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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Mamá se quiere morir y no hay manera (6 page)

—¡Es un niño, mi amor!

—Es un novillero, y a las mujeres os gusta mucho el hombre que se la juega.

—Quiero dejar de hablar de esta tontería. Ya estamos en el Hotel. Sigo con Karmel y te recojo en una horita, minuto más, minuto menos.

No me lo creo. Mi mujer ilusionada porque le va a brindar un novillo un niño figurita que se hace llamar Farolitos. Mejor pasar por alto y no darle importancia al asunto. En el bar del Alfonso XIII, que cada año lo reducen, me espera Moby. A su lado izquierdo, un paquete rectangular de grandes dimensiones. A su lado derecho, sentada, una mujer horrorosa. A medida que me acerco, se me antoja más fea. Muy morena de verde luna, pero un adefesio. Y al incorporarse, botija. Moby es gordo, alto, rubio y pesa más de ciento veinte kilos. Simpatiquísimo.

—¡Cristian!

—¡Moby!

Y nos hemos abrazado estrecha y largamente.

—Te presento a mi novia, Cristian. Se llama Iris.

Me he quedado perplejo.

—¿Iris?

—Sí, Iris Popescu. Es de por allí, de Centroeuropa. La conocí en el piano-bar La Coquina Cachonda, en Puerto Real.

—Encantado, Iris. ¿Hablas español?

—Perfectamente, porque mi madre es española. Me gusta mucho conocerte. Moby me ha hablado mucho de ti.

Está feliz con esa albóndiga. La mira y se le ponen los ojos en blanco. Tiene la cara llena de espinillas. Moby toma la palabra.

—He decidido sentar al fin la cabeza, Cristian. Pero no tengo el capital suficiente para casarme. Entre lo que ahorró Iris de su pasado trabajo y lo que pueda aportar yo después de venderte este cuadro de Murillo, podríamos unir nuestras vidas hasta que la muerte decida separarnos. Porque yo de Iris, entérate bien, Cristian, no me separo hasta que la muerte nos separe, y perdón por la redundancia.

Se han cogido de la mano. Espectáculo deprimente. He descubierto en su rostro una nueva espinilla. Llevo contadas treinta y cuatro. Lo primero que tiene que hacer Moby con Iris es llevarla a que le hagan una limpieza facial.

—¿No te parece guapísima, Cristian?

No he podido responder. Se me ha metido un altramuz por la vía respiratoria.

Toses y ahogo. Moby me ha arreglado el cuerpo dándome un sopapo en la espalda.

Insiste.

—¿No te parece guapísima?

La semana pasada, don Crispín, nuestro capellán, me dijo que el peor pecado que existe es la mentira. He optado por cometer el peor pecado, pero con matices.

—Es como una alondra.

A Iris le ha parecido preciosa mi definición.

—Es lo más bonito que me han dicho nunca. Que soy como una alondra. Creo que haremos buenas migas cuando seamos familia.

Ésa es otra. Si Moby es mi primo, y mi primo se casa con Iris, Iris se convierte irremediablemente en mi prima. Me pueden expulsar de la Real Maestranza, de Pineda y del Aero simultáneamente.

No sé dónde se le ha perdido el gusto a este tonto de Moby. En su juventud atrajo a mujeres guapísimas. Ninguna se le fue de ala. Gran conquistador, con una charlita envidiable. Y ahora pierde la cabeza con un buñuelo de viento salpicado de espinillas. Y un aspecto de putindonga que echa para atrás.

—¿Y me dices que piensas casarte con Iris?

—En el momento que pueda. Ella es la mujer de mi vida y será la madre de mis hijos. No sé si te he dicho que estaremos juntos hasta que la muerte nos separe.

He creído conveniente preguntarle a Iris por su edad.

—¿Cuántos años tienes, Iris? Perdona una pregunta tan directa, pero en nuestra familia somos así.

Iris se ha sentido atacada. No responde. Moby ha intentado suavizar el interrogatorio.

—Iris tiene los años que a mí me parecen perfectos.

