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Authors: Jonathan Swift

Los viajes de Gulliver (3 page)

;; ; «Imprimis. En el bolsillo derecho de la casaca del «Gran-Hombre-Montaña» (así traduzco Quinbus Flestrin), después del más detenido registro, encontramos sólo una gran pieza de tela ordinaria, de bastante tamaño para servir de alfombra en la gran sala del trono de Vuestra Majestad. En el bolsillo izquierdo vimos una enorme arca de plata, con tapa del mismo metal, que nosotros los comisionados no pudimos alzar. Expresamos nuestro deseo de que fuese abierta, y uno de nosotros se metió en ella, y se encontró hasta media pierna en una especie de polvo, parte del cual nos voló a la cara y nos obligó a estornudar varias veces a los dos. En el bolsillo derecho del chaleco encontramos un enorme envoltorio de objetos blancos, delgados, doblados unos sobre otros, del grandor aproximado de tres hombres, atado con un fuerte cable y marcado con cifras negras, que nosotros, con todos los respetos, suponemos que son escrituras, de letras casi como la mitad de nuestra palma de la mano cada una. En el izquierdo había una especie de artefacto, del dorso del cual se elevaban veinte largas pértigas -algo así como la estacada que hay ante el palacio de Vuestra Majestad-, y con lo cual conjeturamos que el Hombre-Montaña se peina la cabeza, pues no siempre nos decidimos a molestarle con preguntas, a causa de las grandes dificultades que encontrábamos para hacernos comprender de él. En el gran bolsillo del lado derecho de su cubierta media -así traduzco la palabra Ranfu-lo, con que designaban mis calzones- vimos una columna de hierro hueca, de la altura de un hombre, sujeta a un sólido trozo de viga mayor que la columna; de un lado de ésta salían enormes pedazos de hierro, de formas extrañas, que no sabemos para qué puedan servir. En el bolsillo izquierdo, otra máquina de la misma clase. En el bolsillo más pequeño del lado derecho había varios trozos redondos y planos de metal blanco y rojo, de tamaños diferentes; algunos de los trozos blancos, que parecían ser de plata, eran tan grandes y pesados que apenas pudimos levantarlos entre los dos. En el bolsillo izquierdo había dos columnas negras de forma irregular; con dificultad alcanzábamos a su extremo superior desde el fondo del bolsillo. Una de ellas estaba tapada y parecía toda de una pieza; pero en la parte alta de la otra aparecía un objeto redondo, blanco, dos veces como nuestra cabeza de grande, aproximadamente. Dentro de cada uno había cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha minado por nuestras órdenes, tuvo que enseñarnos el Gran-Hombre-Montaña, pues sospechábamos que pudieran ser máquinas peligrosas. Las sacó de sus cajas y nos dijo que en su país tenía por costumbre afeitarse la barba con una de ellas y cortar la carne con la otra. Había dos bolsillos en que no pudimos entrar: los llamaba él sus bolsillos de pretina, y eran dos grandes rajas abiertas en la parte superior de su media cubierta, pero que mantenía cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha colgaba una gran cadena de plata, con una extraordinaria suerte de máquina al extremo. Le ordenamos sacar lo que hubiese sujeto a esta cadena, que resultó ser una esfera la mitad de plata y la otra mitad de un metal transparente, porque en el lado transparente vimos ciertas extrañas cifras, dibujadas en circunferencia, y que creímos poder tocar, hasta que notamos que nos detenía los dedos aquella substancia diáfana. Nos acercó a los oídos este aparato, que producía un ruido incesante, como el de una aceña. Imaginamos que es, o algún animal desconocido, o el dios que él adora; aunque nos inclinamos a la última opinión, porque nos aseguró -si es que no le entendimos mal, ya que se expresaba muy imperfectamente- que rara vez hacía nada sin consultarlo. Le llamaba su oráculo, y dijo que señalaba cuándo era tiempo para todas las acciones de su vida. De la faltriquera izquierda sacó una red que casi bastaría a un pescador, pero dispuesta para abrirse y cerrarse como una bolsa, y de que se servía justamente para este uso. Dentro encontramos varios pesados trozos de metal amarillo, que, si son efectivamente de oro, deben tener incalculable valor.

