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Authors: Albar Nuñez Cabeza de Vaca

Tags: #Conquista Española, #Nuevo Mundo, #América, #Española, #Conquista, #Nueva España, #Viajes

Naufragios (4 page)

Capítulo IX

Cómo partimos de bahía de Caballos

Aquella bahía de donde partimos ha por nombre la bahía de Caballos, y anduvimos siete días por aquellos ancones, entrados en el agua hasta la cinta, sin señal de ver ninguna cosa de costa y al cabo de ellos llegamos a una isla que estaba cerca de la tierra. Mi barca iba delante, y de ella vimos venir cinco canoas de indios, los cuales las desampararon y nos la dejaron en las manos, viendo que íbamos a ellas; las otras barcas pasaron adelante, y dieron en unas casas de la misma isla, donde hallamos muchas lizas y huevos de ellas, que estaban secas; que fue muy gran remedio para la necesidad que llevábamos. Después de tomadas, pasamos adelante, y dos leguas de allí pasamos un estrecho que la isla con la tierra hacía, al cual llamamos de Sant Miguel por haber salido en su día por él; y salidos, llegamos a la costa, donde, con las cinco canoas que yo había tomado a los indios, remediamos algo de las barcas, haciendo falcas de ellas, y añadiéndolas, de manera que subieron dos palmos de bordo sobre el agua; y con esto tornamos a caminar por luengo de costa la vía del río de Palmas, cresciendo cada día la sed y la hambre, porque los bastimentos eran muy pocos y iban muy al cabo, y el agua se nos acabó, porque las botas que hecimos de las piernas de los caballos luego fueron podridas y sin ningún provecho; algunas veces entramos por ancones y bahías que entraban mucho por la tierra adentro; todas las hallamos bajas y peligrosas; y ansí, anduvimos por ellas treinta días, donde algunas veces hallábamos indios pescadores, gente pobre y miserable. Al cabo ya de estos treinta días, que la necesidad del agua era en extremo, yendo cerca de costa, una noche sentimos venir una canoa, y como la vimos, esperamos que llegase, y ella no quiso hacer cara; y aunque la llamamos, no quiso volver ni aguardarnos, y por ser de noche no la seguimos, y fuímonos nuestra vía; cuando amaneció vimos una isla pequeña, y fuimos a ella por ver si hallaríamos agua; mas nuestro trabajo fue en balde, porque no lo había. Estando allí surtos, nos tomó una tormenta muy grande, porque nos detuvimos seis días sin que osásemos salir a la mar; y como había cinco días que no bebíamos, la sed fue tanta, que nos puso en necesidad de beber agua salada, y algunos se desatentaron tanto en ello, que súbitamente se nos murieron cinco hombres. Cuento esto así brevemente, porque no creo que hay necesidad de particularmente contar las miserias y trabajos en que nos vimos; pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remido que teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría; y como vimos que la sed crescía y el agua nos mataba, aunque la tormenta no era cesada, acordamos de encomendarnos a Dios nuestro Señor, y aventurarnos antes al peligro de la mar que esperar la certinidad de la muerte que la sed nos daba; y así, salimos la vía donde habíamos visto la canoa la noche que por allí veníamos; y en este día nos vimos muchas veces anegados, y tan perdidos, que ninguno hubo que no tuviese por cierta la muerte. Plugo a nuestro Señor, que en las mayores necesidades suele mostrar su favor, que a puesta del Sol volvimos una punta que la tierra hace, adonde hallamos mucha bonanza y abrigo. Salieron a nosotros muchas canoas, y los indios que en ellas venían nos hablaron, y sin querernos aguardar, se volvieron. Era gente grande y bien dispuesta, y no traían flechas ni arcos. Nosotros les fuimos siguiendo hasta sus casas, que estaban cerca de allí a la lengua del agua, y saltamos en tierra, y delante de las casas hallamos muchos cántaros de agua y mucha cantidad de pescado guisado, y el señor de aquellas tierras ofresció todo aquello al gobernador, y tomándolo consigo, lo llevó a su casa. Las casas de estos eran de esteras, que a lo que paresció eran estantes; y después que entramos en casa del cacique, nos dio mucho pescado, y nosotros le dimos del maíz que traíamos, y lo comieron en nuestra presencia, y nos pidieron más, y se lo dimos, y el gobernador le dio muchos rescates; el cual, estando con el cacique en su casa, a media hora de la noche, súbitamente los indios dieron en nosotros y en los que estaban muy malos echados en la costa, y acometieron también la casa del cacique, donde el gobernador estaba, y lo hirieron de una piedra en el rostro. Los que allí se hallaron prendieron al cacique; mas como los suyos estaban tan cerca, soltóseles y dejoles en las manos una manta de marta cebelinas, que son las mejores que creo yo que en el mundo se podrían hallar, y tienen un olor que no paresce sino de ámbar y almizcle y alcanza tan lejos, que de mucha cantidad se siente; otras vimos allí, mas ningunas eran tales como éstas. Los que allí se hallaron, viendo al gobernador herido, lo metieron en la barca, y hecimos que con él se recogiese toda la gente a sus barcas, y quedamos hasta cincuenta en tierra para contra los indios, que nos acometieron tres veces aquella noche, y con tanto ímpetu, que cada vez nos hacían retraer más de un tiro de piedra. Ninguno hubo de nosotros que no quedase herido, yo fuien la cara; y si como se hallaron pocas flechas, estuvieran más proveídos de ellas, sin duda nos hicieran mucho daño. La última vez se pusieron en celada los capitanes Dorantes y Peñalosa y Tellez con quince hombres, y dieron en ellos por las espaldas, y de tal manera les hicieron huir, que nos dejaron. Otro día de mañana yo les rompí más de treinta canoas, que nos aprovecharon para un norte que hacía, que por todo el día hubimos de estar allí con mucho frío, sin osar entrar en la mar, por la mucha tormenta que en ella había. Esto pasado, nos tornamos a embarcar, y navegamos tres días; y como habíamos tomado poca agua, y los vasos que teníamos para llevar asimismo eran muy pocos, tornamos a caer en la primera necesidad; y siguiendo nuestra vía, entramos por un estero, y estando en él vimos venir una canoa de indios. Como los llamamos, vinieron a nosotros, y el gobernador, a cuya barca habían llegado, pidióles agua, y ellos la ofrescieron con que les diesen en que la trajesen, y un cristiano griego, llamado Doroteo Teodoro (de quien arriba se hizo mención), dijo que quería ir con ellos; el gobernador y otros se lo procuraron estorbar mucho, y nunca lo pudieron, sino que en todo caso quería ir con ellos; asi se fue, y llevo consigo un negro, y los indios dejaron en rehenes dos de su compañía; y a la noche volvieron los indios y trajéronnos muchos vasos sin agua, y nos trajeron los cristianos que habían llevado; y los que habían dejado por rehenes, como los otros los hablaron quisiéronse echar al agua. Maslos que en la barca estaban los detuvieron; y ansí, se fueron huyendo los indios de la canoa, y nos dejaron muy confusos y tristes por haber perdido aquellos cristianos.

