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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (2 page)

—Eso espero, Andreu, eso espero. —Hizo una pausa y suspiró antes de proseguir—: Envía a alguien para que dé aviso al padre Llobet… En circunstancias como ésta, siento que su compañía me reconforta.

—Si os parece, señor, enviaré a Ahmed. Ya sabéis que es rápido como una liebre y muy diligente.

Martí asintió, con la mirada perdida. En esos instantes sólo podía pensar en Ruth y en el hijo que luchaba por nacer.

El mayordomo se retiró, en un silencio respetuoso: conocía bien el cúmulo de fatalidades que había jalonado la azarosa existencia de su amo y temía que la desgracia se abatiera de nuevo sobre él como ya lo hiciera anteriormente, cuando la muerte le arrancó el amor de su juventud y cuando, años después, se llevó a su madre de un modo tan cruel.

Mohamed, al que todos llamaban Ahmed, el hijo mayor de Omar y de Naima, la familia de esclavos comprados por Martí diez años atrás y posteriormente manumitidos, había partido como un gamo hacia la Pia Almoina: recorrió las callejas hasta el conjunto catedralicio, intentando evitar la barahúnda de la gente que intentaba atravesar a aquellas horas las puertas de la ciudad en ambas direcciones. Iba con el encargo urgente de solicitar la presencia junto a su amo de Eudald Llobet, el viejo clérigo que en tanta medida había contribuido a moldear la vida de su amo. Su benéfica influencia era consecuencia de la promesa que el sacerdote hiciera en tiempos a su buen amigo Guillem Barbany de Gorb, padre de Martí Barbany. Ahmed había oído que el padre de su amo y el ahora sacerdote habían sido en su juventud compañeros de armas; que el difunto padre de su señor había salvado en más de una ocasión la vida de Llobet, y que, en su lecho de muerte, le confió su testamento y el cuidado y la tutela de su único hijo.

Ahmed llegó por fin al recinto. El lego que se ocupaba de la portería, sabedor de su procedencia y el lugar que ocupaba en la casa del amigo del arcediano, captó la urgencia que se desprendía de la actitud del mozo y lo hizo pasar, sin mediar espera, al recibidor destinado a los visitantes de los clérigos que allí moraban. Le demora fue breve y poco después se oyeron sobre el entarimado del pasillo los pasos apresurados de las sandalias del inmenso capellán, cuyo sonido inconfundible delataba las prisas con que se movía aquel voluminoso corpachón.

La tonsurada cabeza asomó por el quicio de la puerta y la imagen del clérigo ocupó el marco de la misma.

—¿Qué te trae por aquí, Ahmed? —indagó el padre Eudald Llobet al reconocer al mensajero, a la vez que su semblante denotaba la inquietud que le transmitía la actitud del mozo.

—Señor, mi amo reclama urgentemente vuestra presencia. Por lo visto, mi señora ha iniciado el parto antes de hora.

El sacerdote a punto estuvo de pedir más detalles, pero algo le dijo que supondría una pérdida de tiempo que en aquellos instantes se le antojaba precioso.

—Aguarda un instante, recojo mis cosas y partiremos enseguida. Dile al portero que un lacayo prepare el carruaje y enganche el mulo.

—Perdonad, padre, pero tal como está la ciudad, antes llegaremos a pie.

—Pues que así sea.

El rumor de pasos acelerados llegó hasta los oídos de Martí y por su intensidad supo que eran más de uno los que ascendían por la amplia escalinata. Efectivamente, comparecieron a la par el padre Llobet y el físico Harush. Él se adelantó para recibirlos en cuanto cruzaron el umbral; sus brazos se entrelazaron con los del sacerdote en un saludo afectuoso.

—Mi señor, aviaos —dijo enseguida Martí en respuesta a la mirada interrogante del físico—. Estando en la terraza mi mujer ha sentido fuertes dolores y ha empezado a sangrar… por lo visto ha iniciado el parto dos meses antes de lo que corresponde y dice la partera que parece que hay problemas.

