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Authors: Charles Kingsley

Los niños del agua (3 page)

No sé cuántas chimeneas deshollinó Tom, pero deshollinó tantas que se quedó rendido y también desconcertado, pues no eran como las chimeneas de la ciudad a las que estaba acostumbrado, sino de esas que se encuentran —si trepas por ellas y miras dentro, algo que quizá no te gustaría hacer— en las viejas casas de campo; chimeneas grandes y torcidas, que fueron alteradas una y otra vez hasta entrelazarse, anatomizándose (como diría el profesor Owen) considerablemente. Tom se perdía en ellas. No es que se preocupara mucho por eso —aunque se encontrara en una oscuridad negra como el carbón—, porque dentro de una chimenea se sentía como en casa, igual que un topo bajo tierra. Pero, finalmente, al bajar por la que creía que era la chimenea correcta, fue a parar a la equivocada y se encontró justo encima de la alfombra del hogar de una estancia que no tenía parangón.

Tom nunca había visto algo así. Nunca había estado en las estancias de la gente de buena alcurnia, salvo cuando las alfombras estaban todas al revés, las cortinas echadas, los muebles apiñados debajo de una sábana y los cuadros cubiertos con delantales y guardapolvos. A menudo se había preguntado qué aspecto tendrían las estancias cuando estaban acondicionadas para que la gente de categoría se instalara, y ahora lo vio y pensó que lo que veía era muy bonito.

Toda la estancia estaba decorada en blanco: las cortinas de las ventanas, blancas; las cortinas alrededor de la cama, blancas; los muebles, blancos; y las paredes, blancas, con alguna que otra raya rosa aquí y allá. La alfombra estaba totalmente estampada de florecillas llamativas y en las paredes colgaban cuadros con marcos dorados, que dejaron a Tom embelesado. Había cuadros de damas y caballeros, y cuadros de caballos y perros. Los caballos le gustaron, pero los perros no le interesaron mucho, pues no había bulldogs entre ellos, ni siquiera terriers. Pero los cuadros que más le encandilaron fueron dos. Uno de un hombre que vestía prendas largas, rodeado de niños con sus madres, que posaba la mano sobre las cabezas de los pequeños. Ése era un cuadro muy bonito —pensó Tom— para colgar en el cuarto de una dama, pues había deducido que era el cuarto de una dama por los vestidos que había esparcidos.

El otro cuadro era el de un hombre clavado en una cruz que sorprendió mucho a Tom. Recordó que había visto algo por el estilo en el escaparate de una tienda. Pero, ¿por qué estaba allí? «Pobre hombre —pensó Tom—, parece tan agradable y sencillo. ¿Por qué tendrá la dama un cuadro tan triste como ése en su cuarto? Quizá sea algún familiar suyo que fue asesinado por los bárbaros de lugares extranjeros y lo guarda aquí como recuerdo.» Se sintió triste y sobrecogido, y se puso a mirar otra cosa.

Lo siguiente que vio, y que también lo desconcertó, fue un lavadero con aguamaniles y palanganas, jabones y cepillos, toallas, y una gran bañera llena de agua limpia. ¡Qué cantidad de cosas! ¡Y todas para lavarse! «Según el criterio de mi patrón, debe ser una dama muy sucia —pensó Tom—, para querer restregarse con todo eso. En cambio, debe ser muy diestra para luego quitar de en medio la suciedad, pues no veo ninguna mancha en todo el cuarto, ni siquiera en las toallas.»

Entonces, al mirar hacia la cama, descubrió a la sucia dama y, atónito, contuvo la respiración.

Bajo la colcha blanca como la nieve, sobre una almohada blanca como la nieve, estaba acostada la niñita más hermosa que Tom había visto. Sus mejillas eran casi tan blancas como la almohada y sus cabellos eran como hilos de oro esparcidos por toda la cama. Debía ser de la edad de Tom, o quizás un año o dos mayor, pero él no pensó en eso. Sólo pensó en su piel delicada y su cabello dorado, y se preguntó si era una persona viva de verdad o una de las muñecas de cera que había visto en las tiendas. Sin embargo, cuando advirtió que respiraba, llegó a la conclusión de que estaba viva y se quedó de pie mirándola fijamente, como si fuera un ángel venido del cielo.

