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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (4 page)

¿Qué pasa entonces?

Las pinzas se mueven de un modo muy raro. Normalmente, los domésticos avanzan empujando. Tienen esa estúpida forma de abrir la puerta, independientemente de la puerta que tienen delante. Por eso la gente siempre se cabrea si se queda parada detrás de un doméstico que intenta entrar. Es mucho peor que esperar a que entre una anciana.

Pero ese Big Happy es distinto. La puerta contiene una rendija, y las pinzas se cuelan por la hendidura y empiezan a tocar el pomo. Yo soy el único que lo ve porque no hay nadie más en la tienda y Felipe está en la parte de atrás. Ocurre rápido, pero me parece que el robot está intentando palpar dónde está la cerradura.

Entonces la puerta se abre del todo y suena la campanilla. El doméstico mide un metro y medio y está cubierto de una capa de plástico azul brillante y grueso. Pero no entra del todo en la tienda. Se queda en la puerta muy quieto y mueve la cabeza a un lado y a otro, registrando todo el local: las mesas y sillas baratas, el mostrador con el paño encima, el frigorífico de los helados. A mí.

Buscamos la placa de registro de esa máquina y la verificamos. Además de esa forma de mirar, ¿había algo raro en el robot? ¿Algo fuera de lo normal?

Ese cacharro tenía arañazos por todas partes. Como si lo hubiera atropellado un coche o se hubiera peleado o algo por el estilo. A lo mejor estaba roto.

Entra, se da la vuelta y cierra la puerta. Yo saco el brazo de la máquina de yogur helado y me quedo mirando cómo el robot se dirige hacia mí arrastrándose con su horrible cara sonriente.

Entonces estira las dos pinzas por encima del mostrador y me agarra por la camisa. Me arrastra por encima del mostrador y empieza a esparcir las piezas de la máquina desmontada por todo el suelo. Me golpeo el hombro con la caja registradora y noto un crujido muy feo.

¡Joder, ese cacharro me dislocó el hombro en un segundo!

Pido ayuda a gritos, pero Felipe no me oye. Ha dejado los platos remojándose en agua enjabonada y ha salido al callejón de detrás a fumarse un porro. Hago todo lo posible por escaparme, dando patadas y forcejeando, pero las pinzas me agarran la camisa como si fueran unos alicates. Cuando estoy encima del mostrador, me tira al suelo de un empujón. Oigo cómo la clavícula izquierda se parte. Después, me cuesta mucho respirar.

Suelto otro gritito, pensando: «Suenas como un animal, Jeff». Pero mi extraño chillido parece llamar la atención del robot. Estoy tumbado boca arriba, y el doméstico se asoma por encima de mí; no piensa soltarme la camisa ni de coña. La cabeza del Big Happy tapa el fluorescente del techo. Parpadeo para contener las lágrimas y observo su cara inmóvil y sonriente.

Me mira fijamente a los ojos, tío. Y noto que está… pensando. Como si estuviera vivo. Y cabreado.

En su cara no cambia nada, pero entonces me da muy mal rollo. Quiero decir, todavía peor. Y oigo que los servomotores del brazo de ese cacharro empiezan a hacer ruido. Entonces se vuelve, me balancea hacia la izquierda y me estampa de cabeza contra el frigorífico de las tartas, con tanta fuerza que el cristal se agrieta. Noto todo el lado derecho de la cabeza frío y después caliente. Luego también empiezo a sentir mucho calor en la cara, el cuello y el brazo. Estoy perdiendo sangre como una puñetera boca de incendios.

Joder, estoy llorando. Y entonces es cuando… Entonces es cuando aparece Felipe.

¿Le diste al robot doméstico el dinero de la caja registra dora?

¿Qué? No pidió dinero. En ningún momento pidió dinero. No dijo una palabra. No fue un telerrobo, amigo. Ni siquiera sé si lo estaban controlando a distancia, agente…

¿Qué crees que quería?