;; ; »Una vez que así hubimos, obedeciendo las órdenes de Vuestra Majestad, registrado diligentemente todos sus bolsillos, observamos alrededor de su cintura una pretina hecha de la piel de algún gigantesco animal, de la cual pretina, por el lado izquierdo, colgaba una espada del largo de cinco hombres, y por el derecho, un talego o bolsa, dividido en dos cavidades, capaz cada una de ellas para tres súbditos de Vuestra Majestad. En una de estas cavidades había varias esferas o bolas de un metal pesadísimo, del tamaño de nuestra cabeza aproximadamente, y para levantar las cuales hacía falta buen brazo. La otra cavidad contenía un montón de ciertos granos negros, no de gran tamaño ni peso, pues pudimos tener más de cincuenta en la palma de la mano.

;; ; »Esto es exacto inventario de lo que encontramos sobre el cuerpo del Hombre-Montaña, quien se comportó con nosotros muy correctamente y con el respeto debido a la comisión de Vuestra Majestad. Firmado y sellado en el cuarto día de la octogésimanovena luna del próspero reinado de Vuestra Majestad. -Clefrin Frelock, Marsi Frelock.»

;; ; El emperador, cuando le fue leído este inventario, me ordenó, aunque en términos muy amables, que entregase los distintos objetos que en él se mencionaban. Me pidió primero la cimitarra, que me quité con vaina y todo. Mientras tanto, mandó que tres mil hombres de sus tropas escogidas -que estaban dándole escolta- me rodeasen a cierta distancia, con arcos y flechas en disposición de disparar; pero no me di cuenta de ello porque tenía mi vista totalmente fija en Su Majestad.

;; ; Después mostró su deseo de que desenvainase la cimitarra, la cual, aunque algo enmohecida por el agua del mar, estaba en su mayor parte en extremo reluciente. Lo hice así, e inmediatamente todas las tropas lanzaron un grito entre de terror y sorpresa, pues al sol brillaba con fuerza, y les deslumbró el reflejo que se producía al flamear yo la cimitarra de un lado para otro. Su Majestad, que es un príncipe por demás animoso, se intimidó mucho menos de lo que yo podía esperar; me ordenó volverla a la vaina y arrojarla al suelo lo más suavemente que pudiese, a unos seis pies de distancia del extremo de mi cadena. Pidió después una de las columnas huecas de hierro, como llamaban a mis pistoletes. Lo saqué, y, conforme a su deseo, le expliqué como pude para qué servía; y cargándolo sólo con pólvora, la cual, gracias a lo bien cerrado de mi bolsa, se libró de mojarse en el mar -percance contra el cual tiene buen ciudado de precaverse todo marinero avisado-, advertí primero al emperador que no se asustara y luego tiré al aire. Aquí el asombro fue mucho mayor que a la vista de la cimitarra. Cientos de hombres cayeron como muertos de repente, y hasta el emperador, aunque no cedió el terreno, no pudo recobrarse en un rato. Entregué los dos pistoletes del mismo modo que había entregado la cimitarra, y luego la bolsa de la pólvora y las balas, previniéndole que pusiese aquélla lejos del fuego, pues con la más pequeña chispa podía inflamarse y hacer volar por los aires su palacio imperial. De la misma manera entregué mi reloj, al que el emperador tuvo tan gran curiosidad por ver, que mandó a dos de los más corpulentos soldados de su guardia que lo sostuvieran sobre un madero en los hombros, como hacen en Inglaterra los carreteros con los barriles de cerveza. Se asombró del continuo ruido que hacía y del movímiento del minutero, que él podía fácilmente percibir -porque la vista de ellos es mucho más perspicaz que la nuestra-, y requirió la opinión de algunos de sus sabios que tenía próximos, opiniones que fueron varias y apartadas, como el lector puede bien imaginar sin que yo se las repita, aunque, desde luego, no pude entenderlas muy perfectamente. Luego entregué las monedas de plata y de cobre, la bolsa, con nueve piezas grandes de oro y algunas más pequeñas; el cuchillo y la navaja de afeitar; el peine, la tabaquera, el pañuelo y el libro diario. La cimitarra, los pistoletes y la bolsa de la carga fueron llevados en carro a los almacenes de Su Majestad; pero las demás cosas me fueron devueltas.

