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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (2 page)

Así pasamos el rato. Nada del otro mundo, por supuesto. Pero estamos hablando de mí y de Lena, no de alguien con buena estrella.

El tipo que acababa de entrar y hablaba con Lena tenía unas espaldas anchas cubiertas por una gabardina de color ejército de tierra que le llegaba casi hasta los tobillos. Demasiada espalda para el metro sesenta que debía de medir. Posiblemente un peruano decidido a meterse en una de las cabinas para hablar con su familia, en el altiplano andino o cualquier otro lugar. Les contaría lo de puta madre que se vive en España, y lo haría contando los minutos para no pasarse del presupuesto. Al terminar se encerraría en algún taller lóbrego a esperar que llegase el fin de mes para cobrar un sueldo de miseria, una parte del cual confiaba enviar a las Quimbambas. Lena señaló en mi dirección y el tipo se dio la vuelta lentamente. Tenía rasgos achinados de indio o aindiados de chino peruano —que siempre me confundo—, con el pecho enorme abombado para hacer juego con la anchura de la espalda. Pensé que tendría la mirada dura, y resignada a la vez, de la gente de su raza. Tanto conquistador a lo largo de su historia no deja lugar a otro tipo de miradas. Así que asumí mi parte de culpa.

O sea, ninguna.

Mientras se acercaba cambié de pantalla. Para casos como aquel siempre tengo oculta una pantalla de la web de «La Casa del Espía» en la que se dan a conocer los datos técnicos de sofisticados equipos electrónicos de seguimiento.

Eso viste, da tono al negocio. Tanto o más que la fotografía familiar.

—Buenos días, ¿usted es el señor Atila?

Asentí con la cabeza. Tenía acento latinoamericano, probablemente peruano, como había presupuesto.

—Me han dicho que usted encuentra personas.

—Sí, esa es una de las cosas que hago para ganarme la vida. ¿Ha perdido usted a alguien?

—A ella.

El tipo seguía de pie frente a mi mesa y me tendía una fotografía. Me levanté y acerqué una banqueta del cubículo vecino indicándole que se sentara, luego cogí la fotografía y sin mirarla volví a sentarme. La miré.

Yo había visto a alguna mujer como aquella, pero siempre en mis sueños.

Era una rubia alta de formas elegantes y miraba a la cámara con ojos azules y rasgados que transmitían la clase de calidez que solo una mujer bella es capaz de transmitir. Su mirada hablaba de lo mucho que podía amarte si hacías los méritos suficientes. Si seguías mirando, podías adivinar en ellos el desdén con que te cubrirían en caso de que la defraudaras.

Intenté verla paseando tomada de la mano del tipo que se sentaba frente a mí. No lo conseguí. Entonces, el tipo de la gabardina contestó a la pregunta que yo aún no le había hecho.

—Es bielorrusa —dijo, y se quedó esperando mi pregunta: «¿qué hace un indio como tú con una eslava como esta?», o algo por el estilo.

No se lo pregunté, dio la impresión de que eso le confundía y que estaba dispuesto a esperar el rato que hiciese falta hasta que yo hablase de nuevo.

—¿Es su esposa?

—Sí… Podríamos decir que sí.

—¿Están ustedes de acuerdo?

—¿Cómo?

—Me refiero a si ella opina lo mismo que usted.

—Sí —dijo tras una breve vacilación—. Sí, creo que sí. ¿Tiene eso alguna importancia?

—Supongo que la tiene. En una ocasión encontré a una mujer para un tipo que la había perdido y quería recuperarla. La encontré, él tomó nota de la dirección, me pagó, compró un cuchillo y se lo clavó en el esternón. No lograron ponerse de acuerdo en un par de detalles.

—No, no; no se trata de nada de eso; si en algún momento ella decide no estar más conmigo, me llenará de tristeza pero sabré asumirlo.

—Eso espero. ¿Su dinero alcanza los cincuenta euros diarios, gastos aparte?

—Sí.

—Bien, entonces cuénteme lo que crea que pueda ayudarme.

A la historia que me contó le faltaba originalidad, así que podía ser cierta. En mi profesión es sencillo comprobar que las historias originales apestan.

Apestan a mentira, casi ni resulta necesario aclararlo.

Néstor, mi cliente, había convertido un piso de tres habitaciones, con cocina y cuarto de baño, en una residencia para quince personas. El truco consistía en colgar todas las literas que cada habitación permitiese una vez descontado el espacio que ocupaban unas someras estanterías que oficiaban de armario, donde los ocupantes de las literas guardaban sus escasas pertenencias.

Y que los quince inquilinos del piso patera se arreglaran como pudiesen con la cocina y el único cuarto de baño.

Normalmente los ocupantes de las habitaciones eran peruanos, aunque no se excluía a cualquier otra nacionalidad siempre que pudiesen pagar los doscientos euros mensuales que Néstor exigía.

