Mascaró, el cazador americano

 

El Circo del Arca lleva su espectáculo itinerante de pueblo en pueblo, para solaz de la gente común y sencilla. De día y de noche, bajo un cielo encendido o una lluvia cegadora, el circo sigue su camino. Sus integrantes conforman una galería de personajes excéntricos y entrañables: el Príncipe Patagón, la bella Sonia, Carpóforo el luchador, el audaz enano Perinola, Oreste, el escurridizo jinete Mascaró. Sus éxitos y traspiés, las intrincadas relaciones mutuas y los encuentros fortuitos van tejiendo la rica trama de esta historia.

Mascaró, el cazador americano
, novela a la vez realista y fantástica, nostálgica y humorística, mágica y profundamente humana, fue la última escrita por Haroldo Conti. Emecé inicia con ella la publicación de la totalidad de la prosa del distinguido escritor trágicamente desaparecido.

Haroldo Conti

Mascaró

el cazador americano

ePUB v1.2

Ninguno
29.09.12

Título original:
Mascaró, el cazador americano

Haroldo Conti, 1975.

Diseño/retoque portada: Ninguno

Editor original: Ninguno (v1.0)

ePub base v2.0

Con Marta, a todos los compañeros

Prólogo

Mascaró se me apareció hace cosa de tres años. Yo estaba vacío y triste, después de haber publicado
En vida,
y como ocurre siempre, pero en este caso muy especialmente, pensé entonces que no volvería a escribir una sola línea en todo el resto de mi vida. No me sorprende ahora haberme equivocado, a tal punto que en esos tres años escribí dos libros, aparte de otras cosas, porque eso me ocurre generalmente. Salvo los premios, no acierto por lo común en nada.

Bueno, yo estaba vacío y triste cuando un buen día escuché de un auténtico vagabundo la increíble historia del Príncipe Patagón. Me gusta escuchar a la gente. Creo que eso me salvó. Pegué un salto en el aire. Ahí tenía mi próxima novela. Tan clara la tenía que me abalancé sobre un papel y escribí de un saque el plan. Fue la primera vez que tuve el plan del principio al fin. Sirve tanto como un plan económico o el pronóstico del tiempo. Fue tan sólo un punto de partida, una especie de compromiso. Mascaró tenía que madurar dentro de mí. Eso me llevó su tiempo. Nunca me apresuro en esos casos. Sucede que llega un momento que la historia empuja tanto dentro de uno que sale afuera por sí sola. Así fue. Mascaró me hacía señas desde un costado de mi vida llamándome a su loco camino.

Pues bien, tanto empujó, que otro buen día, para cortar amarras, salté de golpe al camino, me marché inclusive de mi casa, abandoné todo y ahí empezó mi vida con Mascaró, es decir, empezó la novela que para mí es siempre un auténtico
modus vivendi.
Resumirla en un par de líneas no tiene sentido. Podría intentar una especie de comentario conceptual que, en definitiva, puede aplicarse tanto a Mascaró como a la
Imitación de Cristo
o a un libro de Napoleón Primero. Eso le corresponde, en todo caso, a los críticos. Contar la historia sin encarnadura sería falsificarla. Y contar la historia tal cual aconteció sería narrar la novela de nuevo. Porque aquel plancito creció y creció como un árbol y así entraron en esa historia desde mis más sencillos amigos, como Tony Beck o el capitán Alfonso Domínguez, alias «Cojones», hasta esta tierra de lucha y esperanza que se llama América.

Mascaró daba para todo. Creció y creció como un tremendo canto, y yo era a medias el cantor porque se juntaron tantas y tantas voces, que Mascaró realmente no me pertenece
.

Ahora, a diferencia de esas otras veces, no he quedado triste y vacío, porque Mascaró sigue vivo y me demanda nuevos caminos. Siento, eso sí, la breve tristeza de despedirme de él para que comience a compartir su camino con otras gentes. Aquí estamos, pues, a un costado de ese camino diciendo los adioses y estrechando su firme mano. Pero yo sé que volverá. Yo sé que volverá. Yo sé que volverás, compadre. Por eso te digo hasta siempre. No te olvides de mí ni de mi compañera, los que tanto te amamos. Volvé pronto para que podamos seguir viviendo y amando, oscuro jinete, dulce cazador de hombres. Mascaró, alias Joselito Bembé, alias la Vida
.

