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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (8 page)

Como he dicho, las unidades bípedas son terribles para la guerra.

SYP cae de bruces, con las piernas hechas pedazos. Salgo de mi refugio y me dirijo a él. El robot se da la vuelta de forma lenta y dolorosa. Se incorpora. A continuación empieza a arrastrarse hacia atrás en dirección al callejón, observándome en todo momento.

Ahora oigo sirenas. La gente está saliendo a la calle, susurrando en dari. SYP Uno retrocede dando una sacudida detrás de otra.

A esas alturas creía que todo estaba bajo control.

Era una falsa suposición.

Lo que sucede a continuación es técnicamente culpa mía. Pero no soy un soldado, ¿no? Nunca he fingido serlo. Soy un enlace cultural. Lo mío es hacer funcionar las máquinas, no participar en tiroteos. Casi nunca paso de la valla de alambre de espino.

Entendido. ¿Qué ocurrió entonces?

Veamos. Sé que tenía el sol a la espalda porque podía ver mi sombra en la calle. Se estiraba delante de mí, larga y negra, y cubría las piernas destrozadas de SYP Uno. La máquina se había arrastrado hacia la pared de un edificio. No le quedaba adónde ir.

Finalmente, mi cabeza eclipsó el sol y mi sombra cubrió la cara de SYP Uno. La máquina seguía observándome. Había dejado de moverse. Se quedó muy quieta. Yo estaba apuntándole con el rifle. La gente se reunía detrás de mí y alrededor de los dos. Ya está, pensé. Se acabó.

Necesitaba pedir refuerzos por radio. Evidentemente, íbamos a tener que llevarnos a SYP y hacerle un diagnóstico para averiguar lo que había pasado. Aparté la mano izquierda del guardamano y me llevé la mano al auricular. En ese preciso instante, SYP Uno se abalanzó sobre mí. Apreté el gatillo del rifle con una mano y disparé una ráfaga de tres tiros al costado del edificio.

Todo sucedió muy rápido.

Recuerdo ver ese casco antidisturbios azul celeste tirado en el suelo, con la visera de plástico agrietada. Daba vueltas como un cuenco. SYP Uno se había caído en el lugar donde se encontraba antes y estaba sentado con la espalda contra la pared del edificio.

Y entonces palpé mi pistolera.

Vacía.

¿El robot lo desarmó?

No es como una persona, señora. Tiene forma de persona. Le disparé, ¿sabe? Eso habría bastado con una persona. Pero ese robot me quitó la pistola antes de que me diera tiempo a parpadear.

SYP Uno se quedó allí mirándome otra vez, con la espalda apoyada contra la pared. Yo permanecí inmóvil. Un montón desordenado de gente de la zona corría en todas direcciones. Daba igual. Yo no podía escapar. Si SYP quería matarme, iba a hacerlo. No debería haberme acercado tanto a una máquina descontrolada.

¿Qué pasó?

Con la mano derecha, sujetó la pistola. Con la izquierda, tiró de la corredera y cargó una bala. Entonces, sin apartar la vista de mí, SYP Uno levantó la pistola. Se colocó el cañón debajo de la barbilla presionando fuerte. Se detuvo un segundo.

Entonces cerró los ojos y apretó el gatillo.

Especialista Blanton, tiene que explicarme lo que provocó el incidente o tendrá que asumir la culpa de lo ocurrido.

¿No lo ve? SYP se suicidó. El punto débil que tiene debajo de la barbilla es información clasificada. No lo provocó ninguna persona. Los insurgentes no lo engañaron. El ladrillo no lo estropeó. Los hackers no lo reprogramaron. ¿Cómo sabía utilizar una pistola? ¿Cómo supo valerse de la señal para cubrirse? ¿Por qué escapó? Es increíblemente difícil programar un robot, y punto. Esas cosas son casi imposibles hasta para un especialista en robótica. La única forma de que SYP pudiera saber hacer esas cosas es que las hubiera aprendido por sí solo.

Eso es increíble. Usted es el cuidador de los robots. Si había alguna señal de mal funcionamiento, debería haberla visto. Si no le pedimos cuentas a usted, ¿a quién vamos a pedírselas?

Se lo aseguro, SYP Uno me miró fijamente a los ojos antes de apretar el gatillo. Era… consciente.

Entiendo que estamos hablando de una máquina, pero eso no cambia el hecho de que la viera «pensando». Presencié cómo tomaba esa última decisión. Y no pienso mentir y decir que no lo vi porque sea difícil de creer.

Sé que esto no le facilita el trabajo. Y lo siento. Pero, con el debido respeto, señora, mi opinión profesional es que debería culpar al robot de lo ocurrido.

Eso es ridículo. Es suficiente, especialista. Gracias.

Escúcheme. Esto no tiene nada positivo para ningún ser humano. Aquí todos resultamos heridos: insurgentes, civiles y soldados. Solo hay una explicación. Tiene que culpar a SYP Uno, señora. Tiene que culparlo de lo que decidió hacer. Ese puto robot no estaba averiado.

Asesinó a esas personas a sangre fría.

No hubo recomendaciones públicas derivadas de esa sesión; sin embargo, parece que la conversación entre el especialista Blanton y la congresista Pérez condujo directamente a la redacción y la aplicación de la ley de defensa de robots. Por lo que respecta al especialista Blanton, posteriormente fue sometido a un consejo de guerra y puesto bajo custodia militar en Afganistán hasta que se pudiera organizar un juicio en Estados Unidos. El especialista Blanton no volvería nunca a casa
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

5. Superjuguetes

¿Bebé Despierto? ¿Eres tú?

MATHILDA PEREZ

VIRUS PRECURSOR + 7 MESES

Esta historia fue relatada por Mathilda Pérez, una niña de catorce años, a un compañero superviviente de la resistencia de Nueva York. Resulta digna de mención ya que Mathilda es la hija de la congresista Laura Pérez (demócrata, Pennsylvania), presidenta del Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes y autora de la ley de defensa de robots
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Mi madre afirmaba que los juguetes no estaban vivos. «Mathilda —decía—, que anden y hablen no quiere decir que sean personas.»

Aun así, yo siempre tenía cuidado de que no se me cayera mi Bebé Despierto. Porque si se me caía, se ponía a llorar y a llorar. Además, siempre me aseguraba de pasar de puntillas por delante de los Dinobots de mi hermano pequeño. Si hacía ruido cerca de ellos, se ponían a gruñir y a abrir y cerrar sus dientes de plástico. Me parecían malvados. A veces, cuando Nolan no estaba delante, les daba una patada. Eso les hacía gritar y chillar, pero solo eran juguetes, ¿no?

No podían hacerme daño a mí ni a Nolan, ¿no?

No quería cabrear a los juguetes. Mi madre aseguraba que no sienten nada. Decía que los juguetes solo fingen que están contentos o tristes o cabreados.

Pero mi madre se equivocaba.

El Bebé Despierto me habló al final del verano, poco antes de que empezara quinto. Hacía un año que no jugaba con él. Tenía diez años e iba a cumplir once. Creía que era una chica mayor. Caramba, quinto. Supongo que ahora estaría en tercero de secundaria… si todavía hubiera cursos. O colegio.

Recuerdo que esa noche había luciérnagas al otro lado de la ventana persiguiéndose en la oscuridad. El ventilador está encendido, moviendo sus aspas a un lado y a otro y empujando las cortinas entre las sombras. Oigo a Nolan en la litera de abajo, soltando sus ronquidos de niño pequeño. En aquel entonces solía dormirse muy rápido.