;; ; Tenía yo, como antes indiqué, un bolsillo secreto que escapó del registro, donde guardaba unos lentes -que algunas veces usaba por debilidad de la vista-, un anteojo de bolsillo y otros cuantos útiles que, no importando para nada al emperador, no me creí en conciencia obligado a descubrir, y que temía que me rompiesen o estropeasen si me arriesgaba a soltarlos.

Capítulo tercero

El autor divierte al emperador y a su nobleza de ambos sexos de modo muy extraordinario. -Descripción de las diversiones de la corte de Liliput. -El autor obtiene su libertad bajo ciertas condiciones.

;; ; Mi dulzura y buen comportamiento habían influído tanto en el emperador y su corte, y sin duda en el ejército y el pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas de lograr mi libertad en plazo breve.Yo recurría a todos los métodos para cultivar esta favorable disposición. Gradualmente, los naturales fueron dejando de temer daño alguno de mí. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano, y, por último, los chicos y las chicas se arriesgaron a jugar al escondite entre mi cabello. A la sazón había progresado bastante en el conocimiento y habla de su lengua. Un día quiso el rey obsequiarme con algunos espectáculos del país, en los cuales, por la destreza y magnificencia, aventajan a todas las naciones que conozco. Ninguno me divirtió tanto como el de los volatineros, ejecutado sobre un finísimo hilo blanco tendido en una longitud aproximada de dos pies y a doce pulgadas del suelo. Y acerca de él quiero, contando con la paciencia del lector, extenderme un poco.

;; ; Esta diversión es solamente practicada por aquellas personas que son candidatos a altos empleos y al gran favor de la corte. Se les adiestra en este arte desde su juventud y no siempre son de noble cuna y educación elevada. Cuando hay vacante un alto puesto, bien sea por fallecimiento o por ignominia -lo cual acontece a menudo-, cinco o seis de estos candidatos solicitan del emperador permiso para divertir a Su Majestad y a la corte con un baile de cuerda, y aquel que salta hasta mayor altura sin caerse se lleva el empleo. Muy frecuentemente se manda a los ministros principales que muestren su habilidad y convenzan al emperador de que no han perdido sus facultades. Flimnap, el tesorero, es fama que hace una cabriola en la cuerda tirante por lo menos una pulgada más alta que cualquier señor del imperio. Yo le he visto dar el salto mortal varias veces seguidas sobre un plato trinchero, sujeto a la cuerda, no más gorda que un bramante usual de Inglaterra. Mi amigo Reldresal, secretario principal de Negocios Privados, es, en opinión mía -y no quisiera dejarme llevar de parcialidades-, el que sigue al tesorero. El resto de los altos empleados se van allá unos con otros.

;; ; Estas distracciones van a menudo acompañadas de accidentes funestos, muchos de los cuales dejan memoria. Yo mismo he visto romperse miembros a dos o tres candidatos. Pero el peligro es mucho mayor cuando se ordena a los ministros que muestren su destreza, pues en la pugna por excederse a sí mismos y exceder a sus compañeros llevan su esfuerzo a tal punto, que apenas existe uno que no haya tenido una caída, y varios han tenido dos o tres. Me aseguraron que un año o dos antes de mi llegada, Flimnap se hubiera desnucado infaliblemente si uno de los cojines del rey, que casualmente estaba en el suelo, no hubiese amortiguado la fuerza de su caída.