SOS Racismo y otras asociaciones cargadas con la misma buena voluntad consideran esta práctica deleznable en los casos en que el propietario del piso patera es español, pero si el dueño del piso es de la misma o similar nacionalidad que los inquilinos, entonces deciden que al ocurrir los hechos en aguas territoriales ajenas, el caso no entra dentro de su jurisdicción.

Y además no vende. Pero eso es algo que juraré no haber dicho jamás.

Yo comprendía a Néstor. Cincuenta euros al día más gastos es una razón más que suficiente en tiempos de crisis.

Yo vivo permanentemente en crisis y soy capaz de comprender muchas cosas. Por ejemplo, que la falta de dinero y los escrúpulos tienen polaridades distintas, y tienden a repelerse.

La chica rubia de la fotografía se llamaba Galina.

El día que se presentó en casa de Néstor pidiendo alojamiento, él le hizo comprender que en una habitación atiborrada de gente oliendo al sudor acumulado tras un día de duro trabajo, no estaría tan confortable como en su propio dormitorio. Eso sin contar la diferencia de precio.

Ella comprendió el razonamiento y aceptó compartir las agitadas noches de Néstor. Una vez más el mismo viejo y polvoriento molino que mueve el mundo.

El día que desapareció sin dar explicaciones, Galina llevaba tres meses viviendo con Néstor. La totalidad de sus pertenencias seguían en el lugar habitual, y nada permitía suponer que la chica había pensado en un cambio de residencia. En los días anteriores a su desaparición, Néstor no fue capaz de apreciar cambio alguno en el comportamiento o en el humor de la chica. Decididamente, el pobre no entendía nada. Lo que yo no entendía era qué cojones hacía una preciosidad como ella en casa de Néstor. Podía imaginar a un buen número de empresarios textiles que le hubiesen puesto un palacio a su disposición en la zona alta de Barcelona. Y se hubiese respetado la tradición, algo siempre aconsejable.

Y le hubiesen dado menos trabajo que mi cliente, quien parecía estar en una forma física excelente.

Pero de eso no le dije nada a Néstor. Cincuenta euros diarios dan derecho a una cierta dosis de misericordia.

Lo que dije fue:

—Bueno, veremos qué puedo hacer, creo que sé por dónde empezar.

Por supuesto: con el adelanto que acababa de recibir cancelaría un par de deudas e invitaría a Lena a cenar.

Néstor, después de responder a algunas preguntas, más tendentes a impresionarle que a aportar datos útiles para mi investigación, se despidió de mí. Mostraba una candidez rayana en la inconsciencia.

—Confío en usted, señor Atila —dijo.

Era más de lo que yo hacía. Son los inconvenientes de conocer a alguien a fondo.

—Si me llama Atila, quítele el señor, es un apodo de cuando jugaba al fútbol. Era un líbero duro; decían que en el área que yo pisaba no volvía a crecer la hierba.

El tipo asintió convencido y algo impresionado. Por cincuenta euros al día tenía a un detective privado y a un líbero agresivo a su disposición.

De hecho, me llamo Atilano, pero es algo que jamás le he perdonado a mis viejos, prefiero la historia del defensa rudo que la más vulgar de unos padres poco evolucionados.

Néstor ya estaba alejándose cuando le pregunté:

—¿Por qué me ha contratado a mí y no a otro?

—Me han dicho que está acostumbrado a tener tratos con nosotros, los latinos, señor.

Moví la cabeza afirmativamente, era cierto. La duda residía en si eso era un motivo suficiente para confiarme sus problemas.

Mientras atendía a Néstor, el locutorio había sido ocupado por quienes yo había bautizado como la Congregación Mariana de las Adoradoras del Ballenato, un grupo de ecuatorianas que preferían para sus charlas el ambiente familiar del locutorio que el más mercantil del bar vecino. Sus murmullos y risas sofocadas me impedían concentrarme en la web de subastas. Le di cinco minutos de ventaja a Néstor, y me largué.

La calle estaba resbaladiza a causa de la pertinaz llovizna que caía de forma intermitente, y se mezclaba con un piso grasiento inmune a los servicios de limpieza del Ayuntamiento. En la pared alguien había escrito un grafito con caracteres árabes. Ni idea de lo que decía.

«Mahoma
go home
», no. Seguro que no.

Apoyados en la pared, cuatro pakistaníes cruzaban miradas enfebrecidas mientras comentaban algo que de oírlo indignaría a los hindúes del supermercado vecino. O eso era lo que yo imaginaba.

Por la cara de los hindúes del supermercado, cuando se cruzaban con sus vecinos pakistaníes, ellos también debían de sospechar algo parecido.

Desentenderme de los problemas de aquellos tipos resultó bastante sencillo; yo ya tenía los míos.

Aquella mañana, el primero de ellos era dónde encontrar inspiración para atacar el segundo problema. O sea, quién podía darme alguna indicación que me permitiese localizar a Galina.

