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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (5 page)

Ramón Berenguer había llegado a una conclusión: no había mejor medicina para su problema que dar a su esposa cuantos trabajos y quehaceres surgieran, cuantos más mejor. Tenerla plenamente ocupada era un remedio infalible para sus cuitas. Por lo que refería al primogénito, lo oportuno era dejarle con su afición a las mujeres y al juego, cosa por otra parte propia de hombres e inofensiva: así se distraía de los asuntos de palacio, que eran el mayor punto de fricción con la condesa.

Por eso, aquella noche el conde escuchó complacido la propuesta de su esposa, quien se mostró muy interesada en participar en la redacción de los
Usatges
: hacía ya tiempo que una comisión de jueces, notarios y personalidades importantes estaba llevando a cabo la tarea de recopilación de los usos y costumbres de su pueblo para enmarcarlos en un código general. A él aquella labor le importunaba sobremanera, y le placía mucho más estar en las cuadras con su menescal o albéitar, ocupándose de aquellos cien caballos de guerra normandos que había comprado dos meses atrás. La doma y preparación de aquellos inmensos y poderosos animales, que una vez adiestrados habrían de formar un imbatible escudo que sería la avanzada de su ejército, le era infinitamente más grata que presidir las interminables sesiones y terciar en las sutiles discusiones de los leguleyos para impedir o sancionar una decisión. Almodis lo sabía y había oído varias veces las quejas de su esposo, a quien aburrían sobremanera las largas peroratas de los jueces, así que con la mejor de sus sonrisas se había ofrecido a ocupar su lugar en aquellas reuniones interminables, como él las llamaba, aduciendo que «era imprescindible que algún miembro de la casa condal se hallara presente en dichas reuniones para asegurarse de lo que en ellas se comentaba… y vos, querido esposo, estáis en ellas presente sólo en cuerpo, pues vuestro espíritu, no lo neguéis, está bien lejos de lo que allí se habla».

Ramón Berenguer pensó que se trataba de una maravillosa ocasión para tener a su esposa ocupada, impedir que se metiera en nuevas polémicas que obstaculizaran la paz del hogar y el desarrollo de su actividad marital, todavía fecunda, amén de librarle de una tarea que, aunque necesaria, le parecía tremendamente densa. Mientras besaba los labios de su esposa, que le recibieron como siempre, ávidos y ardientes, Ramón Berenguer se repitió por enésima vez que el destino no podía haberle proporcionado compañera mejor ni más adecuada a sus afanes.

6

Pedro Ramón

El odio del primogénito del conde Ramón Berenguer I hacia la condesa Almodis era legendario. Pedro Ramón tenía un sinfín de razones para detestar a su madrastra: algunas con fundamento y otras más bien fruto de su hosco talante y de su retorcida imaginación, que por todas partes veía ofensas, falsos agravios, injusticias y afanes de postergarlo en sus derechos sucesorios, por favorecer a sus hermanastros, los gemelos nacidos de la unión de su padre con aquella ramera impostora que había conseguido llevarlo al altar pero que durante años no fue más que su concubina. Sus otras dos hermanastras nacidas posteriormente, Inés y Sancha, poco o nada le importaban; serían, con el tiempo, moneda de cambio para sellar alianzas con otras familias y de seguro que no interferirían en sus legítimas aspiraciones.

Las estancias de Pedro Ramón se ubicaban en el segundo piso del palacio condal y desde sus ventanales, que daban al patio interior, se divisaban tanto las cuadras de palacio como el jardín de rosas de su odiada enemiga.

El golpeo en la puerta de su ayuda de cámara le sacó de sus cavilaciones.

—Pasa, Lluc.

Su voz desabrida y destemplada dio venia a su sirviente para que entrara en sus aposentos.

—Dime qué es lo que te lleva a interrumpirme.

El anciano servidor, que conocía el huraño carácter de su amo, permaneció en el quicio de la puerta y desde allí se explicó.

—El caballero Marçal de Sant Jaume, que dice haber sido citado, pide audiencia.

—Hazlo pasar de inmediato y notifica a quien corresponda que esta tarde no atenderé a nadie más. Tus costillas me responderán si alguien nos interrumpe.

El viejo doméstico, acostumbrado a sus modales, se retiró. Poco después llamaba a su puerta un caballero que en otra época había sido incondicional absoluto del viejo conde y había llegado a ocupar cargos relevantes en la corte, pero que el tiempo había convertido en un devoto adepto a su primogénito.

—¿Dais la venia, señor?

—Adelante, mi fiel Marçal.

El recién llegado se adentró en el salón. Vestía afectadamente, con túnica recamada y ricos adornos arábigos, y calzaba babuchas.

—Siempre he admirado vuestro gusto y ese talante que hace que os salgáis de las normas de vestir de nuestros estados sin llegar a transgredirlas.