«No. No puede estar sucia. Nunca podría haber estado sucia», se dijo Tom. Y entonces pensó: «¿Y todo el mundo es así, cuando se ha lavado?». Luego se miró la muñeca, intentó quitar el hollín frotando y se preguntó si algún día llegaría a sacarlo. «Seguro que yo sería mucho más guapo si me volviera como ella.»

Miró alrededor y, de pronto, vio a su lado a una figurita fea, negra y desgreñada, con ojos soñolientos y dientes blancos sonrientes. Se dirigió hacia él, enfadado. ¿Qué hacía un bruto negro como ése en el cuarto de una pequeña y dulce dama? Mira por dónde, ¡era él mismo, reflejado en un gran espejo, cuyo aspecto no había visto nunca antes!

Por primera vez en su vida, Tom descubrió que estaba sucio y rompió a llorar de vergüenza y enfado. Volvió a escabullirse dentro de la chimenea para esconderse y volcó el guardafuego y los utensilios de la chimenea, provocando un estruendo similar al de diez mil teteras de hojalata atadas a las colas de diez mil perros enfurecidos.

La pequeña y blanca dama saltó de la cama y, al ver a Tom, lanzó un grito tan estridente como el de un pavo real. Una niñera robusta y vieja entró corriendo desde la habitación contigua y pensó que el joven deshollinador había entrado a robar, saquear, destruir y quemar, y se lanzó sobre él —que estaba tumbado encima del guardafuego— con tanta rapidez que lo asió de la chaqueta.

Pero no lo sujetó. Tom había estado en manos de la policía muchas veces —y fuera de ellas también—, y no habría podido volver a mirar a la cara a sus amigos si hubiera sido tan estúpido como para que una vieja lo atrapara. De modo que se escabulló por debajo del brazo de la pobre mujer, cruzó el cuarto y en un instante salió por la ventana.

No le hizo falta saltar, aunque lo habría hecho valientemente. Ni siquiera dejarse caer por un canalón, que habría sido un viejo juego para él, pues una vez trepó por un canalón hasta el tejado de la iglesia —dijo que para coger huevos de grajilla, pero el policía argumentó que para robar plomo—, y cuando fue avistado en lo alto, se quedó allí sentado hasta que el sol calentó demasiado y entonces bajó por otro canalón, de modo que los policías tuvieron que irse a casita a cenar.

Debajo de la ventana había un árbol con grandes hojas y unas flores blancas de aroma dulce casi tan grandes como su cabeza. Supongo que era una magnolia, pero Tom no lo sabía, ni le importaba, pues bajó por el árbol como un gato, cruzó el césped, saltó la verja de acero y atravesó el jardín hacia el bosque, mientras la vieja niñera gritaba «¡asesino!» y «¡fuego!» desde la ventana.