Pero con los líos de casa, no estoy para tonterías.

—¿Cuándo naciste, Iris?

La albondiguilla ha recuperado la voz.

—En Rumania.

—No te he preguntado dónde, sino cuándo.

—Según mi madre, que era española, en 1955.

—Es decir, que tienes cincuenta y un años.

—Por cumplir. Ahora mismo, cincuenta.

—Y con cincuenta años, piensas tener hijos con Moby.

—Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad.

—Me suena lo que me dices, pero no tanto.

—Si no podemos, adoptaremos a un bebé del Tercer Mundo.

Tengo que intervenir. Una cosa es que Moby no tenga cabeza, y otra muy diferente que busque mi complicidad en su suicidio. Me mira molesto, como si hiriera sus sentimientos. Pero mi deber es insistir en la encuesta.

—¿Cuánto tiempo llevas en España?

—Desde que fusilaron a Ceacescu. A propósito, uno de los que dispararon fue mi padre.

—Y en España, ¿dónde has trabajado? Perdona mis preguntas, pero si vas a ingresar en nuestra familia, tengo la obligación de protagonizar un interrogatorio tan molesto.

—En España he trabajado en muchos sitios. Soy licenciada en Lengua.

—¿En Lengua o en lenguas?

—Hablo varias.

Mujer rocosa. Difícil de entrar en sus secretos. Moby comienza a interesarse. Ya no me mira con repulsión, sino con respetuoso interés.

—¿ Qué cometido tenías en La Coquina Cachonda?

—Comisionista de consumiciones.

—¿Puta?

En este punto y hora, Moby se ha manifestado algo molesto.

—No, Cristian. Iris no es puta. Es la futura madre de mis hijos y mi mujer hasta que la muerte nos separe.

No sale de ahí. Persisto.

—¿Puta?

—Pues, ¿qué quieres que te diga. Un poco.

Iris principia a sincerarse.

—¿Un poco o bastante?

—En realidad, bastante. ¿Cuánto me pagaste la primera vez, Moby?

Los ojos de Moby como dos huevos fritos.

—No lo recuerdo, mi amor.

—Si no me falla la memoria, cien euros.

—Probablemente.

Tengo que salvar a mi primo de esta fresca.

—Moby. No apruebo, como jefe de la familia, tu matrimonio con esta mujer tan extraña. Fíjate en las espinillas. Tiene la cara invadida de espinillas. Te compro el cuadro de Murillo de muchísimos colores con la condición de que rompas inmediatamente tu compromiso con esta fábrica de criaturas adiposas. Iris, ¿te contentarías con una buena suma por dejar plantado a mi primo?

—Con seis mil euros vuelvo a La Coquina Cachonda.

—Cuenta con ellos.

—Los quiero ahora y en efectivo.

* * *

En La Jaralera las cosas iban de perlas. Las vigilantes cumplían a la perfección su cometido, y sólo en una ocasión, la arrestada intentó la fuga. Serían las siete y media de la tarde cuando la autora del delito de agresión a un menor solicitó, mediante un timbrazo, la cortesía de la atención. La vigilante abrió la puerta.

—¿Desea algo?

—Si toco el timbre es porque deseo algo, burra.

—En mi sueldo no entran los insultos.

—Se lo he dicho en tono cariñoso.

—Pues reprímase.

—Estoy débil. Avise a mi doncella María.

—¿Quiere la cena?

—Quiero una ginebra.

—Las órdenes son estrictas. Nada de alcohol.

—Le doy lo que sea.

—No acepto sobornos.

—Voy a ponerles a todos, empezando por mi hijo, una querella. Estoy secuestrada.

Quiero hablar con mi abogado.

—Lo consultaré. ¿Cuál es el nombre de su abogado?

—Tráigame el primer tomo de las Páginas Amarillas.

—Ese derecho no se lo puedo negar.

* * *

Moby está desconcertado. Es un chorlito. Me trae a esta tía, me dice que va a casarse con ella, y resulta que es un zorrón desorejado. No sólo me echarían de la Maestranza, de Pineda y del Aero, sino de Vistahermosa, Chapín, El Buzo y de España.

