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Authors: Charles Kingsley

Los niños del agua (4 page)

Ahora Tom se había adentrado en el brezal, por uno de esos páramos en los que tú te has criado, pero había rocas y piedras por todas partes y, en vez de hacerse llano a medida que subía, se hacía más y más desigual y montañoso, aunque no tan abrupto como para que el pequeño Tom no pudiera ir corriendo y le quedara tiempo para observar ese lugar tan extraño, que era como un mundo nuevo para él.

Vio grandes arañas, con coronas y cruces marcadas en sus espaldas, sentadas en el centro de las telarañas y, cuando veían venir a Tom, las sacudían tan rápido que se volvían invisibles. Luego vio lagartos marrones, grises y verdes, y creyó que eran serpientes y que lo morderían; pero estaban tan asustados como él y salieron zumbando hacia el brezal. Después, debajo de un peñasco, vio una escena muy bonita: había un gran animal marrón, con el morro afilado y una mancha blanca en la cola, rodeado por cuatro o cinco cachorrillos sucios; eran las criaturas más divertidas que Tom había visto nunca. El animal estaba recostado de cara al sol, revolcándose y estirando las patas, la cabeza y la cola, y los cachorros se le subían encima, corrían a su alrededor, le mordisqueaban las zarpas y lo zarandeaban por la cola. Parecía que se lo estaba pasando muy bien. Pero un cachorrillo individualista se escabulló de los demás y fue hacia un cuervo muerto que había cerca, llevándoselo a rastras para esconderlo, aunque era casi tan grande como él. En esto, todos sus hermanitos se acercaron dando gritos y vieron a Tom; entonces volvieron corriendo, la señora zorra dio un salto, agarró a uno con la boca, el resto la siguió y se metieron en una grieta oscura entre las rocas. Aquí se acabó el espectáculo.

Acto seguido, Tom tuvo un susto de muerte, pues cuando subía gateando a una cima arenosa —grrr-puf-co-co-qui-qui— algo le estalló en la cara, haciendo un ruido horrible. Pensó con espanto que el suelo había estallado y que había llegado el fin del mundo.

Cuando abrió los ojos (ya que los había cerrado completamente) descubrió que era sólo un viejo urogallo macho que se estaba lavando en la arena —como un árabe, a falta de agua— y que, cuando Tom estuvo a punto de pisarlo pegó un brinco haciendo un ruido como el de un tren expreso, dejando a su mujer y a sus hijos para que se las apañasen como un viejo cobarde, y se largó chillando: «Cu-ru-u-ucu, cu-ru-u-ucu —asesino, ladrones, fuego—, cu-ru-u-co-qui-qui —ha llegado el fin del mundo—, qui-qui-co-qui». Cuando pasaba algo que iba más allá de sus narices, siempre se imaginaba que llegaba el fin del mundo. Pero el fin del mundo no llegó, como tampoco llegó el doce de agosto, aunque el viejo urogallo estaba seguro de ello.

De modo que volvió con su mujer y su familia una hora después, y dijo solemnemente: «Co-co-qui —hijos míos, el fin del mundo no ha llegado, pero os aseguro que llegará pasado mañana— coc». Sin embargo, su mujer había oído lo mismo tan a menudo que ya se sabía la historia. Además, ella era la madre de familia y tenía que lavar y alimentar a siete pequeños urogallos cada día; eso la hacía muy práctica y algo temperamental, así que todo lo que respondió fue: «Qui-qui-qui —vete a cazar arañas, vete a cazar arañas— qui».

Entonces, Tom siguió adelante, sin apenas saber por qué, aunque le gustaba ese lugar extraño, grande y amplio, y el aire frío, fresco y tonificante. Pero avanzaba cada vez más despacio a medida que subía por la colina, pues ahora el terreno se estaba volviendo muy feo. En lugar de hierba suave y brezo mullido, se encontró con grandes parcelas llanas de roca caliza, como pavimentos mal construidos, con grietas profundas entre las piedras y los salientes, llenas de helechos, de modo que tuvo que brincar de piedra en piedra. De vez en cuando se resbalaba por entre las grietas y se hacía daño en sus deditos descalzos, aunque fueran considerablemente fuertes. No obstante, continuaba subiendo, sin saber por qué.

¿Qué habría dicho Tom si hubiera visto caminar por el páramo, detrás de él, precisamente a la misma mujer irlandesa que se había puesto de su parte en el camino? Pero fuera porque no miraba demasiado a menudo hacia atrás o porque se mantenía escondida detrás de las peñas y las lomas, él nunca la vio, aunque ella sí lo veía a él.

Entonces empezó a tener un poco de hambre y mucha sed, ya que había corrido durante un buen trecho, el sol estaba muy alto en el cielo, la roca ardía como un horno y sobre ella el aire bailaba en remolinos, como hace sobre un horno de cal, hasta que todo a su alrededor parecía temblar y fundirse en resplandor.

Pero no vio nada para comer por ninguna parte y menos aún para beber.

El páramo estaba lleno de arándanos y anavias que todavía estaban en flor, pues era junio. En cuanto al agua, ¿quién puede encontrarla en la cima de un alto de roca caliza? De vez en cuando, pasaba por socavones que se hundían a su lado, tierra adentro, como si fueran las chimeneas de las casas subterráneas de unos enanos y, más de una vez, al pasar por el lado, podía oír el agua cómo caía, se escurría y tintineaba a muchos metros de profundidad. ¡Cómo anhelaba bajar hasta allí y refrescar sus pobres labios resecos! Pero, aunque era un valiente deshollinador, no se atrevía a bajar por unas chimeneas como aquéllas.

De modo que siguió adelante, hasta que su cabeza dio vueltas debido al calor, y creyó oír las campanas de una iglesia repicando muy a lo lejos.

«¡Ah! —pensó—, donde haya una iglesia habrá casas y gente, y quizás alguien me dará un bocado y un trago.» Así que prosiguió la marcha para buscar la iglesia, pues estaba seguro de haber oído las campanas con claridad.

Al cabo de un minuto, cuando miró a su alrededor, se paró otra vez y dijo: «¡Caray, qué sitio más grande es el mundo!»

Y así era, porque desde la cima de la montaña podía ver... ¿Qué no podía ver?

Detrás de él, muy abajo, estaban Harthover, el oscuro bosque y el brillante río de salmones; a su izquierda, muy abajo, se encontraban la ciudad y las chimeneas humeantes de las minas de carbón; y lejos, muy a lo lejos, el río se ensanchaba hasta llegar al mar brillante y en su regazo yacían unas manchitas blancas, que eran barcos. Frente a él se extendían grandes llanuras, granjas y pueblos, esparcidos como en un mapa, entre oscuros grupos de árboles. Todo parecía que estaba justo a sus pies, pero sus sentidos le hicieron ver que estaba a muchísimos kilómetros de distancia.

A su derecha, se elevaban páramo tras páramo, cerro tras cerro, hasta que se desvanecían, azules, en el cielo azul. Pero entre él y esos páramos, justo a sus pies, descubrió un sitio al que, con sólo verlo, decidió dirigirse, pues le pareció el lugar idóneo para él.

Era un valle rocoso y angosto, de un verde muy, muy profundo, y muy boscoso. No obstante, a través del bosque, a cientos de metros bajo sus pies, distinguió un arroyo cristalino. «¡Ay, ojalá pudiera bajar hasta ese arroyo!» Entonces, junto al arroyo, vio el tejado de una casa de campo y un pequeño jardín dispuesto en cuadros y bancales. Había una cosita diminuta de color rojo moviéndose por el jardín; no era más grande que una mosca.

Cuando Tom miró hacia abajo, advirtió que se trataba de una mujer vestida con una falda roja. ¡Ah! Quizá le daría algo de comer. Y ahí estaban las campanas de la iglesia, repicando otra vez. Seguro que había un pueblo allí abajo. Bueno, nadie lo conocería, ni sabría lo que había ocurrido en la Villa. Las noticias aún no podían haber llegado allí, ni siquiera aunque Sir John hubiera ordenado a todos los policías del condado que fueran en su busca. Bajaría hasta el pueblo en cinco minutos.

Había acertado en lo de que el revuelo aún no habría llegado allí, porque había caminado, sin saberlo, casi dieciséis kilómetros desde Harthover; pero estaba equivocado en lo de bajar en cinco minutos, pues la casa estaba a casi dos kilómetros de distancia y a unos buenos trescientos metros de desnivel.

No obstante, bajó como un hombrecillo valiente, aunque los pies le dolieran mucho, estuviera cansado y tuviera hambre y sed. Mientras tanto, las campanas de la iglesia repicaban tan alto que empezó a pensar que debían estar dentro de su cabeza. Además, el río tintineaba y murmuraba a lo lejos. Ésta era la canción que cantaba:

Límpido y fresco, límpido y fresco,
por risueños bajíos y remansos de sueño;
fresco y límpido, fresco y límpido,
por espumosas presas y guijarros fúlgidos;
bajo el canto del mirlo en el risco de piedra,
y el repicar de las campanas en el muro de hiedra,
impoluto, para los impolutos;
retozad junto a mí, bañaos en mí, madre e hijo.
Húmedo y turbio, húmedo y turbio,
por humeantes ciudades, de sombreretes sucios;
turbio y húmedo, turbio y húmedo,
por embarcaderos, cloacas y márgenes fétidos;
más y más oscuro a medida que avanzo,
más y más degradado a medida que enriquezco;
¿quién se atreve a retozar con algo poluto de pecado?
Apartaos de mí, alejaos de mí, madre e hijo.
Fuerte y libre, fuerte y libre,
mar adentro, la esclusa se abre,
libre y fuerte, libre y fuerte,
voy fluyendo y limpio mi corriente,
hacia la lubina saltarina y la arena dorada,
y la ola sin mácula, que me espera alejada.
Mientras me pierdo en el océano infinito,
como un alma que ha pecado y que es redimida.
Impoluto, para los impolutos;
retozad junto a mí, bañaos en mí, madre e hijo.

Así pues, Tom bajó, y en ningún momento se percató de que la mujer irlandesa iba bajando detrás de él.

CAPÍTULO II

¿Y hay abrigo en el cielo? ¿Y hay amor
en los espíritus celestiales que pueda levantar
compasión en la maldad de estas criaturas viles?
Sí, lo hay; incluso si los hombres fueran más miserables
que las bestias: ¡qué gracia
más extrema la del gran Dios, que tanto ama a Sus criaturas,
que abraza todas Sus obras con clemencia
y que envía aquí y allá a Ángeles benditos
para servir al hombre malvado, para servir a Sus perversos enemigos!

S
PENSER

A un kilómetro y medio y a trescientos metros de desnivel.

Finalmente, Tom llegó, aunque parecía que la espalda de la mujer vestida con la falda roja que desmalezaba el jardín o incluso las rocas de más allá estaban a tiro de piedra, pues el valle tenía la anchura de un campo y, al otro lado, bajaba el arroyo. Por encima de éste, el peñasco gris, el cerro gris, la escalera gris y el páramo gris se elevaban como un muro hacia el cielo.

Era un lugar tranquilo, silencioso, rico y feliz; una grieta angosta tallada en las profundidades de la tierra, tan honda y tan apartada que los demonios malvados apenas pueden hallarla. El lugar se llama Vendale. Si quieres verlo tú mismo, tendrás que ir hasta High Craven y buscarlo desde el bosque de Bolland hacia el norte, pasando por Ingleborough, en dirección a Nine Standards y el páramo de Cross. Si no lo encuentras, tendrás que dirigirte hacia el sur y buscar la sierra de las Montañas de los Lagos, bajando hacia el páramo de Scaw y el mar. Y si tampoco lo encuentras, tendrás que volver hacia el norte pasando por Carlisle —tierra vivaz— y buscar los Cheviots por todas partes, desde Annan Water hasta Berwick Law. Entonces, tanto si encuentras Vendale como si no, habrás topado con un país y una gente que deberían hacerte sentir orgulloso de ser británico.

De este modo, Tom empezó a bajar. Primero descendió cien metros por un brezal muy empinado, mezclado con piedra de afilar marrón, poco compacta y dura como una lima, que no resultaba precisamente agradable para sus pobres talones mientras bajaba por la pendiente, dando tumbos, brincos y pasos firmes. Tom continuaba pensando que podía lanzar una piedra hasta el jardín.

Luego descendió cien metros por terrazas de piedra caliza, situadas una debajo de la otra, tan rectas como si un carpintero las hubiera trazado con la regla y luego las hubiera cortado con el cincel. Allí no había brezal, sino una pequeña cuesta con hierba, cubierta con las flores más hermosas, como jara y saxífraga, tomillo y albahaca, y todo tipo de plantas de dulce aroma.

A continuación saltó un escalón de piedra caliza de casi un metro.

Después encontró otro trozo de hierba y flores.

Acto seguido saltó un escalón de medio metro.

De nuevo halló otro trozo de hierba y flores, de cuarenta metros, empinado como el tejado de la casa por el que había tenido que deslizar su querido trasero.

Luego encontró otro escalón de piedra, de tres metros y pico. Allí tuvo que pararse y arrastrarse por el borde para encontrar una grieta, pues si se hubiera tirado, habría ido a parar justo al jardín de la anciana y le habría dado un susto de muerte.

Después de encontrar una grieta oscura y estrecha, llena de helecho de tallo verde —como el que cuelga de la cesta del salón—, y deslizarse por ella usando las rodillas y los codos, como lo haría por una chimenea, llegó a otra cuesta con hierba y a otro escalón, y así sucesivamente, hasta... ¡Dios mío!, ojalá acabe ya todo esto; y él pensaba lo mismo. Sin embargo, creía que el jardín de la anciana estaba a tiro de piedra.

Finalmente llegó a un talud con unos arbustos muy hermosos: el mostellar —con sus grandes hojas de reverso plateado—, el serbal y el roble. Abajo había un acantilado y un peñasco con grandes bancales de helechos y juncias silvestres; además, a través de los arbustos, podía ver centellear el arroyo y oír su murmullo sobre los blancos guijarros. No sabía que estaba a cien metros de desnivel.

Tú quizá sentirías vértigo al mirar hacia abajo, pero Tom no lo sintió. Él era un deshollinador muy valiente y, cuando se encontró en la cima de un acantilado alto, en lugar de quedarse sentado y llorar por su mamá (aunque nunca tuvo una mamá por quien llorar), se dijo: «¡Ah, esto me va bien!», a pesar de que estaba muy cansado. Bajó por troncos y por piedras, por juncias y por salientes, por matas y por juncos, como si fuera un simpático monito negro de nacimiento, con cuatro manos en lugar de dos.

Y en ningún momento advirtió que la mujer irlandesa iba bajando detrás de él.

Sin embargo, ahora se estaba cansando una barbaridad. El sol abrasador del páramo lo había agotado, aunque el calor húmedo de los peñascos boscosos lo agotaba todavía más. Transpiraba por la punta de los dedos de las manos y de los pies, y se quedó más limpio de lo que había estado en todo un año. Pero claro, al bajar, lo iba ensuciando todo terriblemente. Desde entonces hay un gran tiznajo negro a lo largo del peñasco. Y nunca antes había habido tantos escarabajos negros en Vendale como a partir de aquel día. Es evidente que la causa fue que Tom ennegreció al papá original justo en el momento en que iba a casarse, vestido con una chaqueta azul cielo y leotardos escarlata; igual de elegante que el perro de un jardinero llevando una prímula en la boca.

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