usted en cuenta que se trataba de un anciano y que su salud no era muy buena.

Egg le interrumpió.

—Eso es una tontería. Padecía de neuritis y artritis reumatoide, que no son dolencias para matar de repente a un hombre. Era lo bastante fuerte como para llegar a los noventa años. ¿Qué le ha parecido la encuesta oficial?

—Pues perfectamente normal.

—¿Qué piensa usted de la declaración del doctor MacDougal? Estuvo repleta de palabras técnicas y de descripciones de órganos. ¿No le pareció a usted que, a pesar de todo aquel chaparrón de palabras, vacilaba? Lo que dijo me lo confirma todavía más: «No hay nada que demuestre que la muerte no haya sido natural». ¿No era más lógico decir que la muerte se había producido por causas naturales?

—Me parece que coge usted el rábano por las hojas.

—Lo cierto es que él sí lo hizo, pero como no podía basarse en nada, tuvo que refugiarse en los términos médicos. ¿Qué piensa Strange del caso?

Satterthwaite repitió algunas de las palabras del médico.

—Le restó importancia, ¿verdad? —preguntó Egg—. ¡Claro! Es un hombre prudente como debe ser un pez gordo de Harley Street.

—En la copa del cóctel de Babbington no había más que ginebra y vermut —le recordó Satterthwaite.

—Eso parece confirmarlo todo. Sin embargo, pasó algo después de la encuesta que me extrañó mucho.

—¿Algo que le dijo sir Bartholomew?

Satterthwaite empezaba a sentir una agradable curiosidad.

—No a mí, sino a Oliver. Oliver Manders estaba en la cena aquella noche, pero tal vez usted no lo recuerde.

—Lo recuerdo muy bien. Es un gran amigo de usted, según creo.

—Lo era. Ahora siempre estamos discutiendo. Trabaja en el despacho de su tío, en la City, y ya está un poco «enganchado», si sabe lo que quiero decir. Antes quería ser periodista, pues escribe bastante bien, pero ahora no hace nada más que hablar. Solo quiere ganar dinero. Es muy desagradable ese afán de la gente por hacerse rica, ¿no le parece a usted, señor Satterthwaite?

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