Venía preparado. He sacado doce billetes «Ben Laden». Se los he dado a Iris, que después de contarlos con gran interés, se ha levantado de su asiento, le ha dado un beso a Moby, me ha mirado con acritud, y se ha largado hacia la calle. A Moby le ha dicho algo humillante cuando se iba.

—Si me quieres ver, ya sabes dónde, y pagando, ballenato.

Esas cosas molestan. Moby se ha sentido herido. Suda. Cuando Moby se siente herido, suda una barbaridad. En eso no parece de la familia.

—Te he librado de una buena, primo.

—La verdad, es que me había precipitado.

—Ahora, como ya no te casas, no es necesario que vendas el cuadro.

Me divierte jugar con él. Ha protestado.

—¡Me lo has prometido!

—Que era broma, hombre. Vamos a verlo. ¿Dices que es de Murillo?

—De la mejor época de Murillo. La más multicolor.

—¿Tienes algún certificado que garantice su autoría?

—Me lo he dejado en casa. Un certificado larguísimo.

Hemos invertido más de cinco minutos en desempaquetarlo. Aquí está el gran lienzo. Horroroso. Parece una hoja de almanaque de los años sesenta. Una Virgen, un Niño Jesús y unas seiscientas mil cabecitas de angelitos, aproximadamente. Todavía huele a pintura fresca.

—Es impresionante la calidad de la pintura. Huele como si lo hubiera terminado de pintar ayer.

—Es que antes se hacían las cosas muy bien, a conciencia.

—¿Cuánto quieres por él?

—Con sesenta mil euros me arreglo. Un Murillo por diez millones de pesetas, reconocerás, es una ganga.

—No sé... me duele aprovecharme de tu mala situación financiera.

—Por mí no te preocupes, Cristian. Me das los sesenta mil y ya me arreglaré como pueda.

Un perfecto estafador. Un fantástico canalla. Es mi pariente preferido.

—Te llevas una preciosidad de cuadro. Lo querían en el Prado, pero les he dicho que no. Que ante todo, mi familia, y dentro de mi familia, tú.

—Me emocionas, Moby.

—¿Me das el cheque?

—Aquí lo tienes.

—Se me había olvidado. Tengo prisa. Adiós, Cristian. Un abrazo a la tía Cristina, que me odia.

—¿Adónde vas, tan deprisa?

—A La Coquina Cachonda.

* * *

En la lujosa celda, la marquesa viuda, en lugar de hablar con un abogado, había llamado a la Guardia Civil.

—Soy la marquesa viuda de Sotoancho y estoy secuestrada en mi casa. Mi hijo es el culpable. He sido objeto de malos tratos. Vengan rápido y con sirenas.

* * *

Después de arreglar el grave contencioso provocado por Moby, me he pedido un whisky. Nada mejor que la compañía de Escocia tras un episodio desagradable. Lo más desagradable, más aún que Iris y sus espinillas, la terrible realidad de saberme propietario de este falsísimo lienzo de Murillo que tengo a mi derecha, apoyado en la cristalera que deja ver el patio central y andaluz del Alfonso XIII. Entre unas cosas y otras, han transcurrido dos horas desde que dejé a Marsa camino de El Corte Inglés, y no me siento impaciente. Ya llegará. Cuanto más tarde en presentarse, mejores relaciones habré mantenido con el oro líquido de la patria de María Estuardo.

Tres horitas. Empiezo a experimentar el delicioso aturdimiento que procura el elixir.

* * *

En La Jaralera, la Guardia Civil. Dos coches y cuatro agentes. Un sargento, un cabo y dos números. Gran confusión. Son recibidos por Tomás.

—Si no hay un lamentable equívoco de por medio, nos consta que hay aquí una mujer en calidad de secuestrada.

—No es verdad, señores agentes. Aquí hay una señora en calidad de castigada. Su hijo, el señor marqués de Sotoancho la ha castigado por pegar a los niños.

—Haga el favor de llevarnos hasta el zulo.

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