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Authors: Enrique Dans

Tags: #Informática, internet y medios digitales

Todo va a cambiar (9 page)

Su segundo ejercicio, por tanto, es llevar a cabo un análisis mental rápido de su negocio desde el prisma de los costes de búsqueda: ¿qué pasaría con su negocio si cada uno de sus clientes pudiese, de manera instantánea, obtener una comparación fidedigna de sus precios y calidades, comparada con todo el resto de la oferta? ¿Sería capaz su negocio de sobrevivir en tales circunstancias?

El tercer elemento interesante de la disrupción que conviene analizar es la naturaleza de su producto, o más concretamente, la tangibilidad del mismo: como bien escribió Nicholas Negroponte en su “Mundo Digital” allá por 1995, se trata de entender qué componente de nuestros productos caen dentro de la categoría de “productos átomo” y cuáles dentro de la de “productos bit”. Aunque aparentemente obvia, la división merece una explicación: un producto átomo es, claramente, aquel que al dividirlo en sus unidades más pequeñas posibles, acaba dando lugar a átomos de algún tipo de elemento. Un pedazo de hierro está en último término compuesto por átomos de hierro, mientras que una pieza de fruta lo está por átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno y algunos elementos más. Un producto bit, en cambio, carece de naturaleza física como tal, y al reducirlo a sus componentes más primigenios, da lugar a ceros y unos encadenados de tal manera que lo dotan de sentido. La información, por ejemplo, es claramente un producto bit. Las consecuencias de ser un producto bit o un producto átomo son muy distintas en lo que a disrupción tecnológica se refiere: entre otras cosas, los bits se transportan de manera inmediata por la red, mientras que los átomos no son susceptibles de pasar a través de los cables y precisan de la participación de algún tipo de operador logístico para moverse de un sitio a otro.

Pero aplicando este análisis, ¿en qué categoría pondríamos, por ejemplo, un periódico? Resulta claro que si bajamos al quiosco, compramos un periódico y lo reducimos a sus componentes elementales, obtendríamos primero pulpa de papel, y finalmente los átomos que la componen, probablemente carbono, hidrógeno, oxígeno y otros en cantidades menores. ¿Indica ésto que un periódico debería ser incluido en la categoría de producto átomo? Si fuésemos un editor, ¿nos quedaríamos tranquilos tomando decisiones estratégicas bajo la consideración de que nuestro producto pertenece al ámbito de los átomos? No cabe duda: la afirmación de que un periódico está hecho de papel y que el papel está hecho de átomos es irrefutable, tan irrefutable que miles de editores de todo el mundo la han considerado cierta durante muchos años, pero ¿es ese el punto de vista que debemos aplicar? ¿Qué más componentes forman parte de un periódico? ¿Es razonable, a la hora de conceptualizar el producto, hacerlo únicamente en función de la composición del material que le sirve de soporte? ¿Qué componente del producto lleva a los clientes a pagar por él? En este caso, mucho me temo que los lectores de un periódico no pagan por el papel, a no ser que estén pintando en casa y necesiten ese papel para cubrir sus muebles. Si nuestro negocio como editores de prensa dependiese del número de personas que pintan su casa - que, además, no suelen adquirir periódicos nuevos para ello - sospecho que la prensa habría dejado de existir hace tiempo. Los clientes, en realidad, pagan por la información contenida en el papel, y la información no es un producto átomo, sino un producto bit. Y esa confusión tan aparentemente simple ha llevado a muchos editores a proteger absurdamente su negocio en función del soporte físico del mismo, olvidando que en el momento en que otro soporte pudiese proporcionar mejores condiciones que el papel, éste sería olvidado en, como máximo, una generación, el tiempo necesario para que se produjese un proceso de olvido colectivo. En realidad, muchos de los negocios enumerados en el primer o segundo capítulo de este libro han ganado su derecho a estar ahí por haber caído en errores conceptuales como éste.

¿Qué parte de su producto, por tanto, son bits, y que parte son átomos? En mi caso, el negocio de un profesor se podría conceptuar, en condiciones normales, como de producto átomo: mi negocio consiste en trasladar mis átomos de un lugar a otro, de un aula a otra, para impartir una sesión. Sin embargo, ¿qué ocurre en el momento en que alguien filma mi clase, me pide la presentación que utilicé en ella y la pone en la red? En ese momento, acabo de pasar de átomos a bits, y debo entender que mi negocio acaba de cambiar de arriba a abajo, sin que me vaya a servir de nada oponerme a ello. Si me niego a aceptarlo, solo prolongaré la agonía, además de hacerla seguramente más dolorosa. En el caso del negocio de la producción y distribución musical, no entender el proceso de transición de átomos a bits les lleva a intentar por todos los medios defender el negocio de venta de galletas de plástico, claramente un soporte que Internet convierte en obsoleto, mientras renuncian o imposibilitan con tasas abusivas el desarrollo del negocio de la distribución a través de la red. En su descargo, habría que decir que el renunciar a utilidades conocidas para obtener otras por conocer y seguramente inferiores no resulta una decisión sencilla para nadie, y menos si eres una empresa cotizada en bolsa y se lo tienes que explicar a tus accionistas.

Hasta el momento, hemos revisado tres análisis que todo directivo debería intentar aplicar a su negocio, y que proporcionan resultados sorprendentes incluso con una aproximación somera: examinar su empresa desde la perspectiva de la fricción, desde la de la disminución o desaparición de los costes de búsqueda, y revisar cuidadosamente el balance entre átomos y bits. Pero nadie le dijo que la lectura de este libro fuese a ser fácil, entender porque todo va a cambiar requiere que haga todavía algunos deberes más. Así que pasemos a un cuarto ejercicio: el del modelo de interacción. El modelo de interacción se refiere a su modo habitual de interaccionar con los agentes relacionados con su empresa, entendidos de un modo amplio. En principio, se suele aplicar a la relación con los clientes, aunque también ofrece muy buenos resultados cuando se considera de cara a proveedores, empleados, o incluso en la relación entre empresa y sociedad en su conjunto, entrando en el complejo ámbito de la responsabilidad social corporativa. Pero en pro de la simplicidad, iniciemos el análisis planteándonos la relación con los clientes.

¿Cómo se relaciona habitualmente con sus clientes? ¿Los visita? ¿Los llama por teléfono? ¿Les envía cartas? ¿Correos electrónicos? Como veremos en el capítulo siguiente, la elección de un medio de comunicación conlleva un proceso de toma de decisiones que afectan a la relación con los clientes. El paso de las comunicaciones orales a las escritas produjo un cambio importantísimo, con un efecto que encontraremos en numerosos análisis a lo largo de este libro: alteró drásticamente el balance síncrono-asíncrono, y por tanto, cambió el componente de intrusividad. Este principio de nombre complejo y que utiliza varias palabras inexistentes como tales en nuestro diccionario esconde, en realidad, una cuestión de gran simplicidad y sentido común: una comunicación síncrona es toda aquella en la que, para producirse, emisor y receptor tienen que coincidir en el tiempo. En la comunicación oral, resulta evidente que es así, y que solo un dispositivo de grabación, que por tanto convierte lo síncrono en asíncrono, puede evitarlo. El medio escrito, por contra, constituye el caso opuesto: utilizarlo para la transmisión síncrona suele carecer de sentido o ser muy poco eficiente salvo excepciones, como el uso de una pizarra o encerado para exponer una idea a un grupo de gente, y lo normal es usarlo para una transmisión asíncrona, es decir, que otra persona lo lea en otro momento o lugar.

Hasta aquí, perfectamente obvio. Lo que no lo es tanto, o sí lo es pero requiere una dosis de introspección, es cómo afecta el balance síncrono/asíncrono a la ecuación de intrusividad, es decir, a nuestra libertad de elegir cuándo queremos recibir la comunicación. En el caso de una comunicación oral, la elección no existe. En el momento en que una persona nos habla, un vendedor llama a nuestra puerta y abrimos, o un teléfono suena y descolgamos, nuestra libertad de elección se limita severamente. No hemos elegido el inicio de la comunicación, y ésta nos puede perfectamente suponer un engorro en ese momento, nos puede suponer una interrupción, una intrusión en cualquier tarea que estemos realizando en ese momento, sea una entretenida conversación, una película o una siesta. Una carta, por contra, supone el caso contrario: puedo recogerla en el buzón, dejarla en la mesita del recibidor, abrirla cuando buenamente quiera, y contestarla si lo estimo oportuno en cualquier otro momento dentro de un plazo considerado razonable. Un correo electrónico provoca el mismo efecto, aunque en algunas empresas se utilice como si fuera un chat. Con un SMS ocurre lo mismo, y en este caso el hecho de que los jóvenes los usen a modo de conversación no deja de ser un hecho que hace las delicias de las operadoras. En el balance síncrono-asíncrono de la comunicación y en el manejo de la ecuación de la intrusión radican, como veremos más adelante, muchas cuestiones importantes en comunicación que hemos visto cambiar en los últimos años.

Para muchos, en el balance síncrono-asíncrono se encuentra una de las claves fundamentales en el éxito de Internet. Un ejemplo personal: cuando en 1996 llegué a los Estados Unidos tras haber recibido durante toda mi vida una educación en inglés británico, el acento californiano me suponía ciertos problemas de entendimiento. Si a ello le unimos una cierta timidez natural, no es difícil imaginar algunas de mis peripecias a la hora de amueblar una casa o comprar una fregona para el suelo, por no mencionar la conversación con un profesor o compañero de universidad sobre un trabajo académico. ¿Qué hacer en un caso así? Simplemente, desplazar a Internet la mayor cantidad de comunicación posible. En Internet, a través de correo electrónico o de las páginas web de las diversas tiendas, podía tranquilamente disfrutar del tiempo necesario para asimilar los mensajes, tomar decisiones, contestarlos, o simplemente llegar a la tienda y decir “quiero eso” mientras señalaba con el dedo. El modelo de interacción de Internet no es humano, es decir, no conlleva molestar a una persona cada vez que la otra no entiende o precisa una repetición. Podemos hacer clic diez veces seguidas en un vínculo, que bajo ningún concepto nos encontraremos una mirada de censura o una contestación en voz tensa que nos recrimine nuestra insistencia. No molestamos a nadie solicitando diez veces con sendos clics de nuestro ratón el mismo documento, y eso tiene unas implicaciones interesantísimas.