Cuando yo sea hombre

entonces seré un cazador
.

I
NDIOS
K
WAKIUTL

El circo

Cafuné sopla y sopla la flautilla de hueso. Es un chorrito de aire, un raspón de metal, un alma finita de viento que se enrosca en el aire. El día aquí es esta música que anda por todas partes, gota, bolita, tiempo desnudo, sin recortes. Cada tanto agita un sonajero de uñas para acompañar la música o espantarse las moscas.

Oreste ha pasado la noche en vela, sentado a una mesa. Los músicos estuvieron soplando y rascando hasta que cayeron dormidos, menos el arpero ciego, que no vio venir la noche y siguió tocando, y recién paró cuando se le agarrotaron los dedos. Mitad de la madrugada. Paró y los envolvió el silencio. El arpa ha quedado en medio del salón. Es un arpa bonita, con el clavijero labrado como un altar y el mástil que remata en un ángel que se sostiene en la punta de un pie como si fuera a saltar al piso. El ángel es pequeño pero preciso. Piel de humano, ojos de vidrio, alas de pichón. Está en el aire, livianito. El arpero es hombre a medias sin el arpa. Él entero es el arpa y el ángel y el ciego que cuando toca se sacude con gracia, ve cosas de adentro sin la molestia de la carne, raspa de un lado y de otro en lo seguro, comanda. Vida sin peso.

La cuadrilla tiene fama de letrero. Se transporta. Hoy aquí, mañana allí. La leve vida del camino. Se anuncia por cartel como La Trova de Arenales. Arenales es este pueblo. Hay un violín, un acordeón, un redoblante, una flauta dulce, una guitarra y el arpa. El guitarrero es un negro de motas blancas. Toca de sentado, con las piernas cruzadas. El violinista es un viejo legañoso, Madariaga, con un sombrero aludo, grasiento, los ojos mellados, un saco blanco, un pañuelo negro, pantalones a rayas, alpargatas. Apoya el violín en el pecho y mira para adelante. Todo tiempo. El violín está hecho con madera de embalar y suena a cascajos. La trova hace música de ruido con asunto sencillo. Polca, marote, zamba, chotis, valseado, pachanga, cositas de retozo como
Corazón de canela
o
Adiós Mariquita linda
. El arpero canta la letra cuando cuadra, a veces el negro, que tiene una voz áspera, sumida.

Comenzaron a tocar a la caída del sol, que es cuando se anima el pueblo, cría bultos, echan a andar las sombras y un penacho de arena se descuelga desde el médano más alto, Cafuné lo toma por conjuro y deja de tocar en ese momento.

Oreste fue en la tarde hasta Aguas Dulces, costeando, para ver si había noticias de ese barco. No llegó hasta ahí ni era su propósito. Llegó chorreando sudores hasta el barco hundido que, de lejos, parece una ciudad. El barco no se ve desde Arenales. Sólo a medio camino aparece el bulto que entra en el mar como una prolongación de la Punta del Diablo. La arena que levanta el viento lo vela y aun lo borra y hasta lo remonta por el aire. Después se despega de la Punta, vira, se hincha y, por fin, se convierte en una ciudad que crece a cada paso. Oreste cambia de ánimo según cambia el barco. Marcha por tiempos y caminos distintos según sea un roquedal, una nube, un tren, una muralla almenada, una ciudad. Más cerca es un barco, y se alegra, porque piensa que es el
Mañana
, ese gran barco que navega en su cabeza. Camina envuelto en arena, salpicado de espuma, sacudido por el viento, encogido en la cavidad de su cuerpo. La línea movediza de las olas lo despista, lo adormece. Se agacha y recoge un caracol blanqueado por el sol y lo arroja al mar con un grito. El grito no sale de su boca sino algo más adelante y se aplasta contra el viento. Y ahora el barco es un barco encallado, un cascarón de barco, nombre y tristeza
Aldebarán
.