Capítulo X

De la refriega que nos dieron los indios

Venida la mañana, vinieron a nosotros muchas canoas de indios, pidiendonos los dos compañeros que en la barca habían quedado por rehenes. El gobernador dijo que se los daría con que trajesen los dos cristianos que habían llevado. Con esta gente venían cinco o seis señores, y nos pareció ser la gente mas bien dispuesta y de mas autoridad y concierto que hasta allí habíamos visto, aunque no tan grandes como los otros de quien habemos contado. Traíanlos cabellos sueltos y muy largos, y cubiertos con mantas de martas, de la suerte de las que atrás habíamos tomado, y algunas de ellas hechas por muy extraña manera, porque en ella había unos lazos de labores de unas pieles leonadas, que parescían muy bien. Rogábannos que nos fuésemos con ellos y que nos darían los cristianos y agua y otras muchas cosas; y contino acudían sobre nosotros muchas canoas, procurando de tomar la boca de aquella entrada; y así por esto, como porque la tierra era muy peligrosa para estar en ella, nos salimos a la mar, donde estuvimos hasta mediodía con ellos. Y como no nos quisiesen dar los cristianos, y por este respeto nosotros no les diésemos los indios, comenzáronnos a tirar piedras con hondas, y varas, con muestras de flecharnos, aunque en todos ellos no vimos sino tres o cuatro arcos. Estando en esta contienda el viento refrescó, y ellos se volvieron y nos dejaron; y así navegamos aquel día, hasta hora de vísperas, que mi barca, que iba delante, descubrió una punta que la tierra hacía, y del otro cabo se veía un río muy grande, y en una isleta que hacía la punta hice yo surgir por esperar las otras barcas. El gobernador no quiso llegar; antes se metió por una bahía muchas isletas, y allí nos juntamos, y desde la mar tomamos agua dulce, porque el río entraba en la mar de avenida, y por tostar algún maíz de lo que traímos, porque ya había dos días que lo comíamos crudo, saltamos en aquella isla; mas como no hallamos leña, acordamos de ir al río que estaba detrás de la punta, una legua de allí; y yendo, era tanta la corriente, que no nos dejaba en ninguna manera llegar, antes nos apartaba de la tierra, y nosotros trabajando y porfiando por tomarla. El norte que venía de la tierra comenzó a crescer tanto, que nos metió en la mar, sin que nosotros pudiésemos hacer otra cosa; y a media legua que fuimos metidos en ella, sondamos, y hallamos que con treinta brazas no podimos tomar hondo, y no podíamos entender si la corriente era causa que no lo pudiésemos tomar; y Así navegamos dos días todavía, trabajando por tomar tierra, y al cabo de ellos, un poco antes que el sol saliese, vimos muchos humeros por la costa; y trabajando por llegar allá, nos hallamos en tres brazas de agua, y por ser de noche no osamos tomar tierra, porque como habíamos visto tantos humeros, creíamos que se nos podía recrescer algún peligro sin nosotros poder ver, por la mucha obscuridad, lo que habíamos de hacer, y por esto determinamos de esperar a la mañana; y como amanesció, cada barca se hallo por sí perdida de las otras; yo me hallé en treinta brazas, y siguiendo mi víaje, a hora de vísperas vi dos barcas, y como fui a ellas, vi que la primera a que llegué era la del gobernador, el cual me pregunto que me parescía que debíamos hacer. Yo le dije que debía recobrar aquella marca que iba delante, y que en ninguna manera la dejase, y que juntas todas tres barcas, siguiéramos nuestro camino donde Dios nos quisiese llevar. El me respondió que aquello no se podía hacer, porque la barca iba muy metida en la mar y él quería tomar la tierra y que si la quería yo seguir, que