;; ; Hay también otra distracción que sólo se celebra ante el emperador y la emperatriz y el primer ministro, en ocasiones especiales. El emperador pone sobre la mesa tres bonitas hebras de seda de seis pulgadas de largo: una es azul, otra roja y la tercera verde. Estas hebras representan los premios que aquellas personas a quienes el emperador tiene voluntad de distinguir con una muestra particular de su favor. La ceremonia se verifica en la gran sala del trono de Su Majestad, donde los candidatos han de sufrir una prueba de destreza muy diferente de la anterior, y a la cual no he encontrado parecido en otro ningún país del viejo ni del nuevo mundo. El emperador sostiene en sus manos una varilla por los extremos, en posición horizontal, mientras los candidatos, que se destacan uno a uno, a veces saltan por encima de la varilla y a veces se arrastran serpenteando por debajo de ella hacia adelante y hacia atrás repetidas veces, según que la varilla avanza o retrocede. En algunas ocasiones el emperador tiene un extremo de la varilla y el otro su primer ministro; en otras, el ministro la tiene solo.

;; ; Aquel que ejecuta su trabajo con más agilidad y resiste más saltando y arrastrándose es recompensado con la seda de color azul; la roja se da al siguiente, y la verde al tercero, y ellos la llevan rodeándosela dos veces por la mitad del cuerpo. Se ven muy pocas personas de importancia en la corte que no vayan adornadas con un ceñidor de esta índole.

;; ; Los caballos del ejército y los de las caballerizas reales, como los habían llevado ante mí diariamente, ya no se espantaban y podían llegar hasta mis mismos pies sin dar corcovos. Los jinetes los hacían saltar mi mano cuando yo la ponía en el suelo, Y uno de los monteros del emperador, sobre un corcel de gran alzada, pasó mi pie con zapato y todo, lo que fue, a no dudar, un formidable salto.

;; ; Un día tuve la buena fortuna de divertir al emperador por un procedimiento curioso. Le pedí que me hiciese llevar varios palitos de dos pies de altura y del grueso de un bastón corriente; inmediatamente Su Majestad ordenó al director de sus bosques que dictase las disposiciones oportunas, y a la mañana siguiente llegaron seis guardas con otros tantos carros, tirados por ocho caballos cada uno. Tomé nueve de estos palitos y los clavé firmemente en el suelo, en figura rectangular, de dos pies y medio en cuadrado; cogí otros cuatro palitos y los até horizontalmente a los cuatro ángulos, a unos dos pies del suelo. Después sujeté mi pañuelo a los nueve palitos que estaban de pie y lo extendí por todos lados, hasta que quedó tan estirado como el parche de un tambor; y los cuatro palitos paralelos, levantando unas cinco pulgadas más que el pañuelo, servían de balaustrada por todos lados. Cuando hube terminado mi obra pedí al emperador que permitiese a fuerzas de su mejor caballería en número de veinticuatro hombres, subir a este plano y hacer en él ejercicio. Su majestad aprobó mi propuesta y fui subiendo a los soldados con las manos, uno por uno, ya montados y armados, así como a los oficiales que debían mandarlos. Tan pronto como estuvieron formados se dividieron en dos grupos, simularon escaramuzas, dispararon flechas sin punta, sacaron las espadas, huyeron, persiguieron, atacaron y se retiraron; en una palabra: demostraron la mejor disciplina militar que nunca vi. Los palitos paralelos impedían que ellos y sus caballos cayesen del escenario aquel; y el emperador quedó tan complacido, que mandó que se repitiese la diversión varios días, y una vez se dignó permitir que le subiera a él mismo y encargarse del mando. Llegó, aunque con gran dificultad, incluso a persuadir a la propia emperatriz de que me permitiese sostenerla en su silla de manos, a dos yardas del escenario, desde donde abarcaba con la vista todo el espectáculo. Sólo una vez un caballo fogoso, que pertenecía a uno de los capitanes, hizo, piafando, un agujero en el pañuelo, y, metiendo por él la pata, cayó con su jinete; pero yo levanté inmediatamente a los dos, y, tapando el agujero con una mano, bajé a la tropa con la otra, de la misma manera que la había subido. El caballo que dio la caída se torció la mano izquierda, pero el jinete no se hizo ningún daño, y yo arreglé mi pañuelo como pude. No obstante, no me confiaría más en su resistencia para empresas tan peligrosas.

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