El jardinero, que estaba segando, vio a Tom y tiró la guadaña, se pilló la pierna con ella y se hizo un corte en la espinilla, por lo que estuvo una semana en cama; no obstante, con la prisa, no se dio cuenta y empezó a perseguir al pobre Tom. La lechera oyó el ruido, se metió el tarro de la leche entre las rodillas y se le volcó, derramando toda la nata; sin embargo, saltó y se puso a perseguir a Tom. Un mozo de cuadra que estaba limpiando el rocín de Sir John, lo dejó escapar —por lo que éste se lesionó al cabo de cinco minutos— y echó a correr persiguiendo a Tom. Grimes dejó caer el saco de hollín sobre la grava recién extendida y la echó toda a perder, pero se puso a correr y a perseguir a Tom. El viejo encargado abrió el portillo del jardín con tanta prisa que colgó el cabestro de su poni en las púas —y, que yo sepa, continúa allí colgado—; sin embargo, arrancó a correr persiguiendo a Tom. El labrador dejó sus caballos en el trozo de campo que estaba aún por arar, junto a los setos, y uno de ellos saltó por encima de la valla, arrastrando al otro hasta la zanja junto con el arado; no obstante, continuó corriendo para perseguir a Tom. El guardián, que estaba desenredando a un armiño de una trampa, dejó escapar al animal y se pilló el dedo, pero empezó a correr detrás de Tom (y, teniendo en cuenta lo que dijo y la cara que puso, qué pena me habría dado Tom si el hombre lo hubiera atrapado). Sir John miró por la ventana de su estudio (pues era un señor que empezaba a envejecer), miró arriba, hacia la niñera, y una marta le tiró fango en el ojo, de modo que al fin tuvo que mandar a buscar a un médico; sin embargo, salió corriendo y se puso a perseguir a Tom. Asimismo, la mujer irlandesa, que se dirigía a la casa para mendigar —debió de haber ido por un atajo—, tiró su fardo y también empezó a perseguir a Tom. Sólo la señora no lo persiguió, pues cuando sacó la cabeza por la ventana se le cayó la peluca de noche al jardín, así que tuvo que llamar a su criada personal y le ordenó que fuera a buscarla en secreto, lo cual la mantuvo al margen de la persecución y no fue a ninguna parte (y, por consiguiente, no tiene cabida aquí). En pocas palabras, nunca se había oído en Hall Place —ni siquiera cuando mataron al zorro en el invernadero, entre hectáreas de cristales rotos y toneladas de macetas aplastadas— un ruido como ése, un alboroto, una barahúnda, una babel, una algarabía, un estrapalucio, una trapisonda, una cencerrada y un desprecio total hacia la dignidad, el reposo y el orden, como ese día en que Grimes, el jardinero, el mozo de cuadra, la lechera, Sir John, el encargado, el labrador, el guardián y la mujer irlandesa corrieron por el jardín gritando: «¡Al ladrón!», creyendo que Tom tenía como mínimo mil libras en joyas en sus bolsillos vacíos. Incluso las urracas y los arrendajos persiguieron a Tom, rechinando y chillando, como si fueran detrás de un zorro cuya cola ya empezara a ponérsele gacha.

Durante todo ese tiempo, el pobre Tom galopaba por el jardín a toda velocidad con sus piececillos descalzos, como si fuera un pequeño gorila negro huyendo hacia la selva. Pero, ¡qué pena! Allí no había ningún padre gorila para defenderlo: para desgarrar las tripas del jardinero con una zarpa, estampar a la lechera contra un árbol con la otra y arrancarle la cabeza a Sir John con una tercera zarpa, mientras resquebrajaba el cráneo del guardián con sus colmillos con la misma facilidad con que lo haría con un coco o una losa.

Sin embargo, Tom no recordaba haber tenido un padre, así que no lo buscó; ya contaba con que tenía que cuidar de sí mismo. En cuanto a correr, podía seguir durante dos kilómetros y pico el ritmo de cualquier diligencia, si existía la posibilidad de ganarse un penique o la colilla de un puro, y sabía hacer la rueda diez veces seguidas (más de lo que tú puedes hacer). Por lo tanto, sus perseguidores lo tuvieron muy difícil para atraparlo. Esperemos que no lo atraparán.

Tom, por supuesto, fue hacia el bosque. No había estado en un bosque en toda su vida, pero era lo suficientemente avispado como para saber que podría esconderse detrás de un arbusto o trepar a un árbol y, en general, que tenía más posibilidades de escapar allí que en campo abierto. Si no hubiera sabido eso, habría sido más idiota que un ratón o que un pececillo.