Tras una ampulosa reverencia para cumplir con el protocolario besamanos, el hombre alzó la cerviz y respondió con una voz ronca que le caracterizaba:

—Mi señor, lo queramos o no, el entorno nos afecta, y no olvidéis que tuve mucho tiempo, casi dos años, para mi mal, para amoldarme a las costumbres de la morisma.

Pedro Ramón no ignoraba la aventura, o mejor dicho la desventura del caballero Marçal de Sant Jaume, y también conocía su costumbre de vestir y vivir según los gustos, más refinados, de los agarenos. Cuando Ramón Berenguer se sintió burlado por la inasistencia de las huestes de al-Mutamid de Sevilla al cerco de Murcia, forzó, con el primer ministro del rey sevillano Abenamar, un intercambio de rehenes, ofreciendo a cambio del hijo del monarca, Rashid, a un influyente caballero de su séquito que se había ganado la animadversión de la condesa Almodis. Éste no fue otro que Marçal de Sant Jaume. En esa situación, no del todo desventurada, pasó dos años en la corte del sevillano: de ahí su costumbre de vestir y vivir según el estilo de los árabes y su afición al ajedrez.

—Mi buen Marçal, a ésta y a otras muchas cosas quería referirme al citaros hoy, y de ello hemos de hablar largo y tendido. Pero mejor acomodémonos en mi gabinete, que allí podremos platicar con más tranquilidad.

Ambos hombres se adelantaron y, tras los cumplidos de rigor, se colocaron junto a la mesa de la estancia que hacía las veces de lugar de trabajo del heredero.

El de Sant Jaume comenzó el diálogo.

—Y bien, señor, me habéis hecho llamar y he acudido presto como siempre.

—Siempre lo habéis hecho, os recuerdo desde niño convocado por mi padre al punto que vuestra presencia en esta casa era tan habitual como la del senescal, la del veguer o la de los jueces.

—Eran otros tiempos, mi joven señor. Vos sabéis mejor que nadie que quien no es bienquisto o no cae en gracia a la condesa tiene difícil medrar en la corte, y donde digo medrar quiero decir servir. Quien se muestra demasiado fiel a vuestro padre, de una forma sutil es apartado y relegado a un círculo exterior, donde poco a poco cae en el olvido pese a haber rendido grandes servicios a la Casa.

—Bien me viene oíros hablar así, pues lo que tengo que tratar con vos mucho tiene que ver con la situación de la que os doléis.

—Soy un atento oyente y no he de deciros que cuanto se diga aquí, aquí quedará —aseguró el caballero.

—Veréis, mi buen Marçal, las cosas en palacio se están poniendo muy difíciles, como bien habéis dicho, para todas aquellas personas que no son del agrado de la condesa o que no se pliegan a sus fines.

—Os sigo atentamente.

—El primer perjudicado por esta situación soy yo mismo —afirmó Pedro Ramón—, pues intuyo sus planes.

—Perdonadme, señor, pero soy muy lerdo y no alcanzo a comprenderos. ¿A qué planes os referís?

—A los que afectan a la persona del heredero que indefectiblemente soy yo, pese a quien pese.

—¡Eso es una obviedad! —exclamó Marçal, sorprendido por las palabras de su señor—. Sois el primogénito del conde, cuya vida guarde Dios muchos años, y eso lo sabe hasta el último de los súbditos de Su Alteza.

—Pues eso que para vos, y como bien decís incluso para el último súbdito, es obvio e incontestable, se me quiere arrebatar utilizando para ello medios torticeros, como son la calumnia y la influencia que tiene en la cama la mujer que calienta el tálamo de mi padre —afirmó Pedro Ramón con gesto sombrío.

—No he de deciros que creía a la condesa capaz de muchas felonías, como la que padecí en mis propias carnes, pero me cuesta creer que tenga la osadía de pretender cambiar el orden dinástico.

—Pues haréis mal —le atajó Pedro Ramón—: sabed que ha conseguido meterse en las reuniones de redacción de los
Usatges
para ganarse la confianza de los hombres de leyes y está lisonjeando a todas aquellas personas que pueden ayudarla a conseguir sus fines, bien con su influencia directa sobre el conde o bien porque les interese su favor.

—¿Insinuáis que pretende ganar voluntades? —inquirió el caballero de Sant Jaume.

—No insinúo, afirmo, mi querido amigo. Estoy bien informado y a los hechos me remito. Ni siquiera la condesa puede guardar sus planes en secreto en este palacio… aunque éstos sean a largo plazo.

—Si no os explicáis con mayor claridad, no acierto a interpretaros.

—Es muy sencillo. Cuando necesitó de vos para convertiros en rehén de al-Mutamid de Sevilla e intercambiaros con su hijo Rashid, ¿qué es lo que hizo? Yo os lo diré: se ganó la voluntad del senescal Gualbert Amat y del notario mayor Guillem de Valderribes. ¿Qué es lo que intenta ahora? Hacerse con la anuencia de los jueces legisladores, Ponç Bonfill, Eusebi Vidiella y Frederic Fortuny.

—¿Con qué finalidad, señor?