Harush enjugó su sudorosa calva con un pañuelo que extrajo del hondo bolsillo de su verde hopalanda.

—¿Dónde se halla la parturienta? —preguntó.

—Os acompañaré, si os place.

—Mejor que me indiquéis el camino… No quiero ofenderos, pero en estos casos los esposos sobran.

—Martí, dejad que el físico haga su tarea —apuntó el padre Llobet con voz serena—. Yo os acompañaré a la terraza, donde el tiempo os pasará más liviano.

—Luego, Eudald. Quiero entrar a ver a mi mujer, y os prometo que en cuanto el físico me lo indique me retiraré adonde me digáis.

El trío se dirigió a la cámara de la parturienta y tras ellos se cerraron las grandes puertas.

La amplia habitación estaba en penumbra, alumbrada únicamente por dos grandes candelabros y un ambleo situado junto al lecho. Los leños crepitaban en la chimenea y sobre ellos, apoyado en un trípode de hierro colocado sobre una plataforma de círculos concéntricos, se podía ver un inmenso caldero de agua casi hirviente. Junto al tálamo, dos mujeres se afanaban intentando aliviar los dolores de la parturienta. La que parecía llevar el mando de las operaciones era una conocida partera, de nombre Berenguela de Mas, que había asistido innumerables nacimientos en Barcelona. En aquel instante, sudorosa y con el cabello recogido en una cofia de la que se le escapaba un mechón de pelo, tenía su mano derecha introducida entre los muslos de la mujer, que con las piernas separadas y encogidas, gemía ahogadamente. Su rostro era la viva imagen de la ansiedad. La otra mujer, que en aquellos instantes se limitaba a cambiar los apósitos de la frente de la parturienta, era Caterina, el ama de llaves de la casa.

Dejando a un lado al atribulado esposo y al clérigo, Harush se dirigió a la partera.

—¿Cómo va todo, Berenguela?

La matrona suspiró aliviada al oír la voz del físico y respondió, casi sin volver la cabeza:

—Mal, mi señor, gracias a Dios que habéis llegado. La señora ha perdido mucha sangre y hace ya cuatro años que fue madre: el canal del parto parece obstruido, creo que la bolsa de la placenta se ha desprendido y obstaculiza la salida. Además, aún no es tiempo… Por eso os he hecho llamar.

—A ver, dejadme.

Ruth, la esposa de Martí, yacía en el adoselado lecho con las guedejas de su pelo castaño pegadas a las sienes; por su boca apenas escapaba un gemido sordo y en sus labios, de los que manaba un hilo de sangre, se apreciaban las huellas de sus propios dientes. Iba envuelta en un ropón que le cubría el cuerpo desde la cintura para abajo a fin de que pudiera ser atendida sin desdoro de la decencia.

El viejo físico abrió su bolsón y extrajo de él un artilugio parecido a unas grandes pinzas inversas que se abrían por un extremo al presionar el otro; procedió a envolver ese extremo con hilas de un trapo blanco que había rasgado previamente y después introdujo las puntas del raro instrumento en un líquido que había derramado en una de las jofainas de la partera desde una alcuza. Una vez hecho esto se dispuso a actuar.

Martí y el clérigo permanecían en el rincón más alejado de la estancia, como dos estatuas de mármol.

El físico acercó el ingenio a las partes púdicas de la parturienta, y presionando sus extremos se dispuso a dilatarlo. Luego introdujo su diestra en el cuerpo de la mujer. Tras un rato que al esposo se le hizo eterno, se revolvió, inquieto. Intercambió unas palabras con la comadrona y después se dirigió al rincón donde aguardaban ambos hombres.

—Señor, lamento la mala nueva: la bolsa de la placenta no deja nacer a la criatura, que además es prematura… Deberéis escoger entre la madre y el nonato, ya que ambas vidas se me antojan incompatibles… Eso suponiendo que los hados nos sean favorables.

—No comprendo, si no os explicáis mejor —dijo Martí.

—¿Debo expresarme con absoluta crudeza?

—No me asusto fácilmente, Harush, podéis hablar con claridad.