Quería matarme. Nada más. Quería asesinarme. Esa cosa era independiente y estaba de caza.

Continúa.

Una vez que me agarró, no pensé que me fuera a soltar hasta que la hubiera palmado, pero mi amigo Felipe no estaba dispuesto a permitirlo. Salió corriendo de la parte de atrás chillando como un hijo de puta. El tío estaba cabreado. Y Felipe es un grandullón. Tiene un bigote a lo Fu Manchú y un montón de tatuajes en los brazos. Cosas chungas, como dragones, águilas y un pez prehistórico que le recorre el antebrazo. Un colecanto o algo así. Es como un pez dinosaurio que creían que se había extinguido. Hay fósiles de él y todo. Un día un pescador se llevó la sorpresa de su vida cuando pescó un auténtico pez del infierno. Felipe solía decir que ese pez demostraba que no se puede tener hundido a un hijo de puta para siempre. Algún día tiene que volver a salir a la superficie, ¿sabe?

¿Qué pasó luego, Jeff?

Sí, claro. Estoy en el suelo, sangrando y llorando, y el Big Happy me tiene cogido por la camisa. Entonces Felipe sale corriendo de la parte trasera del local y dobla la esquina del mostrador gritando como un puñetero bárbaro. Se ha quitado la redecilla y el pelo largo le vuela por los aires. Agarra al doméstico por los hombros, lo coge sin contemplaciones y lo lanza. El cacharro me suelta y cae hacia atrás a través de la puerta. Salen volando trozos de cristales por todas partes. La campanilla vuelve a sonar. Ding, dong. Es un sonido tan ridículo para algo tan violento que me hace sonreír a pesar de la sangre que corre por mi cara.

Felipe se arrodilla y ve los daños. «Joder, jefe —dice—. ¿Qué le ha hecho?»

Pero veo que el Big Happy se mueve detrás de Felipe. Mi cara debe de ser bastante expresiva, porque Felipe me agarra por la cintura y me arrastra detrás del mostrador sin mirar a la puerta. Está jadeando y da pasitos como un cangrejo. Huelo el porro de su bolsillo. Veo la sangre que voy dejando en las baldosas del suelo y pienso: «Mierda, acababa de limpiar».

Cruzamos la puerta que hay tras la caja registradora y nos metemos en el estrecho cuarto interior. Hay una hilera de pilas de acero inoxidable llenas de agua jabonosa, una pared con material de limpieza y una pequeña mesa en el rincón que tiene encima el reloj para fichar. Al fondo del todo hay un pasillo angosto que da al callejón de atrás.

Entonces el Big Happy embiste contra Felipe de repente. En lugar de seguirnos, el cabronazo ha tenido la inteligencia de trepar por encima del mostrador. Oigo un golpe y veo que el Big Happy pega a Felipe en el pecho con el antebrazo. No es como recibir un puñetazo de alguien, sino más bien como ser atropellado por un coche, o que te caiga un ladrillo encima, o algo por el estilo. Felipe sale volando hacia atrás y se da con las puertas del armario donde guardamos el papel de cocina y otras cosas, pero se queda de pie. Empieza a moverse dando tumbos, y veo que la madera se ha abollado. Pero Felipe está espabilado y más cabreado que nunca.

Me aparto arrastrándome hacia las pilas, pero tengo el hombro hecho polvo, los brazos me resbalan de la sangre y apenas puedo respirar del dolor de pecho.

En la trastienda no hay armas ni nada parecido, así que Felipe coge la fregona del sucio cubo amarillo con ruedas. Es una fregona vieja con un palo de madera sólido que lleva ahí desde no sé cuándo. No hay espacio para moverla, pero no importa porque el robot está empeñado en coger a Felipe como me cogió a mí. Mi colega ataca con la fregona y se la clava al Big Happy debajo de la barbilla. Felipe no es muy alto, pero es más alto que la máquina y tiene los brazos más largos. El robot no puede alcanzarlo. Felipe lo aparta de un empujón mientras esa cosa agita los brazos como si fueran serpientes.

La siguiente parte es alucinante.

El Big Happy se cae de espaldas contra la mesa del rincón, con las piernas estiradas y los talones en el suelo. Sin pensárselo dos veces, Felipe levanta el pie derecho y le pisa con todas sus fuerzas la articulación de la rodilla. ¡Crac! La rodilla del robot salta y se tuerce hecha una mierda. Con el palo de la fregona clavado debajo de la barbilla, la máquina no puede equilibrarse ni tampoco coger a Felipe. Casi me duele ver esa rodilla, pero la máquina no hace ningún ruido. Solo oigo sus motores chirriando y el sonido de su armazón de plástico duro al golpear contra la mesa y la pared mientras se esfuerza por levantarse.

«¡Chúpate esa, hijo de puta!», grita Felipe antes de aplastarle la otra rodilla. El Big Happy se queda tumbado boca arriba con las dos piernas rotas y un mexicano sudoroso de noventa kilos con un cabreo de cojones encima. Yo no puedo evitar pensar que todo se va a solucionar.

Pero resulta que me equivoco.

La culpa la tiene su pelo, ¿sabe? Felipe tiene el pelo muy largo. Así de simple.

La máquina deja de forcejear, alarga el brazo y agarra la melena morena de Felipe con las pinzas. Él se pone a gritar e impulsa la cabeza hacia atrás. Pero no es como si le tiraran del pelo en una pelea de bar, sino como si se hubiera quedado atrapado en una trituradora o en una máquina pesada de una fábrica. Es algo brutal. A Felipe se le marcan todos los músculos del cuello y grita como un animal. Cierra los ojos apretándolos mientras se aparta con todas sus fuerzas. Oigo cómo le arranca las raíces del cuero cabelludo, pero esa puta cosa atrae la cara de Felipe cada vez más.

Es imparable, como la gravedad.

Al cabo de unos segundos, Felipe está tan cerca que el Big Happy puede cogerlo con las otras pinzas. El palo de la fregona se cae al suelo mientras las otras pinzas se cierran sobre la barbilla y la boca de Felipe, aplastándole la parte inferior de la cara. Él grita, y oigo cómo se le parte la mandíbula. Los dientes le saltan de la boca como jodidas palomitas de maíz.

Entonces me doy cuenta de que voy a morir en el cuarto interior del puto Freshee’s Frogurt.

Nunca pasé mucho tiempo en el colegio. No es que sea tonto. Solo digo que en general no destaco por mis brillantes ideas. Pero cuando tu culo está en juego y te espera una muerte violenta a tres metros de distancia, tu cerebro se pone en marcha.

Así que se me ocurre una idea brillante. Alargo la mano por detrás y meto el brazo izquierdo, el bueno, en el agua fría de la pila. Palpo las bandejas de las galletas y los cazos, buscando el tapón del desagüe. Al otro lado del cuarto, Felipe se está calmando, y hace sonidos raros. La sangre le sale a borbotones y corre por el brazo del Big Happy. Toda la parte inferior de su cara está aplastada entre las pinzas de ese cacharro. Felipe tiene los ojos muy abiertos, pero creo que está inconsciente.

Tío, espero que lo esté.

La máquina está registrando otra vez la habitación, muy quieta, girando la cabeza a un lado y a otro muy despacio.

A esas alturas el brazo se me está durmiendo y se me ha cortado la circulación de la sangre al tenerlo colgado por encima del borde de la pila. Sigo buscando el tapón.

El Big Happy deja de registrar el cuarto y me mira fijamente. Se para un segundo, y entonces oigo el ruido que hacen los motores de sus pinzas al soltar la cara del pobre Felipe, que cae al suelo como un saco de ladrillos.