—Estoy seguro de que de algún modo pretende cambiar las leyes sucesorias de manera que la corona caiga sobre las sienes de su hijito predilecto, que no es otro que Ramón —finalizó Pedro Ramón con un deje amargo en la voz.

—Me cuesta creer que lo intente, pero más me cuesta creer que lo consiga. La ley es la ley y nadie puede jugar a su antojo con ella.

—Yo no estaría tan seguro. Las leyes nacen de la costumbre, y tocando las oportunas teclas las gentes se acomodan rápidamente a los cambios, sobre todo si dichos cambios están oportunamente remunerados en canonjías o en especies que en la corte se traducen en influencias o ascensos. ¿No os he dicho que junto a los jueces Ponç Bonfill, Eusebi Vidiella y Frederic Fortuny, y con la aquiescencia de mi padre, un pobre títere en manos de la condesa, está promocionando la recopilación de todas las leyes actuales y añadiendo otras que conformarán el código de los
Usatges
que en el futuro regirá la vida de los barceloneses?

—¿Y qué pretende hacer con vuestra persona, ya que vos no os diluiréis en el aire cual espectro?

—Confinarme en un rincón en las montañas y que me conforme con las migajas de un condado perdido donde a nadie moleste, como a un can al que se le da un hueso.

—Pero caso de que así fuere, ¿qué diría Berenguer, el otro gemelo?

—Imagino que nada grato, pero eso a ella nada le importa: proyecta a largo plazo, ya hallará el medio para contentarlo. Es una mujer artera y tiene mucho tiempo por delante. No olvidéis que mis hermanastros son aún muy jóvenes.

—¿Y qué pretendéis, señor? —inquirió Marçal.

—Seguir su ejemplo y formar mi partido: no quiero que el fragor de la batalla me pille a contrapié, con el paso cambiado y mirando al lucero del alba.

—¿Cuál es mi papel, señor?

—Os lo diré. En primer lugar os acercaréis a los jueces proclives a mi padre; dos de los tres lo son y entiendo que el sentido de la justicia deberá presidir sus actos; luego vais a ir reuniendo a todos aquellos que tuvieron que soportar ofensas de la condesa o que hayan recibido agravios de la misma. No os será difícil, la corte está llena de ellos. A todos les hablaréis de mí y les prometeréis que si me asisten yo seré el campeón de sus reivindicaciones. Y cuando estalle la guerra, que me temo va a ser inevitable, quien me ayude será recompensado.

—¿Me autorizáis a hablar en vuestro nombre?

—Hacedlo sin reparo. Os sorprenderá la cantidad de súbditos de mi padre que en una u otra ocasión sufrieron agravios, fueron desposeídos de sus derechos o privados de prebendas obtenidas por los servicios prestados. Vos mismo sois ejemplo de ello.

—¿Qué clase de ayuda necesitáis?

—Influencias y dinero, ambas cosas son importantes. Tanto me interesa el apoyo de una noble familia como los dineros de un cualquiera sin nombre que me ayuden a engrasar los polipastos de la catapulta. Los unos me darán prestigio y afirmarán mi posición; los otros, los medios para lograr mis fines y aunque de los segundos no presumiré, me serán útiles para forzar voluntades. Sabéis mejor que nadie que el oro mueve montañas.

—Me pondré al punto a la tarea, sabed que en mí tendréis al más rendido y fiel de los vasallos —prometió el caballero en tono solemne.

—Nunca lo he dudado, Marçal, y vos junto a mi reconocimiento, tendréis al más complaciente de los señores. Sabed que ahora y siempre tendréis paso franco en palacio.

7

El mensajero

Perpiñán, finales de 1063

El mensajero estaba en pie, cubierto de polvo hasta las cejas, con el cartucho de cuero que llevaba en bandolera abierto entre las manos a la espera de que aquel hombre de extraño aspecto que, sentado a la mesa, leía con fruición el pergamino del que había sido portador, concluyera la lectura. Había viajado sin descanso, galopando día y noche y cambiando postas, desde la antigua Egara hasta Perpiñán, la capital del Rosellón, y reventando no menos de tres cabalgaduras, a sabiendas de que la misión que le había sido encomendada era urgente y que la vida del que le enviaba estaba llegando a sus últimos momentos.

El hombre dejó el pergamino sobre la mesa y la vitela se enrolló rápidamente volviendo a su forma natural.

—¿Tan grave está? —inquirió el extraño caballero.

Al elevar su rostro, el mensajero observó, a la luz de las velas, el parche que cubría parte de su rostro. La visión era desagradable y apartó los ojos sin poder evitarlo antes de responder:

—Yo no lo he visto, señor, pero por la urgencia que me encomendó maese Brufau, creo que al amo le queda poco tiempo.

—Está bien, ahora os darán de comer y luego os proporcionarán un buen jergón en el que vuestros maltratados huesos podrán descansar. Yo partiré de inmediato, y si no llego a tiempo no será por falta de diligencia. Si alguna deuda tengo contraída en este mundo, es con Bernat Montcusí.

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