—Si queréis que salve a vuestra esposa debo aplastar la cabeza de la criatura y tirar de ella para que comprima la placenta, la vacíe de sangre y pueda extraerlos a ambos, aunque la criatura, como comprenderéis, estará muerta. Si por el contrario intento salvar la vida de vuestro hijo, cosa de por sí harto complicada teniendo en cuenta que es sietemesino, entonces debo sajar el vientre de vuestra mujer mientras esté viva, ya que si dejara de respirar el
nasciturus
moriría de hipoxia.

A Martí Barbany se le descompuso el rostro, una lividez cadavérica le asaltó y quedó sin habla. El arcediano sujetó su brazo y habló:

—La Iglesia afirma que lo primero es la vida del nonato.

—¡Me importa un adarme lo que diga la Santa Madre Iglesia! Hijos podré tener más… ¡lo que perderé para siempre será a mi esposa!

—Estáis desbarrando, Martí. Aunque os perdono porque en este momento no estáis en vuestros cabales —apostilló el sacerdote.

—Dejadme en paz con vuestras monsergas de vieja. No os he llamado para que me metáis en laberintos teológicos, sino para que me sirváis de apoyo y consuelo.

—Lo siento, señor —intervino el físico con semblante preocupado—, pero no queda mucho tiempo. Si no os decidís, podéis perderlos a ambos.

La voz de Ruth sonó a lo lejos como un lamento.

—Acércate, Martí… Y vos, Harush, atendedme bien.

—No comprendo cómo ha podido oírnos —dijo el padre Llobet.

—En estas circunstancias nunca se sabe lo sensibles que llegan a ser los sentidos de una mujer.

Los tres hombres se aproximaron al lecho mientras la partera, Caterina el ama de llaves, y una sirvienta llamada Gueralda, recién incorporada al servicio de la casa y que hasta entonces se había dedicado a vigilar el agua del caldero, se hacían a un lado.

La mujer, asiendo fuertemente a su esposo por la muñeca y tirando de él, le obligó a inclinarse; luego habló en un susurro, pero lo suficientemente claro para que la oyeran todos.

—Quiero vivir, Martí, para ver crecer a nuestra pequeña Marta y a este otro hijo que tanto hemos ansiado… pero si se trata de mi vida o de la suya, es la de él la que yo quiero salvar.

Martí, transido de dolor y de zozobra, acercó los labios al rostro de su esposa.

—No, Ruth, no quiero perderte… Podremos tener más hijos, pero sin ti mi vida carecerá de sentido.

—Te he amado hasta el sacrificio y lo sabes, esposo mío, pero quiero por encima de todo que mi hijo viva. No debe ser de otro modo…

Y volviendo su sudoroso rostro al ama de llaves, ordenó:

—Doña Caterina, traedme la Biblia que está en mi cómoda.

La mujer se hizo a un lado y compareció al punto portando el libro sagrado.

Ruth habló en un susurro.

—Éste es el libro santo que une todas las religiones. Jura con la mano sobre la Biblia que por encima de todo intentaréis salvar a mi hijo.

—No me hagas jurar esto, amada. Piensa en la pequeña Marta… Sólo tiene cuatro años y te necesita más que a nadie.

Ruth suspiró; una máscara de tristeza cubrió su semblante al oír el nombre de su hijita. Desvió la mirada, como si temiera que ver el rostro atormentado de su esposo pudiera alejarla de la decisión que había tomado. Cuando habló, lo hizo murmurando, casi sin expresión alguna.

—Quiero que conste que éste es mi deseo. Si… si sucede lo peor, sé que dejo a Marta en las mejores manos…

Martí intentó dominar la voz, que amenazaba con romperse en sollozos.

—¡A ti es a quien necesita, Ruth!

Su esposa volvió la mirada hacia él, y a pesar del dolor que la embargaba, se percibía en ella un hálito de paz.

—La decisión está tomada, Martí. Sin embargo… hay algo más que querría pedirte. —Hizo una pausa, su rostro se contrajo por el dolor. Martí le acarició la frente con ternura—. Quiero morir, si Jehová así lo decide, en el seno de la religión de mis mayores y ser enterrada según su tradición.

