Authors: Doris Lessing
–La pequeña nkosikaas blanca está lejos de casa –dijo al fin el anciano.
–Sí –concedí–. Es muy lejos.
Quería decir: «He venido en visita amistosa, jefe Mshlanga». No pude decirlo. Tal vez en ese momento sintiera un deseo urgente y desesperado de conocer a aquellos hombres y mujeres, de ser aceptada por ellos como amiga, pero la verdad era que había salido movida por pura curiosidad: quería ver la aldea de la que algún día nuestro cocinero, el joven reservado y obediente que se emborrachaba los domingos, sería dueño y señor.
–Damos la bienvenida a la hija del nkosi Jordan –dijo el jefe Mshlanga.
–Gracias –contesté.
No se me ocurría qué más decir. Hubo un silencio mientras las moscas emprendían el vuelo y zumbaban alrededor de mi cabeza; el viento se agitó un poco en el grueso árbol verde que tendía sus ramas sobre los ancianos.
–Buenos días –dije al fin–. Tengo que volver a casa.
–Buenos días, pequeña nkosikaas –dijo el jefe Mshlanga.
Me alejé de la aldea indiferente, subí la cuesta ante la mirada fija de las cabras de ojos ambarinos, bajé entre los altos árboles majestuosos para llegar al gran valle verde por el que discurría el río y los pichones graznaban cuentos de plenitud mientras los pájaros carpinteros repiqueteaban suavemente.
Había desaparecido el miedo: la soledad se había convertido en un testarudo estoicismo; ahora se notaba una extraña hostilidad en el paisaje, una fría, dura y hosca indomabilidad que caminaba conmigo, fuerte como un muro, intangible como el humo. Parecía decirme: «caminas por aquí como un destructor». Avancé lentamente hacia mi casa con el corazón vacío: había aprendido que si no puede llamarse al orden a un país como si fuera un perro, tampoco se puede rechazar el pasado con una sonrisa, brindada por una efusión de fáciles sentimientos, y decir: «No he podido evitarlo. Yo también soy una víctima».
Sólo volví a ver al jefe Mshlanga una vez más.
Una noche, en las grandes tierras rojizas de mi padre, aparecieron rastros de pezuñas pequeñas y se descubrió que las culpables eran las cabras de la aldea del jefe Mshlanga. Años antes había ocurrido lo mismo.
Mi padre confiscó todas las cabras. Luego envió al anciano jefe un mensaje para informarle de que si quería recuperarlas tendría que pagar los daños.
Llegó a casa una tarde a la hora del ocaso. Parecía muy avejentado y encorvado y caminaba rígido bajo su manta de pliegues majestuosos, apoyado en una gran vara. Mi padre se sentó en su gran sillón bajo los escalones de la casa; el anciano se acuclilló con cuidado en el suelo ante él, flanqueado por dos jóvenes.
El intercambio resultó largo y doloroso, pues el inglés del joven que hacía de intérprete no era bueno y mi padre no hablaba ningún dialecto, más allá del chapurreo de las cocinas.
Según el punto de vista de mi padre, los cultivos habían sufrido daños por valor de al menos doscientas libras. Sabía que podía obtener esa cantidad de dinero del anciano. Se sentía con el derecho de quedarse con las cabras. En cuanto al anciano, no hacía más que repetir en tono de enfado:
–¡Veinte cabras! ¡Mi gente no puede perder veinte cabras! No somos ricos como el nkosi Jordan, para perder veinte cabras de golpe.
Mi padre no se tenía por rico, sino más bien pobre. Contestó rápido y molesto, dijo que los daños sufridos significaban mucho para él y que estaba en su derecho de quedarse las cabras.
Al final se calentó tanto el asunto que llamaron al cocinero, hijo del jefe, para que hiciera de intérprete. Entonces mi padre pudo hablar con fluidez y el cocinero lo tradujo todo rápidamente para que el anciano pudiera entender cuán enfadado estaba. El joven hablaba sin emoción, de un modo mecánico, con la mirada baja, aunque se notaba cómo le afectaba aquella situación por la hostil e incómoda postura de sus hombros.