hiciese que los de mi barca tomasen los remos y trabajasen, porque con fuerza de brazos se había de tomar la tierra, y esto le aconsejaba un capitán que consigo llevaba que se llamaba Pantoja, diciéndole que si aquel día no tomaba la tierra que en otros seis no la tomaría, y en este tiempo era necesario morir de hambre. Yo, vista su voluntad, tomé mi remo, y lo mismo hicieron todos los que en mi barca estaban para ello, y bogamos hasta casi puesto el sol; más como el gobernador llevaba la mas sana y recia gente que entre toda había, en ninguna manera lo podimos seguir ni tener con ella. Yo, como vi esto, pedile que para poderle seguir, me diese un cabo de su barco, y él me respondió que no harían ellos poco si solos aquella noche pudiese llegar a tierra. Yo le dije que, pues vía la poca posibilidad que en nosotros había para poder seguirle y hacer lo que había mandado, que me dijese qué era lo que mandaba que yo hiciese. El me respondió que ya no era tiempo de mandar unos a otros; que cada uno hiciese lo que mejor le paresciese que era para salvar la vida: que él así lo entendía dehacer, y diciendo esto, se alargó con su barca, y como no le pude seguir, arribé sobre la otra barca que iba metida en la mar, la cual me esperó; y llegado a ella, hallé que era la que llevaban los capitanes Peñalosa y Téllez; y ansí, navegamos cuatro días en compañía, comiendo por tasa cada día medio puño de maíz crudo. A cabo de estos cuatro días nos tomó una tormenta, que hizo perderla otra barca, y por gran misericordía que Dios tuvo de nosotros no nos hundimos del todo, según el tiempo hacía; y con ser invierno, y el frío muy grande, y tantos días que padescíamos hambre, con los golpes que de la mar habíamos recibido, otro día la gente comenzó mucho a desmayar, de tal manera, que cuando el sol se puso, todos los que en mi barca venían estaban caidos en ella unos sobre otros, tan cerca de la muerte, que pocos había que tuviesen sentido, y entre todos ellos a esta hora no había cinco hombres en pie; y cuando vino la noche no quedamos sino el maestre y yo que pudiésemos marcar la barca, y a dos horas de la noche el maestre me dijo que yo tuviese cargo de ella, porque él estaba tal que creía aquella noche morir; y así, yo tomé el leme , y pasada medía noche, yo llegué por ver si era muerto el maestre, y él me respondió que él antes estaba mejor y que él gobernaría hasta el día. Yo cierto aquella hora de muy mejor voluntad tomara la muerte, que no ver tanta gente delante de mí de tal manera. Y después que el maestre tomó cargo de la barca, yo reposé un poco muy sin reposo, ni había cosa más lejos de mí entonces que el sueño. Y acerca del alba parescióme que oía el tumbo de la mar, porque, como la costa era baja, sonaba mucho, y con este sobresalto llamé al maestre, el cual me respondió que creía que éramos cerca de tierra, y tentamos y hallámonos en siete brazas, y paresciólo que nos debíamos tener a la mar hasta que amanesciese; y asi, yo tomé un remo y bogué de la banda de la tierra, que nos hallamos una legua della, y dimos la popa a la mar; y cerca de tierra nos tomó una ola, que echó la barca fuera del agua un juego de herradura, y con el gran golpe que dió, casi toda la gente que en ella estaba como muerta, tornó en sí, y como se vieron cerca de la tierra se comenzaron a descolzar, y con manos y pies andando; y como salieron a tierra a unos barrancos, hecimos lumbre y tostamos del maíz que traíamos, y hallamos agua de la que había llovido, y con el calor del fuego la gente tornó en sí y comenzaron a esforzarse. El día que aquí llegamos era sexto del mes de noviembre.