Se hizo el silencio. Martí miró a su esposa con los ojos teñidos de duda. Finalmente, la voz del padre Llobet sonó profunda y ponderada como siempre en casos extremos.

—Vamos, Martí, acompañadme. Dejemos que el doctor Harush haga lo que deba. No debemos atosigarle con nuestra presencia. —Y, bajando la voz, añadió—: Olvidad esta última cuestión… Ruth está alterada, Martí, no podemos hacerle caso. A sus palabras no las guía el buen juicio.

—Sé perfectamente lo que digo, Eudald —murmuró la parturienta.

Martí colocó la mano sobre la Biblia y en medio de un sepulcral silencio pronunció el juramento.

—Juro que cumpliré tu último deseo.

El sacerdote no pudo evitar un gesto de contrariedad al oír sus palabras. Luego, tomó al atribulado esposo por el brazo e intentó arrastrarlo hacia la puerta, hablándole al oído.

—Dejadlo; en estas condiciones, el juramento carecerá de valor.

Martí se resistía a abandonar la estancia. Entonces la frase del físico solventó la indecisión.

—Si no me dejáis obrar, todo será inútil.

Cuando ya hubieron partido, la voz balbuciente de la mujer se oyó de nuevo.

—Ahora, Harush, cumplid con vuestra obligación de judío y de físico. ¡Salvad a mi hijo! ¡Os lo ruego!

El físico Harush extrajo de su maletín una afilada lanceta que dejó sobre una mesilla; luego tomó una botella de vidrio y derramó un líquido de un tenue color azul sobre un lienzo limpio e indicó a la comadrona que procediera a cubrir con él la nariz y la boca de la parturienta, obligándola a respirar a través de él. En cuanto la vio ligeramente amodorrada, descubrió su abultado vientre y se inclinó sobre ella llevando en su diestra el afilado escalpelo.

El tiempo transcurría lento y espeso. La luna se alzó en el horizonte y la voz del alguacil del barrio anunció el primer rezo de los clérigos de la vecina iglesia de Sant Miquel. Martí estaba de pie, con las manos a la espalda, mirando por la ventana hacia el cielo nocturno mientras que el padre Llobet había aposentado su fuerte corpachón en una de las sillas. Al observar el tenso porte de su joven amigo y protegido, no pudo evitar compararlo con el de aquel joven que, once años atrás, se había presentado ante él con una carta de su difunto padre. Entonces Martí no era más que un muchacho lleno de ilusiones, un campesino que anhelaba convertirse en ciudadano de Barcelona y labrarse fortuna. Y Dios le había ayudado en ese empeño. Martí Barbany era en aquellos instantes sin duda el más acaudalado ciudadano de Barcelona. Propietario de una inmensa fortuna que abarcaba molinos en Magòria, hectáreas de cultivo en el Besós, y dos flotas, la una en Siracusa y la otra en Barcelona, con más de sesenta naves entre ambas, cuyas bodegas, colmadas de mercancías, recorrían los caminos del mar y hacían la vida de vecinos barceloneses más próspera y segura. Martí Barbany comerciaba tanto con el islam oriental y los reinos cristianos de la península Ibérica como con la casa carolingia. Sus naves, navegando en cabotaje o a la estima, fondeaban en las ciudades de la bota itálica y, a través del Adriático, llegaban hasta la Serenísima República de Venecia e inclusive hasta la opulenta Bizancio y los dominios del califa de Bagdad; eran famosas sus atarazanas y carpinterías de ribera que dominaba la mole de Montjuïc. Su inmensa riqueza se debía sobre todo a la importación de aquel negro aceite que, almacenado en las grutas de la montaña, suministraba el preciado oro negro que iluminaba el crepúsculo de la ciudad condal, y al que cada vez se le encontraban más utilidades. La manifestación externa de su influencia era su inmensa mansión en la plaza Sant Miquel, próxima al palacio condal y visitada frecuentemente por los prohombres de Barcelona.

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