Afortunadamente, en mi agenda siempre figuran un par de amigos puteros. Y aunque Galina podía ser la más honesta de las mujeres, mi olfato me decía que empezase por ahí. Además, era lo más sencillo.

Telefoneé a Amadeo; su especialidad es la seducción de bielorrusas. Según sus cálculos, cada seducción le cuesta un promedio de ciento cincuenta euros, normalmente la cama está incluida.

La última vez que lo vi estaba pensando en casarse con una de ellas para ahorrar dinero. Yo dudaba de la eficacia del método, pero en cuestión de bielorrusas él es el experto.

—Por supuesto que tienen contrato de trabajo. La trata de blancas es cosa de mafiosos, yo soy un empresario serio y pago más impuestos que la mayoría de los tipos encopetados que vienen aquí a pasar un rato con mis chicas. La mayor diferencia entre sus empresas y la mía, por lo que se refiere a la moralidad, es que los rótulos que ellos tienen en la fachada no son de neón. Por lo demás, pocas diferencias encontrará. Si usted busca muchachas forzadas a prostituirse, mire en otra dirección, amigo mío; para mi desgracia no son tan difíciles de encontrar en estos momentos, pero piense en lo que voy a decirle: detrás de cada una de las chinas que se prostituyen en algún piso de Barcelona, está la mafia china; detrás de cada rumana que muestra sus encantos en algún polígono industrial, está algún clan rumano, gitano o no; detrás de cada africana, detrás de cada cubana, detrás de cada lo que usted quiera, hay un compatriota suyo, ¿no comprende que de otra manera no sería factible?

El club de carretera cuya dirección me había facilitado Amadeo estaba regido por el fulano que hacía aquellas afirmaciones. Se llamaba Andreu Torcal, y a pesar de no haberle visto nunca le reconocí de inmediato. Frecuentábamos el mismo club social desde niños. El de la gente de la cual es preferible no fiarse.

—Vienen desde Bielorrusia a prostituirse, en muchas ocasiones trabajan solo un año, tal vez dos, y solo unas pocas se quedan. Con el dinero que recogen aquí, en su país son casi ricas, pueden montar su propio negocio, casarse de blanco y criar preciosos niños rubios que nunca sabrán que su mamá les compró la cuna abriéndose de piernas.

—¿Tan mal lo tienen allí?

—¿Tan mal? No sé si lo sabe, pero Bielorrusia ha pasado de paraíso soviético a ser una tierra magnífica como criadero de lagartijas.

—Algo me habían dicho.

—Ya, no es un secreto. ¿Para qué periódico me ha dicho que trabaja?

—No lo he dicho, de hecho no trabajo para ningún periódico, soy detective privado.

—Un trabajo jodido, ¿eh?

—No se lo recomendaría a un hijo mío.

—Mire, amigo, si lo que tiene que encontrar es una cartera con documentos o dinero, mejor busque en otro lugar, mis chicas no hacen esas cosas.

—No busco carteras, busco a una chica.

—¿Una en concreto o se conforma con que sea rubia y tenga los ojos azules?

—Me conformo con que sea esta. —Saqué la fotografía de Galina, la dejé sobre la mesa y la empujé en su dirección. Miró la foto sin tocarla. Su cara mostraba el más absoluto desinterés cuando dijo:

—Galina.

—¿La conoce?

—Claro, trabajó aquí, estuvo unos tres o cuatro meses, quizás seis. No sé, los meses son muy parecidos entre sí y las chicas todavía más. Luego se largó. Aunque quizás fuese otra la que se largó a los seis meses. Tengo un problema, las confundo, todas son rubias y con ojos azules. Y buenas piernas también. ¿Le gustan las chicas con las piernas largas?

—¿Pueden hacer eso? Me refiero a largarse cuando les apetece.

—Claro que pueden. Ya se lo he contado, ellas tienen algo que vender y yo les facilito el lugar donde pueden mostrarlo dignamente. También les facilito a los compradores. No hay más, son absolutamente libres.

—Y por esos servicios, usted se queda una buena parte de los beneficios.

—Y me quedo con una buena parte de los beneficios, efectivamente, como todo intermediario; así funciona el mercado. Que sean productos de la huerta o mujeres, en realidad no varía tanto.

—¿Le contó las razones de su marcha? Tres o cuatro meses son poco tiempo para conseguir una cantidad importante de dinero, me parece a mí.

—No, solo dijo que se marchaba. Supuse que habría pescado a algún tipo rico; en ocasiones sucede. Vaya a saber a dónde fue a parar. A un piso patera, por lo que yo sé.

—Un piso patera, ¿eh? Cuesta de creer.

—Puede creerlo, trabajo para el dueño.

—Ya, pues no lo entiendo. En fin, ¿quiere conocer a alguna de las chicas?

—¿Me hará precio de amigo?

—¿Cuándo he dicho yo que seamos amigos?

Tenía toda la razón, en ningún momento había dicho que lo fuésemos. Por mi parte, yo tampoco lo había supuesto, no fue más que una pregunta retórica.

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