No obstante, cuando entró en el bosque, pensó que era un lugar muy distinto al que había imaginado. Se metió entre una mata gruesa de rododendros y al instante se vio envuelto en una trampa. Las ramas lo tenían agarrado por las piernas y los brazos, lo azotaron en la cara y la barriga, lo obligaron a cerrar completamente los ojos (aunque no fue una gran pérdida, pues no veía a más de un metro de sus narices) y, cuando se desenredó de los rododendros, las matas de hierba y las juncias lo tumbaron y después le hicieron cortes en sus pobrecillos dedos con toda la maldad del mundo. Los abedules lo fustigaron con la misma firmeza con que lo hubiera hecho un aristócrata de Eton, incluso en la cara (algo que no es demasiado justo, como admitirían todos los chicos valientes), y las zarzas le hicieron la zancadilla y le rasgaron las espinillas como si tuvieran colmillos de tiburón (lo cual es muy posible que sea cierto).

«Tengo que salir de aquí —pensó Tom— o tendré que quedarme hasta que alguien venga a echarme una mano, que es justamente lo que no quiero.»

Pero lo difícil era encontrar la forma de salir. Sinceramente, no creo que hubiera conseguido salir: se habría quedado allí hasta que los petirrojos machos lo hubieran cubierto de hojas; sólo que, de repente, se dio con la cabeza contra un muro.

Ahora bien, darte en la cabeza contra un muro no es agradable, sobre todo si es un muro irregular, con los ladrillos de canto, y si uno de ellos, con un borde puntiagudo, te da justo entre los ojos y te hace ver todo tipo de estrellas hermosas. Sí, claro, las estrellas son muy hermosas, mas, por desgracia, se desvanecen en una cuarta parte de una milésima de segundo y el dolor que viene después no. Así que Tom se hizo daño en la cabeza, aunque era un chico valiente y no le importó. Supuso que detrás del muro acababa la maleza, trepó por él y saltó como una ardilla.

Y allí estaba, en las grandes reservas de caza de urogallos que la gente del campo llamaba el páramo de Harthover: brezal, tremedal y roca extendiéndose a lo lejos y elevándose cada vez más hasta tocar el cielo.

Pues bien, Tom era un mozo muy listo, tan listo como un viejo ciervo de Exmoor. Y ¿por qué no? Aunque no tuviera más de diez años, había vivido más que la mayoría de ciervos y, por si fuera poco, tenía más inteligencia.

Sabía tan bien como un ciervo que, si daba marcha atrás, podrían soltar los perros. Así que lo primero que hizo cuando saltó fue girar lo más a la derecha que pudo y correr bajo el muro durante más de medio kilómetro.

De esta forma Sir John, el guardián, el encargado, el jardinero, el labrador, la lechera y todo el revuelo prosiguieron durante más de medio kilómetro justo en la dirección contraria y por la parte interior del muro, dejándolo a él a un kilómetro y medio en la parte exterior. Mientras tanto, Tom oía cómo sus gritos se apagaban en el bosque y se desternillaba de risa.

Finalmente, llegó a una hondonada, fue hasta el fondo, se alejó valientemente del muro y subió hacia el páramo, pues sabía que había puesto una colina entre él y sus enemigos y que podía continuar sin que lo vieran.

Sin embargo, la mujer irlandesa era la única del grupo que sabía qué camino había tomado Tom. Había ido delante de todos durante todo el tiempo y, sin embargo, ni andaba ni corría, sino que avanzaba con suavidad y gracia, al tiempo que sus pies se adelantaban el uno al otro tan rápidamente que no podías ver cuál iba delante. Llegó el momento en que todos se preguntaron quién era esa extraña mujer y todos estuvieron de acuerdo, a falta de algo mejor que decir, en que debía estar compinchada con Tom.

Cuando la mujer llegó a los campos, la perdieron de vista y no pudieron hacer nada más, ya que saltó el muro a hurtadillas detrás de Tom y lo siguió fuese a donde fuese. Sir John y los demás dejaron de verla, y ojos que no ven, corazón que no siente.

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