Anduvo por el interior del casco, removiendo restos, despegando lapas, simulando navegaciones. Un chorro de mar entraba por un boquete en la banda de estribor. Recogió un grillete musgoso y lo echó en el bolsillo. Subió a cubierta y fue y vino unas cuantas veces de una punta a otra por el puro gusto de escuchar sus pasos. Oreste se detiene de golpe y hay un breve retumbo a sus espaldas, un rumor de chapas, un roce de escamas, el viento. Sube al puente. El sol roza las puntas de los médanos, la playa es una neblina amarilla que recorren luces y fosforescencias, las gaviotas están paradas sobre sus sombras que se alargan en la arena, y se quiebran en la primera ola. No se ve Arenales. Se ve la punta del médano. El barco se agita, zarpa. El
Aldebarán
navega sobre festones de espuma, entre engañosas neblinas.

Volvió al final de la tarde. El sudor y el agua se le secaron con el viento y le ardía la piel. Los médanos se habían puesto negros y alcanzó a ver el penacho de arena. Algo después Cafuné pasó como un tejo sobre su alada bicicleta con esos parches de colores en las ruedas y una cinta de bayeta en cada punta del manubrio. Levantó una mano, pero Cafuné no responde ni mira. Pura figura. Una vincha de goma le sujeta el pelo, gris, cerdoso, que flota por detrás de su cabeza. Cafuné pájaro. Es de poca carne, agudo, huesos. Cuando no toca la flauta corre de un lado a otro con su bicicleta. Lleva y trae mensajes. Más a menudo los inventa. Lo ha visto, hay seguridad, por un costado del ojo. Ojo de mosca. Se aleja con un chasquido de gomas perseguido por una bandada de gaviotas.

Madejas de sombras resbalan sobre el horizonte. El viento remueve la arena, aventa espumas, una cerrazón salada le humedece suavemente la piel, se licúa entre los pelos de la barba, que disparan brillos, lo empapa, gotea desde sus sienes, le vela los ojos. Oreste camina por el aire, se transporta en el viento. El mar es sólido, sobresale de la tierra. Cambia de colores, según el cielo. Rosa, lila, violeta, azul de finales. El cielo termina, pero el mar guarda, como un resumen en vidrio profundo, palideces. Las gaviotas levantan vuelo delante de sus pasos, siempre de la misma distancia, planean sobre su cabeza, gritan sobre su sombra.

Los ranchos del pueblo se abultan hacia el poniente. Tienen un lado blanco, preciso, y un lado oscuro que se alarga en punta hacia el mar. El faro sobresale por detrás de los ranchos, todavía en el sol, por lo que parece más apartado y más alto. A medida que Oreste se acerca al faro se corre hacia la izquierda, siempre sobre los techos, y después entra en el mar.

El faro es anterior al pueblo. Lo levantaron unos italianos que vinieron desde Palmares, sobre el Cabo de Santa María, ese peñón solitario ahora completamente oscuro, que se hace a la mar a medida que Oreste se aproxima al pueblo. Figura en cartas y cuarterones como un asterisco.
[1]

La historia de Arenales es sucinta. Cabe en una canción. Primero llegaron unos hombres y empezaron otro faro, un poco más adelante. En la mitad saltearon alguna piedra y el faro les cayó encima. Al pie del nuevo faro, el verídico, hay una huerta, un cementerio con siete tumbas, un ángel de cemento, que llora, y un promontorio renegrido. En la canción son siete hermanos que llegan de Palmares. Levantan el faro y lo tumba una maldición. El ángel del baptisterio de la catedral de Palmares desaparece en un vuelo con rumbo al sur. La maldición le pertenece a don Diego de Almaraz, que fundó Arenales, de pedo. Almaraz, que iba en una carraca hacia Ocolora
[2]
fundando de paso ciudades y aun naciones, extravía el rumbo al confundir un presagio y embiste la costa. Por si fuese un designio, funda Arenales. La maldición se presume, porque a partir de ahí no se sabe nada más de Almaraz como persona. Se trueca en peñón, pervive en las tinieblas, vaga quejoso por la playa, alma dolida, deuda sagrada, materia de espanto. Llegan otros hombres, otros siete, según el canto, en busca del ángel. Un obispo con ornamentos morados asperja el peñón, conjura el alma penosa que se sumerge en el mar o se dispersa hacia los cielos según los cantores. En el primer caso es el peñasco que asoma con la bajante a media milla de la costa. En el segundo es el penacho de arena que levanta el viento al atardecer. En regla el peñón, por si acaso bautizado como criatura humana Cabo de Santa María, levantan el faro tal cual se ve.

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