Capítulo XI

De lo que acaesció a Lope de Oviedo con unos indios

Desque la gente hubo comido mandé a Lope de Oviedo, que tenía más fuerza y estaba más recio que todos, se llegase a unos árboles que cerca de allí estaban, y subido en uno de ellos, descubriese la tierra en que estábamos y procurase de haber alguna noticia de ella. El lo hizo así y entendió que estábamos en isla, y vio que la tierra estaba cavada a la manera que suele estar tierra donde anda ganado, y paresciólo por esto que debía ser tierra de cristianos, y ansí nos lo dijo. Yo le mandé que la tornase a mirar muy más particularmente y viese si en ella había algunos caminos que fuesen seguidos, y esto sin alargarse mucho por et peligro que podía haber. El fue, y topando con una vereda se fue por ella adelante hasta espacio de media legua, y halló unas chozas de unos indios que estaban solas, porque los indios eran idos al campo, y tomó una olla de ellos, y un perrillo pequeño y unas pocas de lizas y así se volvió a nosotros; y paresciéndonos que se tardaba, envié otros dos cristianos para que le buscasen y viesen qué le había suscedido; y ellos le toparon cerca de allí y vieron que tres indios, con arcos y flechas, venían tras él llamándole, y él asimismo llamaba a ellos por señas; y así llegó donde estábamos, y los indios se quedaron un poco atrás asentados en la misma ribera; y dende a media hora acudieron otros cien indios flecheros, que agora ellos fueses grandes o no, nuestro miedo les hacía parecer gigantes, y pararon cerca de nosotros, donde los tres primeros estaban. Entre nosotros excusado era pensar que habría quien se defendiese, porque difícilmente se hallaron seis que del suelo se pudiesen levantar. El veedor y yo salimos a ellos y llamámosles, y ellos se llegaron a nosotros; y lo mejor que podimos, procuramos de asegurarlos y asegurarnos, y dímosles cuentas y cascabeles, y cada uno de ellos me dio una flecha, que es señal de amistad, y por señas nos dijeron quea la mañana volverían y nos traerían de comer, porque entonces no lo tenían.

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