En el caso de la mayoría de las empresas, y especialmente en mercados tan estudiados como el del gran consumo, la respuesta a preguntas relacionadas con el comportamiento de elección de medios nos llevaría a analizar, entre otras cosas, los mecanismos de la publicidad. La publicidad suele ser el vehículo a través del cual las empresas se relacionan con sus clientes: mensajes publicitarios emitidos a través de diversos canales, con la intención de influir sobre el comportamiento de compra, de provocar un sesgo positivo que lleve al cliente a escoger nuestro producto sobre las ofertas de los competidores.

Un modelo publicitario pulido a lo largo de siglos y que, como veremos en el siguiente capítulo, se apoya en una asunción fundamental: el uso de canales unidireccionales. De hecho, la asunción de un canal unidireccional ha provocado, a lo largo de los años, que terminemos sufriendo un curioso fenómeno: si un empresario hablase a las personas que lo rodean de la misma manera en que lo hace a través de la publicidad, éstas se darían la vuelta y se irían, o bien, siguiendo una frase del genial Hugh MacLeod (Gapingvoid.com), le darían directamente un puñetazo en la cara
[8]
. La publicidad no solamente nos grita, sino que sigue mecánicas que, examinadas con cierta frialdad, parecen diseñadas para generar el consumo en idiotas y débiles mentales. Con el avance de los medios sociales y participativos, la publicidad como la conocemos ha caído de manera progresiva en su credibilidad: tanto el que la produce como el que la ve asume directamente que el contenido de la misma es absurdamente sesgado y no fiable por definición, lo cual la relega al mero papel de recordatorio más o menos molesto. De hecho, en la interacción entre la publicidad e Internet, hemos vivido situaciones que podrían sin dificultad ser incluidas en una obra del llamado “teatro del absurdo”, con usuarios instalándose aplicaciones para bloquear la insoportable publicidad que amenazaba con reducir la propuesta de valor del medio a mínimos inaceptables mediante molestísimos
pop-up
, layers, y demás inventos diseñados para resultar a cada cual más intrusivo y molesto.

Pruebe, por ejemplo, a leer un periódico en Internet: salvo alguna honrosa excepción, se encontrará un anuncio a toda pantalla nada más teclear la dirección del periódico, que pretenderá mantenerse ahí durante varios interminables segundos. Tras eso, en muchos casos, la pantalla se convierte en una especie de “campo de minas”: cada vez que pasa con su ratón por determinados espacios, algo se despliega, se mueve, canta o efectúa alguna acción sumamente molesta, que dificulta lo que usted realmente quería hacer: leer las noticias. Pero lo más increíble es que, con el tiempo, algunos, en pleno “Síndrome de Estocolmo”, han llegado a ver esto como algo natural, a justificarlo en la necesidad de los periódicos de ganar dinero: claro, como no ganamos suficiente, vamos a convertir la experiencia de leer el periódico en una basura miserable e insoportable... no, decididamente, así no vamos a ningún lado. Y lo que debería ocurrir es que cada persona que se encontrase publicidad intrusiva en su periódico favorito (
pop-ups
, intersticiales a toda pantalla, sonido o vídeo preactivado, formatos extensibles, etc.) se hiciese la promesa de no volver a ese periódico hasta que renunciasen a semejante aberración.

En realidad, la “guerra de los
pop-up
” se inició con cosas mucho más inocentes. El primer anuncio publicitario o
banner
vendido por una publicación, Hotwired (hoy Wired) en una página en Internet pertenecía a la compañía telefónica AT&T, y decía premonitoriamente “¿Has hecho alguna vez clic en un
banner
? Lo vas a hacer”. Para el anunciante, los anuncios en Internet suponían una gran diferencia con respecto a los medios convencionales: a pesar de su en aquel momento escasa difusión, que hacía implanteable utilizarlos para campañas masivas, el medio permitía cosas que el anunciante jamás podía haber imaginado hasta entonces, tales como mediciones exactas y fiables, seguimiento, caracterización del visitante o establecimiento de vínculos causales con el comportamiento de compra. El
banner
se planteaba como “publicidad con esteroides”: si cuando te anunciabas en un periódico únicamente podías saber el número de copias vendidas por éste pero nunca cuántas personas lo habían visto realmente o si les había resultado interesante de alguna manera, cuando ponías un
banner
eras capaz de conocer con exactitud cuántas personas lo habían visto (impresiones servidas), cuántas habían hecho clic sobre él (
clickthrough
), cuántas habían llegado hasta tu página, e incluso cuántos habían visualizado o adquirido el producto o servicio en cuestión. De manera prácticamente inmediata podías ensayar diferentes diseños, posicionamientos, combinaciones de colores o elecciones de medios, comprobando prácticamente al instante los cambios en volumen y tipo de respuesta provocada.

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