Ya había avanzado el crepúsculo, el cielo exhibía un marasmo de colores, los pájaros cantaban sus últimas canciones y el ganado mugía en calma al pasar ante nosotros de camino a sus refugios nocturnos. Era la hora más hermosa de África; aquella patética y fea escena no hacía ningún bien a nadie.
Al fin mi padre concluyó:
–No pienso discutirlo. Me quedo las cabras.
El jefe contestó de inmediato en su propio idioma:
–Eso significa que mi gente se morirá de hambre cuando llegue la estación seca.
–Pues vaya a la policía –dijo mi padre, con expresión de triunfo.
No había, por supuesto, más que decir.
El hombre se quedó sentado en silencio, con la cabeza gacha y las manos colgadas sin remedio sobre las marchitas rodillas. Luego se levantó con la ayuda de los jóvenes y se encaró a mi padre. Dijo algo más en un tono muy seco; se dio la vuelta y se fue a su aldea.
–¿Qué ha dicho? –preguntó mi padre a uno de los jóvenes, que se rió incómodo y desvió la mirada–. ¿Qué ha dicho? –insistió.
El cocinero se quedó tieso y callado, con las cejas bien prietas. Luego, habló:
–Mi padre dice: toda esta tierra, esta tierra que usted considera propia, es de él y pertenece a nuestro pueblo.
Tras esa afirmación, echó a andar hacia el monte detrás de su padre y nunca volvimos a verlo.
El siguiente cocinero era un emigrante de Nyasaland y no tenía ninguna expectación de grandeza.
La siguiente vez en que vino el policía de ronda, le contaron esa historia.
–Esa aldea no tiene derecho de seguir ahí; tendrían que haberla desplazado hace mucho tiempo. No sé por qué nadie hace nada al respecto. Hablaré con el Comisario para los Nativos la semana que viene. En cualquier caso, el domingo tengo que ir a jugar a tenis.
Poco tiempo después supimos que habían desplazado al jefe Mshlanga y a su gente unos trescientos kilómetros al este, a una verdadera reserva para nativos: pronto declararían aquellas tierras del gobierno válidas para los asentamientos de blancos.
Unos cuantos años después volví a ver la aldea. No había nada. Montones de lodo rojo señalaban el lugar que antes ocuparan las chozas, cubiertos por atados de paja podrida y recorridos por los túneles rojos como venas de las hormigas blancas. Las parras de las calabazas se rebelaban por todas partes, sobre los matorrales, en torno a las ramas inferiores de los árboles, de tal modo que los grandes balones dorados se escondían bajo tierra y pendían del cielo: era un festival de calabazas. Los matorrales se espesaban, la hierba nueva emitía un vivido verdor.
El colono que tuviera la suerte de obtener la concesión de aquel valle esplendoroso y cálido (si decidía cultivar aquella sección particular) descubriría de pronto que en sus campos de cereales las plantas alcanzaban metro y medio de altura y las mazorcas engordaban de tal modo que llegaban a doblegar los tallos, y se maravillaría ante la insospechada fuente de riqueza que había encontrado por suerte.
(No Witchcraft for Sale)
Cuando nació Teddy, los Farquar llevaban muchos años sin tener hijos; les conmovió la alegría de los sirvientes, que les llevaban aves, huevos y flores a la granja cuando acudían a felicitarlos por la criatura, y exclamaban con deleite ante su aterciopelada cabeza y sus ojos azules. Felicitaban a la señora Farquar como si hubiera alcanzado un gran logro, y ella lo sentía como si así fuera: dedicaba una sonrisa cálida y agradecida a los nativos, que persistían en su admiración.