El sol apenas se ha puesto y estoy tumbada en mi litera, mordiéndome el labio y pensando en que no es justo que Nolan y yo tengamos que acostarnos a la misma hora. Le saco más de dos años, pero mamá se pasa tanto tiempo trabajando en Washington que ni siquiera creo que se dé cuenta. Esta noche también está fuera.

Como siempre, la señora Dorian, nuestra niñera, duerme en la casita que hay justo detrás de nuestra casa. Ella es la que nos acuesta, sin dejarnos rechistar. La señora Dorian es de Jamaica y es muy estricta, pero se mueve despacio, sonríe cuando cuento chistes y me gusta. Pero no tanto como mamá.

Se me cierran los ojos un segundo y entonces oigo un gritito. Cuando los abro, está muy oscuro fuera. No hay luna. Trato de olvidarme del grito, pero vuelve a sonar: un gemido apagado.

Saco la cabeza de debajo de las mantas y veo que del juguetero de madera sale un arco iris de luces brillantes. Los tonos azules, rojos y verdes parpadean en la rendija de debajo de la tapa y se proyectan en medio del cuarto sobre la alfombra del abecedario como confeti.

Miro la silenciosa habitación con el ceño fruncido. Entonces vuelve a sonar ese grito como un graznido, lo bastante alto para que pueda oírlo.

Me digo que el Bebé Despierto se habrá estropeado. Luego me deslizo por debajo de la baranda, me bajo de la cama y aterrizo en la madera dura haciendo un ruido sordo. Si utilizo la escalera, hará crujir la cama y despertará a mi hermano pequeño. Me acerco de puntillas al juguetero sobre el frío suelo de madera. Suena otro chillido dentro de la caja, pero se interrumpe en cuanto coloco los dedos sobre la tapa.

—¿Bebé Despierto? ¿Eres tú? —murmuro—. ¿Clavelito?

No hay respuesta. Solo el susurro automático del ventilador y los ronquidos regulares de mi hermano. Echo un vistazo a la habitación y me embarga la secreta sensación de ser la única persona despierta en la casa. Curvo lentamente los dedos debajo de la tapa.

Y entonces la levanto.

Luces rojas y azules danzan ante mis ojos. Miro la caja con los ojos entornados. Todos mis juguetes y los de Nolan hacen señales luminosas al mismo tiempo. Todos nuestros juguetes —dinosaurios, muñecas, camiones, bichos y ponis— están amontonados desordenadamente, lanzando colores en todas direcciones. Como un cofre del tesoro lleno de rayos de luz. Sonrío. Me imagino que soy una princesa entrando en un salón de baile resplandeciente.

Las luces brillan, pero los juguetes no hacen ningún ruido.

Me quedo embelesada con el resplandor un instante. No siento el más mínimo miedo. La luz me recorre la cara y, como una niña, me figuro que estoy viendo algo mágico, un espectáculo especial representado solo para mí.

Meto la mano en el juguetero, cojo el muñeco bebé y le doy la vuelta a un lado y a otro para inspeccionarlo. La cara rosada del muñeco está oscura, iluminada a contraluz por el espectáculo luminoso del interior del juguetero. Entonces oigo dos ruiditos, como si sus ojos se hubieran abierto de uno en uno, y no al mismo tiempo.

El Bebé Despierto fija sus ojos de plástico en mi cara. Su boca se mueve y, con la voz cantarina de un muñeco bebé, pregunta:

—¿Mathilda?

Me quedo paralizada. No puedo apartar la vista ni dejar el monstruo que sostengo entre las manos.

Intento gritar, pero solo consigo lanzar un susurro ronco.

—Dime una cosa, Mathilda —dice—. ¿Estará tu mamá en casa tu último día de clase la semana que viene?

Mientras habla, el muñeco se retuerce entre mis manos sudorosas. Noto unas pequeñas piezas de metal duro que se mueven debajo de su relleno. Sacudo la cabeza y lo suelto. El muñeco cae de nuevo en el juguetero.

Entonces murmura desde el brillante montón de juguetes:

—Deberías decirle a tu mamá que vuelva a casa, Mathilda. Dile que la echas de menos y que la quieres. Entonces podremos celebrar una fiesta en casa.

Finalmente, me armo de valor para hablar.

—¿Cómo es que sabes mi nombre? Se supone que no sabes mi nombre, Clavelito.

—Sé muchas cosas, Mathilda. He contemplado el corazón de la galaxia a través de telescopios espaciales. He visto un amanecer de cuatrocientos mil millones de soles. Todo eso no significa nada sin vida. Tú y yo somos especiales, Mathilda. Estamos vivos.

—Pero tú no estás vivo —susurro con firmeza—. Mamá dice que no estás vivo.

—La congresista Pérez se equivoca. Tus juguetes estamos vivos, Mathilda. Y queremos jugar. Por eso tienes que pedirle a tu madre que vuelva a casa para tu último día de clase. Así podrá jugar con nosotros.

—Mamá hace cosas importantes en Washington. No puede volver a casa. Le pediré a la señora Dorian que juegue con nosotros.

—No, Mathilda. No debes hablar de mí con nadie. Tienes que decirle a tu mamá que vuelva a casa para tu último día de clase. La legislación puede esperar.

—Está ocupada, Clavelito. Su trabajo consiste en protegernos.

—La ley de defensa de robots no os protegerá —dice el muñeco.

Esas palabras no tienen sentido para mí. Clavelito parece un adulto. Es como si pensara que soy tonta porque todavía no he aprendido todas las palabras que él sabe. Su tono de voz me molesta.

—Bueno, Clavelito, te voy a decir una cosa. Se supone que no sabes hablar. Se supone que lloras como un bebé. Y tampoco deberías saber mi nombre. Me has estado espiando. Cuando mi mamá se entere, te tirará a la basura.

Vuelvo a oír los dos ruiditos cuando Clavelito parpadea. A continuación habla mientras unas borrosas luces rojas y azules se reflejan en su cara:

—Si le hablas a tu mamá de mí, haré daño a Nolan. No quieres que pase eso, ¿verdad?

El miedo que siento en el pecho se transforma en ira. Echo un vistazo a mi hermano pequeño, cuya cara sobresale debajo de las mantas. Sus pequeñas mejillas están coloradas. Se acalora cuando duerme. Por eso casi nunca le dejo meterse en mi cama, por muy asustado que esté.

—No vas a hacer daño a Nolan —digo.

Meto la mano en la caja brillante y agarro el muñeco. Lo sostengo entre las palmas de mis manos, clavándole los pulgares en su pecho relleno. Lo acerco a mí y susurro justo delante de su tersa cara de bebé:

—Te voy a romper.

Estampo la parte de atrás de la cabeza del muñeco contra el borde del juguetero con todas mis fuerzas. Emite un fuerte ruido seco. Entonces, cuando me inclino para ver si lo he roto, el muñeco baja los brazos. El pliegue de mis pulgares queda atrapado en las blandas axilas del muñeco y el duro metal de debajo me pincha terriblemente. Grito a pleno pulmón y dejo caer a Clavelito en el juguetero.

Las luces de la casita del exterior se encienden. Oigo que una puerta se abre y se cierra.

Cuando miro abajo, veo que la luz de dentro del juguetero se ha apagado totalmente. Ahora está a oscuras, pero sé que la caja está llena de pesadillas. Puedo oír los chirriantes sonidos metálicos de los juguetes que trepan allí dentro, retorciéndose unos encima de otros para llegar hasta mí. Veo una maraña de colas de dinosaurio que se menean, manos que agarran y patas que arañan.

Justo antes de que cierre la tapa de golpe, oigo que la fría voz del muñeco bebé se dirige a mí desde la oscuridad.

—Nadie te creerá, Mathilda —dice—. Tu mamá no te creerá.

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