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Authors: Enrique Dans

Tags: #Informática, internet y medios digitales

Todo va a cambiar (4 page)

A día de hoy, la música es un producto
de facto
completamente gratuito, que se descarga en cualquier momento y se intercambia con absoluta normalidad mediante P2P, Bluetooth, tarjetas de memoria, mensajería instantánea, mensajes de correo electrónico, páginas de descarga directa, etc. Una enorme gama de opciones que, además, se incrementan con el tiempo y el avance de las tecnologías, dando forma a un agujero en el modelo de negocio tradicional que resulta completamente imposible taponar. La evidencia de que la música, obviamente, es un producto que cuesta esfuerzo y dinero crear y producir, solo debe llevarnos a la búsqueda de modelos de negocio válidos que lo permitan, modelos que deberán competir con la disponibilidad ubicua de métodos gratuitos. El reto, por supuesto, no es sencillo, y mucho menos cuando choca con una industria empecinada en seguir obteniendo los mismos rendimientos que obtenía cuando Internet no existía y su aporte de valor como únicos productores de copias era elevado.

El panorama actual de la industria de la música es calificable, por tanto, como de extremadamente confuso. Con una industria y unas sociedades de gestión de derechos anclados en un marco legal obsoleto y sin sentido, parece sumamente difícil que se llegue a una solución que pueda satisfacer a todas las partes implicadas. Sin embargo, existen opiniones que creen en una ralentización progresiva del uso de plataformas de descarga P2P: aunque el tráfico provocado por su uso aún sigue creciendo, todo parece indicar que se debe a la incorporación de nuevos usuarios, mientras que los habituales parecen tender a una saturación que deriva en un uso cada vez más ocasional. Por otro lado, la disponibilidad de un ancho de banda cada vez mayor y dotado de una ubicuidad progresiva parece llevarnos hacia un escenario en el que los sistemas basados en
streaming
crecen con tasas muy superiores a las que disfrutan aquellos basados en la descarga de redes P2P. Los sistemas basados en
streaming
se distinguen por dar cabida de manera mucho más sencilla a modelos basados en el pago por reproducción, a menudo mediante esquemas que no requieren un pago al usuario. Por otro lado, el hecho de que gran parte del consumo se redirija hacia formatos de
streaming
no conlleva necesariamente que la industria de la música llegue a sobrevivir: por el momento, la industria se ha caracterizado por dificultar las iniciativas de
streaming
intentando aplicarles los mismos esquemas económicos del modelo anterior, no por mantener una actitud constructiva hacia ellas o por facilitarlas
[3]
.

Mención especial merece el fenómeno del DRM,
Digital Rights Management
o Gestión Digital de Derechos, un término genérico utilizado para describir una serie de tecnologías de control de acceso desarrolladas por fabricantes de hardware, software y creadores de contenidos con el fin de intentar imponer restricciones (sus detractores lo denominan
Digital Restrictions Management
, o Gestión Digital de Restricciones) en el uso de determinados dispositivos y contenidos. Durante muchos años, el DRM se consideró “la gran esperanza” para una industria, que invirtió miles de millones de dólares en su desarrollo e implantación: mecanismos para impedir la copia, números de serie, servidores de autenticación, etc. que, en la práctica, han sido siempre convenientemente anulados en cuanto se ha planteado suficiente interés por hacerlo.

La historia del DRM refleja una de las verdades más evidentes dentro de Internet: los bits son libres, su circulación no puede ser restringida, únicamente dificultada en circunstancias puntuales. En realidad, el comportamiento de Internet se asemeja al de un cuerpo orgánico, que reacciona a las agresiones externas mediante mecanismos de aislamiento y bloqueo, de enquistamiento, con el fin de mantener su funcionamiento: una restricción es interpretada por la red como una agresión, y termina invariablemente siendo “arreglada” o “cicatrizada”, aunque para quienes la desarrollaron parezca precisamente lo contrario. Programadores geniales como el noruego Jon Lech Johansen, el mítico DVD Jon, se han hecho mundialmente famosos y han visto sus hazañas llevadas al cine debido a su habilidad para la ingeniería inversa y la anulación de estos sistemas de protección.

En la lucha por intentar desarrollar un DRM verdaderamente funcional se han vivido todo tipo de batallas: desde inversiones millonarias que resultaban inútiles cuando simplemente se pintaba con un rotulador indeleble sobre una parte determinada del disco, hasta violaciones de la intimidad de los usuarios con discos instalaban programas de forma oculta en los ordenadores en los que eran reproducidos y “llamaban a su casa”, a la discográfica de turno, cuando su propietario los reproducía. Como norma general, es preciso entender que el DRM supone la restricción de los derechos de un usuario a la hora de utilizar un producto que ha adquirido de manera legítima, y que por lo tanto crea un incentivo precisamente en el sentido opuesto al esperado: aquellos que obtienen el producto de manera irregular y con su DRM convenientemente violado, pasan a tener más derechos que quienes lo obtuvieron por los canales que la empresa consideraba adecuados. Tras muchos años de dolorosos fallos, la industria comenzó, a partir de 2008, a alejarse del DRM como apuesta estratégica fundamental. Actualmente, los esquemas de DRM únicamente se mantienen como apuesta en el mundo de la distribución de música a plataformas móviles, debido solo a que al no estar éstas suficientemente homogeneizadas, no existe todavía suficiente escala como para que los
hackers
se planteen el objetivo u obtengan suficiente fama por el hecho de habérselas saltado.

Todos los elementos analizados parecen indicar una necesaria revisión de la cadena de valor de la industria: el papel de selección de talento ya no parece necesario en un mundo en el que todo artista, por el hecho de autocalificarse como tal, puede poner su obra frente a los ojos y oídos del publico en la red. La producción del soporte físico y su distribución pierden asimismo su valor de manera acelerada, lo que lleva a las discográficas a convertirse en una especie de agencias de servicios que gestionan la carrera de los artistas de su cartera con criterios de marketing. Parece lógico pensar que la relativa disminución del papel de estas empresas vaya a determinar un consecuente redimensionamiento de las mismas, aunque seguirán existiendo, a través de la innovación en las técnicas de marketing, formas en las que añadir valor al proceso creativo. El número de posibilidades en manos del artista crecerá para conformarse como un continuo entre la gestión completamente individual e independiente, y la gestión completa en contratos de tipo 360º con una discográfica, con variaciones intermedias en función del nivel de implicación y el poder de negociación de ambas partes.

A medida que se incremente el ancho de banda disponible y la ubicuidad tanto de las conexiones como de la reproducción, los clientes perderán el síndrome de escasez que les lleva a actuar como “coleccionistas” de obras, y procederán a utilizar sistemas basados en consumo inmediato vía
streaming
. En esas circunstancias, tras consolidarse una “economía de la abundancia”, el problema para el usuario no provendrá ya de la obtención de la música, sino de la elección de la misma con un criterio razonable y sencillo: los sistemas de recomendación y descubrimiento tienen, en este sentido, un enorme potencial. Corresponderá a las sociedades de gestión de derechos auditar y controlar la reproducción de las obras cuando ésta se produzca con ánimo de lucro, con el fin de estimar el pago correspondiente a derechos en las diferentes plataformas, y abonarlo a los derechohabientes cuando así proceda, conformando un nuevo equilibrio y nuevos esquemas de explotación comercial. Cabe la duda, obviamente, de si los actores implicados en la industria de la música seguirán en ella tras un cataclismo semejante. Sin duda, cuando el fenómeno de la disrupción aparece, lo hace rápido y sin tiempo a que los actores implicados sepan reaccionar: en todo el proceso desde la aparición de Napster hasta el momento en que se edita por primera vez el presente libro, han transcurrido menos de diez años.

¿En dónde estamos, por tanto, a día de hoy? En este momento, puede usted descargarse lo que buenamente quiera y desee en cada momento. No se preocupe ni tenga remordimiento alguno: nadie, por descargarse una canción o una película, va a calificarle a usted de delincuente, porque el delito simplemente no existe como tal en el ordenamiento jurídico español. El delito comenzaría, hipotéticamente, si usted llevase a cabo un aprovechamiento económico de la obra descargada: si la utilizase para reproducirla en un bar (que consecuentemente puede incrementar su clientela y obtener un beneficio económico gracias a dichas obras), para venderla a sus amigos o para incorporarla a otra obra que de alguna manera comercializase. Las presiones de los lobbies y grupos de presión de la propiedad intelectual para cambiar el sentido de las leyes, por el momento, no han dado resultado.

Pero más allá de lo que establezca nuestro ordenamiento jurídico, que de hecho podría llegar a cambiar si los poderosísimos grupos de presión de la industria consiguen torcer el brazo de los políticos de turno para que estos legislen a favor de su negocio en lugar de hacerlo a favor de los derechos de los ciudadanos, pensemos en lo que es justo y de sentido común: el que usted descargue una obra de la red gratuitamente no perjudica a su autor. Todos los estudios realizados hasta el momento establecen claramente que la difusión que la red proporciona a estas obras redunda, en todos los casos, en un incremento de popularidad que permite a estos autores obtener más dinero por otros conceptos, tales como ingresos por conciertos, merchandising, etc.

En el caso de las películas, el hecho de que haya personas que prefieran verlas en su casa en una pantalla pequeña en lugar de desplazarse al cine, donde pueden disfrutar de una experiencia con un nivel de inmersión mucho mayor nos dice, únicamente, que la inmensa mayoría de estas personas, en cualquier caso, no iban a desplazarse al cine, lo que convierte ese hipotético “lucro cesante” reclamado por las empresas productoras en una de las mayores falacias conocidas. No, no existe equiparación posible entre número de descargas y pérdidas de ingresos. Cada vez que lo escuche, puede directamente echarse a reír.

Tampoco existe correspondencia alguna entre la descarga de un material sujeto a derechos de autor y el robo de un objeto físico, como pretenden consagrar cientos de torticeras campañas en países de todo el mundo del tipo de “no robarías un coche”: es la llamada “falacia de la propiedad exclusiva”. Mientras la propiedad de un bien físico, tal como un coche o un jamón, es exclusiva y no puede, por tanto, ser disfrutada de manera igual por dos personas a la vez (si te llevas mi coche o te comes mi jamón, yo invariablemente dejaré de tener mi coche o no podré comerme el mismo jamón), la propiedad de un archivo electrónico no lo es: la persona que hace una copia mantiene el archivo original en su sitio, y lo único que hace es generar una copia idéntica a un coste virtualmente de cero. Pretender aplicar la misma consideración a una cosa y a la otra es, simplemente, una estupidez simplista procedente de mentes o bien muy débiles, o bien extremadamente interesadas.

El problema, por supuesto, surge del propio concepto de copyright, de una legislación de derechos de autor que necesita urgentemente ser revisada, pero cuya revisión choca con los intereses de una de las industrias más poderosas del mundo. Urge una redefinición que consagre que el derecho de autor debe estar condicionado a la obtención de un lucro. Sobre todo, por una razón fundamental: lo contrario no puede ser objeto de protección, porque carece de toda posibilidad de control. Ni siquiera en la ahora reaccionaria Francia, que ha pretendido fiscalizar los intercambios de bits por la red en pleno delirio de grandeza de su Presidente, las descargas han mostrado el más mínimo signo de desfallecimiento. Las descargas, le parezca lo que le parezca a discográficas, productoras y políticos, están aquí para quedarse, y únicamente descenderán cuando se idee un método para obtener esos mismos productos de una manera más cómoda y sencilla. Lo cual, además, no quiere decir que deba ser gratuita. Está perfectamente demostrado que se puede competir con lo gratuito: solo es necesario ofrecer un precio razonable, y una experiencia de compra superior. La tienda iTunes, de Apple, es a día de hoy el mayor vendedor de música del mundo, a pesar de tener un precio que proviene no del coste de la canción, sino de lo que las discográficas, en su torpe miopía, pretenden seguir obteniendo a pesar de ya no tener que imprimir discos, comercializarlos y distribuirlos. Alternativas como Spotify, que posibilitan que sus usuarios escuchen canciones mediante
streaming
, crecen rápidamente en popularidad a pesar de que, de nuevo, se ven lastradas por las demandas de ingresos de unas discográficas absurdamente codiciosas que obligan a la imposición de unos precios excesivos y no justificados más que por su interés en mantener sus cuentas de resultados lo más a flote posible.

A pesar de las quejas de las discográficas que afirman erróneamente que “la música morirá”, cualquiera puede comprobar con un simple vistazo que no es en absoluto así: la música, de hecho, está ahora mejor que nunca, al remover las barreras artificiales que precisamente estas discográficas pretendían imponer. El consenso hoy en día es denominar a la época actual como “la época dorada de la música infinita”, lo que convierte los llantos de plañideras del estilo de “la música va a morir” en una solemne estupidez. No muere la música, mueren los que pretenden seguir viviendo de vender copias en un mundo en el que una copia la hace cualquiera. Los datos recogidos entre los años 2004 y 2008 por
The Times
dejan meridianamente claro que mientras los ingresos de las compañías discográficas descienden de manera notoria y con ritmo constante, los ingresos percibidos por los artistas ascienden fuertemente debido a conceptos como música en directo, merchandising o pago de royalties. Durante el año 2009, los ingresos percibidos por los artistas, que en modo alguno se ven perjudicados por las descargas a través de la red, superarán el total de facturación de las discográficas en concepto de venta de discos. No, las descargas no son el problema: el problema es querer seguir ganando dinero vendiendo productos sin sentido y vinculando el éxito a unas copias en plástico que cada vez menos gente quiere.

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