Más adelante, cuando cortaron el pelo a Teddy por primera vez, Gideon, el cocinero, recogió del suelo los suaves mechones dorados y los sostuvo en una mano con aire reverente. Luego sonrió al niño y dijo: «Cabecita Dorada». Ese fue el nombre que los nativos otorgaron al niño. Gideon y Teddy se hicieron muy amigos desde el principio. Cuando Gideon terminaba su trabajo, alzaba a Teddy sobre sus hombros y lo llevaba a la sombra de un árbol grande, donde jugaba con él y le hacía curiosos juguetes con ramitas y hojas y hierba, o moldeaba el barro húmedo del suelo para darle formas de animales. Cuando Teddy aprendió a andar, era Gideon quien solía agacharse ante él y chascaba la lengua para estimularlo, lo recogía cada vez que se caía y lo lanzaba al aire hasta que los dos quedaban sin aliento de tanto reír. La señora Farquar tomó cariño a su anciano cocinero por lo mucho que éste quería al niño.
No hubo más hijos y un día Gideon dijo:
–Ah, señorita, señorita, el Señor le envió a éste. Cabecita Dorada es lo mejor que tenemos en esta casa.
El plural de «tenemos» provocó un cálido sentimiento de la señora Farquar hacia el cocinero: a fin de mes le subió la paga. Ya llevaba con ella unos cuantos años; era uno de los pocos nativos que tenía a su mujer e hijos en el complejo y nunca quería irse a su aldea, que estaba a cientos de kilómetros. A veces se veía a un negrito que había nacido en la misma época que Teddy mirando desde los matorrales, asombrado ante la visión de aquel chiquillo con su milagroso cabello claro y sus nórdicos ojos azules. Los dos niños intercambiaban miradas abiertas de interés y una vez Teddy alargó una mano con curiosidad para tocar el pelo y las mejillas negras del otro niño.
Gideon los estaba mirando y, tras menear la cabeza reflexivamente, dijo:
–Ah, señorita, ahí están los dos niños; de mayores, uno se convertirá en baas y el otro en sirviente.
La señora Farquar sonrió y respondió con tristeza:
–Sí, Gideon, estaba pensando lo mismo. –Suspiró.
–Es la voluntad de Dios –dijo Gideon, que se había criado en las misiones.
Los Farquar eran muy religiosos y aquel sentimiento compartido de lo divino acercó aún más al sirviente y sus señores.
Teddy tendría unos seis años cuando le regalaron una moto y descubrió la intoxicación de la velocidad. Se pasaba el día volando en torno a la granja, se metía en los parterres, ponía en fuga a las gallinas alarmadas entre graznidos y a los perros irritados y trazaba un amplio arco mareante para terminar su carrera ante la puerta de la cocina. Entonces, solía gritar:
–¡Mírame, Gideon!
Gideon se reía y decía:
–Muy listo, Cabecita Dorada.
El hijo menor de Gideon, que ahora se cuidaba del ganado, acudió desde el complejo a propósito para ver la moto. Le daba miedo acercarse, pero Teddy se exhibió para él.
–¡Negrito! –le gritaba–. ¡Apártate de mi camino!
Se puso a trazar círculos alrededor del muchacho hasta que éste, asustado, echó a correr hacia los matorrales.
–¿Por qué lo has asustado? –preguntó Gideon, en grave tono de reproche.
Teddy contestó desafiante:
–Sólo es un negrito.
Y se rió. Luego, cuando Gideon se apartó de él sin hablarle, Teddy se quedó serio. Al poco rato entró en la casa, buscó una naranja, se la llevó a Gideon y le dijo:
–Es para ti.
No era capaz de decir que lo sentía; pero tampoco podía resignarse a perder el afecto de Gideon. Este aceptó la naranja de mala gana y suspiró.
–Pronto irás al colegio, Cabecita Dorada –dijo, asombrado–. Y luego te harás mayor. –Meneó la cabeza con amabilidad y añadió–: Así son nuestras vidas.