Estoy lloriqueando. La puerta del callejón está a un millón de kilómetros de distancia, y apenas puedo mantener la cabeza erguida. Estoy sentado en medio de un charco de mi propia sangre y veo los dientes de Felipe en el suelo de baldosas. Sé lo que me va a pasar y sé que me va a doler mucho, pero no puedo hacer nada al respecto.

Por fin, encuentro el tapón de la pila y lo palpo con los dedos dormidos. El tapón salta de repente, y oigo el borboteo del agua saliendo. Le he dicho cien veces a Felipe que si el agua sale demasiado rápido, el desagüe del suelo se inunda y luego me toca pasar la fregona otra vez.

¿Sabe que Felipe inundó el puto desagüe a propósito todas las noches durante un mes antes de que por fin nos hiciéramos amigos? Le reventaba que nuestro jefe hubiera contratado a un blanco para atender a los clientes y a un mexicano para trabajar en la parte de atrás. Yo lo entendía perfectamente. ¿Sabe a lo que me refiero, agente? Usted es indio, ¿no?

Nativo americano, Jeff. De la Nación Osage. Cuéntame lo que pasó después.

Bueno, yo odiaba limpiar esa agua. Y ahora estaba tumbado en el suelo y esperaba que me salvase la vida.

El Big Happy intenta levantarse, pero no siente las piernas. Se cae de bruces. Entonces empieza a avanzar arrastrándose boca abajo utilizando los brazos. Tiene esa horrible sonrisa en la cara y no aparta la mirada de la mía mientras se arrastra a través de la habitación. Está todo manchado de sangre, como una especie de maniquí de pruebas sangrante.

El desagüe no se está inundando lo bastante rápido.

Empujo la espalda contra la pila con todas mis fuerzas. Tengo las rodillas levantadas y aprieto fuerte con las piernas. El «glu, glu» del agua al salir por el desagüe me reverbera en la cabeza. Si el tapón queda otra vez medio encajado y la velocidad disminuye, estoy muerto. Totalmente muerto.

El robot se está acercando. Alarga unas pinzas e intenta agarrar mis Nike Air Force One. Muevo el pie a un lado y otro y evito que me coja. Así que se acerca todavía más. En la siguiente embestida, sé que probablemente va a cogerme la pierna y a aplastármela.

Cuando su brazo se levanta, algo tira súbitamente del robot un metro hacia atrás. Vuelve la cabeza y allí está Felipe, tumbado boca arriba y atragantándose con su propia sangre. Tiene mechones de pelo oscuro y empapado en sudor pegados a su cara destrozada. Ya no tiene boca; solo una gran herida en carne viva. Pero tiene los ojos muy abiertos, y en ellos arde algo que va más allá del odio. Sé que me está salvando la vida, pero tiene un aspecto malvado. Como un demonio venido del infierno de visita sorpresa.

Tira de la pierna hecha trizas del Big Happy una vez más y cierra los ojos. Creo que ya no respira. La máquina no le hace caso. Dirige su cara sonriente hacia mí y sigue avanzando.

Justo entonces, el agua sale del desagüe del suelo. El agua jabonosa se desborda rápida y silenciosa, de un color rosa claro.

El Big Happy está arrastrándose otra vez cuando el agua moja las articulaciones rotas de sus rodillas. En el aire huele a plástico quemado, y la máquina se queda parada. Nada del otro mundo. La máquina simplemente deja de funcionar. Debe de haberle entrado agua en los cables y se ha cortocircuitado.

Está a unos treinta centímetros de mí, sonriendo aún.

Eso es todo lo que le puedo contar. El resto ya lo sabe.

Gracias, Jeff. Sé que no ha sido fácil. Ya tengo lo que necesito para redactar el informe. Te dejaré descansar.

Oiga, ¿puedo hacerle una pregunta muy rápida antes de que se vaya?

Dispara.

¿Cuántos domésticos hay ahí fuera? Big Happys, Slow Sues y demás. Porque he oído que había dos por cada persona.

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