Parecía estar poniendo distancia entre su persona y Teddy, no por resentimiento, sino al modo de quien acepta algo inevitable. Aquel niño había descansado en sus brazos y lo había mirado con una sonrisa en la cara; aquella pequeña criatura había colgado de sus hombros, había pasado horas jugando con él. Ahora Gideon no permitía que su carne tocara la carne del niño blanco. Era amable, pero apareció en su voz una formalidad grave que arrancaba pucheros de Teddy y lo hacía retroceder, enfurruñado. También lo ayudó a hacerse hombre: era educado con Gideon y se comportaba con formalidad, y si entraba en la cocina para pedirle algo lo hacía como cualquier blanco al dirigirse a un sirviente, esperando que se le obedeciera.
Pero el día que Teddy apareció en la cocina tambaleándose y frotándose los ojos, aullando de dolor, Gideon soltó la olla de sopa caliente que tenía entre manos, se acercó al niño y le apartó los dedos.
–¡Una serpiente! –exclamó.
Teddy había estado montando su moto, se había parado a descansar y había apoyado el pie junto a una cuba para las plantas. Una serpiente, colgada del techo por la cola, le había escupido a los ojos. La señora Farquar llegó corriendo en cuanto oyó la conmoción.
–¡Se volverá ciego! –sollozó, abrazando con fuerza a Teddy–. ¡Gideon, se volverá ciego!
Los ojos, a los que tal vez quedara apenas media hora de visión, se habían hinchado ya hasta alcanzar el tamaño de puños: la carita blanca de Teddy estaba distorsionada por grandes protuberancias moradas y supurantes.
–Espere un momento, señorita. Voy a buscar medicamentos –dijo Gideon.
Salió corriendo hacia los matorrales.
La señora Farquar llevó al niño a la casa y le lavó los ojos con permanganato. Apenas había oído las palabras de Gideon; sin embargo, cuando vio que sus remedios no surtían efecto y recordó haber conocido algunos nativos que habían perdido la vista por culpa del escupitajo de una serpiente, empezó a anhelar el regreso del cocinero, pues recordaba haber oído hablar de la eficacia de las hierbas de los nativos. Permaneció junto a la ventana, sosteniendo en brazos al niño, que no paraba de sollozar, y mirando desesperada hacia los matorrales. Habían pasado pocos minutos cuando vio regresar a Gideon a saltos, con una planta en la mano.
–No tenga miedo, señorita –dijo Gideon–. Esto curará los ojos de Cabecita Dorada.
Arrancó las hojas de la planta y dejó a la vista su raíz blanca, pequeña y carnosa. Sin lavarla siguiera, se llevó la raíz a la boca, la mordisqueó con vigor y luego conservó la saliva entre los labios mientras arrancaba a Teddy a la fuerza de los brazos de su madre. Lo sostuvo entre las rodillas y apretó con las yemas de los pulgares los ojos hinchados del niño hasta que éste empezó a gritar y la señora Farquar protestó:
–¡Gideon, Gideon!
Pero él no hizo caso. Se arrodilló sobre el niño, que se contorsionaba, y forzó los inflados párpados hasta que se abrió una ranura rasgada por la que aparecía el ojo, y entonces escupió con fuerza, primero en un ojo y luego en el otro. Al fin dejó al niño en brazos de su madre y afirmó:
–Sus ojos se curarán.
Sin embargo, la señora Farquar lloraba de terror y apenas pudo darle las gracias; era imposible creer que Teddy fuera a conservar la vista. Al cabo de un par de horas la inflamación había desaparecido. El señor y la señora Farquar fueron a la cocina a ver a Gideon y le dieron las gracias una y otra vez. Estaban desesperados de gratitud; parecían incapaces de expresarla. Le dieron regalos para su mujer y sus hijos, así como un gran aumento de sueldo, pero nada de eso podía pagar la curación total de los ojos de Teddy. La señora Farquar dijo: