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Authors: Charles Kingsley

Los niños del agua (2 page)

Ellos seguían su camino. Tom observaba y observaba, pues nunca antes se había adentrado tanto en el campo y estaba deseoso de subirse a una verja, coger ranúnculos y buscar nidos de pájaros en algún seto. Pero el señor Grimes era un comerciante y no habría querido ni oír hablar de ello.

Pronto alcanzaron a una pobre mujer irlandesa que cargaba un fardo en la espalda e iba arrastrando los pies. Llevaba un chal gris en la cabeza y una falda teñida de carmín, por eso resultaba evidente que era de Galway. No tenía zapatos ni medias y renqueaba como si estuviera cansada y le dolieran los pies; pero era una mujer muy alta y bonita, de brillantes ojos grises. El cabello, negro y pesado, le caía por las mejillas. El señor Grimes se prendó tanto de ella que cuando llegó a su lado le dijo:

—Este camino es muy duro para unos pies tan delicados. ¿Quieres subirte, joven, y montar detrás de mí?

Sin embargo, a ella el aspecto y la voz del señor Grimes posiblemente no le causaron admiración, dado que respondió en voz baja:

—No, gracias; prefiero caminar con tu chico.

—Como gustes —gruñó Grimes, y continuó fumando.

De modo que se puso a caminar con Tom y le habló, le preguntó dónde vivía, qué cosas sabía y todo lo relacionado con él. Tom pensó que nunca había conocido a una mujer que hablara tan dulcemente. Finalmente, ¡le preguntó si rezaba las oraciones!, y pareció entristecerse cuando él le dijo que no sabía ninguna.

Entonces él le preguntó que dónde vivía y ella respondió que muy lejos, junto al mar. Tom le preguntó sobre el mar y ella le contó cómo retumbaba y rugía contra las rocas en las noches de invierno, y cómo yacía tranquilo en los brillantes días de verano para que los niños pudieran bañarse y jugar en él. Por eso Tom deseó ir a ver el mar y bañarse.

Finalmente, llegaron a una fuente que estaba al pie de una colina. No era como esas fuentes que hay por aquí, que te empapan y en las que el agua brota de la grava blanca del tremedal, entre papamoscas rojos, brezo de turbera rosa y dulces orquídeas blancas. Tampoco como esas que también hay por aquí, que borbotean bajo el cálido banco de arena del hondo sendero, junto a un gran helechal, y hacen bailar la arena en remolinos en el fondo, día y noche, durante todo el año.

No era como ninguna de ésas, sino una auténtica fuente de piedra caliza del norte de Inglaterra, como las que hay en Sicilia o Grecia, donde los antiguos paganos se deslumbraban viendo a las ninfas sentadas refrescándose en un caluroso día de verano, mientras los pastores las espiaban desde detrás de los arbustos. La gran fuente brotaba de una pequeña cueva de roca, al pie de un peñasco de caliza, manando y borboteando; era tan cristalina que no se sabía dónde acababa el agua y empezaba el aire, y se alejaba por el camino, formando un arroyo lo suficientemente grande como para hacer girar un molino, por entre geranios azules, flores de San Pallad doradas, frambuesos silvestres y cerezos alisos con sus borlas de nieve.

Entonces Grimes se paró y echó un vistazo, y Tom hizo lo mismo. Tom se preguntó si en esa cueva oscura vivía algo que por la noche saliera a volar por los prados. En cambio, Grimes no se preguntó nada. Sin decir palabra, se bajó del asno, trepó el pequeño muro del camino, se arrodilló y se puso a remojar su fea cabeza en la fuente (y lo hizo de un modo muy basto).

Tom empezó a coger flores tan rápido como pudo. La mujer irlandesa lo ayudó y le enseñó cómo atarlas, y entre los dos hicieron un ramillete precioso. Pero cuando Tom vio a Grimes lavándose literalmente, se detuvo, bastante atónito. En el momento en que Grimes terminó y empezó a sacudirse las orejas para que se secasen, dijo:

—Anda, patrón, nunca le había visto hacer eso antes.

—Y muy posiblemente no lo volverás a ver. No lo hice para asearme, sino para refrescarme. Qué vergüenza si me quisiera lavar una vez a la semana, como un minero tiznado.

—Ojalá yo pudiera meter la cabeza —dijo el pobrecillo Tom—. Tiene que ser tan agradable como meterla debajo del surtidor de la ciudad; y aquí no hay pertiguero que te mande a paseo.

—Tú, ven aquí —dijo Grimes—. ¿Cómo que quieres lavarte? Tú no bebiste dos litros y medio de cerveza ayer por la noche, como yo.

—Y a mí qué —dijo el picaro de Tom, que corrió hacia el arroyo y empezó a lavarse la cara.

Grimes se sentía molesto porque la mujer prefería la compañía de Tom a la suya, de modo que se abalanzó sobre él diciéndole unas palabras horribles, lo levantó bruscamente y empezó a pegarle. No obstante, Tom ya estaba acostumbrado y puso la cabeza a salvo entre las piernas del señor Grimes, mientras le daba patadas en las espinillas con todas sus fuerzas.

—¿No te da vergüenza, Thomas Grimes? —gritó la mujer irlandesa desde detrás del muro.

Grimes levantó la mirada, sobresaltado al comprobar que ella sabía su nombre, pero todo lo que dijo fue: «No, y aún no me he avergonzado nunca», y continuó pegando a Tom.

—Sí, sí, seguro. Si alguna vez te hubieras avergonzado de ti, habrías ido a Vendale hace ya mucho tiempo.

—¿Qué sabes tú de Vendale? —exclamó Grimes, aunque esta vez dejó de pegar.

—Yo conozco Vendale y a ti también. Sé, por ejemplo, lo que ocurrió aquella noche en Aldermire Copse, hará dos años, en San Martín.

—¿Ah sí? —exclamó Grimes. Acto seguido, dejó en paz a Tom, trepó por encima del muro y se encaró con la mujer. Tom pensó que iba a darle un porrazo, pero ella lo miraba intensamente a los ojos y con demasiada fiereza como para que lo hiciera.

—Sí, yo estaba allí —dijo en voz baja la mujer irlandesa.

—Tú no eres irlandesa, por el modo como hablas —afirmó Grimes, tras haber dicho antes muchas palabrotas.

—No importa quién sea. Vi lo que vi, y si vuelves a golpear al niño, voy a contar lo que sé.

Grimes parecía muy acobardado y se montó en el asno sin decir ni una palabra más.

—¡Quieto! —exclamó la mujer irlandesa—. Voy a deciros una cosa más a los dos, pues ambos me vais a volver a ver antes de que todo acabe. Los que quieran estar limpios, limpios estarán y los que quieran estar sucios, sucios quedarán. Recordadlo.

Dio media vuelta y pasó por un portillo a un prado. Grimes se quedó quieto un momento, como un hombre pasmado. Luego corrió detrás de ella, gritando: «¡Vuelve aquí!». Pero cuando llegó al prado, la mujer ya no estaba.

¿Se había escondido? No había dónde esconderse. Pero Grimes buscó en los alrededores y Tom también, porque estaba tan anonadado como Grimes por la súbita desaparición. Sin embargo, por más que buscasen, la mujer no aparecía.

Grimes volvió callado como un muerto, ya que estaba un poco asustado, se montó en el asno, llenó una nueva pipa y se fue fumando, sin molestar a Tom.

Anduvieron casi cinco kilómetros y llegaron a la garita de la villa de Sir John.

Era una garita grandiosa, con puertas de acero y unos pilares enormes. Encima de cada uno había un duende terrorífico, con colmillos, cuernos y rabo; este duende era el emblema que los antecesores de Sir John llevaban en las Guerras de las Rosas demostrando ser unos hombres muy previsores, porque seguramente todos sus enemigos salían huyendo con sólo verlo.

Grimes llamó a la puerta; salió un guardián y les abrió.

—Me han encargado que os abriera —dijo—. Si sois tan amables, no os apartéis de la avenida principal. Y que no os pille con una liebre o un conejo cuando volváis. Os juro que voy a tener los ojos bien abiertos.

—No lo vas a poder ver, si está en el fondo del saco de hollín —soltó Grimes, que se puso a reír. El guardián también rió y añadió:

—Si eres de esa calaña, tendré que ir con vosotros hasta la sala.

—Creo que más te vale. Eres tú quien se ocupa de vigilar la caza, no yo.

Así que el guardián fue con ellos y, para sorpresa de Tom, él y Grimes estuvieron charlando durante todo el camino muy relajadamente. No sabía que un guardián no es más que un cazador furtivo que ha pasado de estar fuera a estar dentro, y que un cazador furtivo es un guardián que ha pasado de estar dentro a estar fuera.

Anduvieron por una gran avenida de tilos, que medía un kilómetro y medio. A través de los troncos, Tom espiaba tembloroso los cuernos de los ciervos, dormidos de pie, entre los helechos. Nunca había visto unos árboles tan enormes y, al mirar hacia arriba, imaginó que el cielo azul reposaba sobre sus cabezas. Pero estaba muy desconcertado a causa de unos extraños murmullos que los iban siguiendo a lo largo del camino. Estaba tan consternado que finalmente hizo acopio de valor y le preguntó al guardián qué eran aquellos sonidos.

Le habló muy educadamente y lo llamó Sir, pues le tenía un miedo terrible, lo cual complacía al guardián. Éste le contó que eran las abejas volando alrededor de las flores de los tilos.

—¿Qué son las abejas? —preguntó Tom.

—Las que hacen miel.

—¿Qué es la miel? —volvió a preguntar.

—Tú, cierra el pico —advirtió Grimes.

—Deja al chico en paz —dijo el guardián—. Es un zagal muy educado y eso es todo lo que puede llegar a ser si continúa contigo.

Grimes se rió, pues lo tomó como un cumplido.

—Ojalá fuera guardián —añadió Tom— para poder vivir en un lugar tan bonito y vestir pantalones de terciopelo verdes y llevar en el botón un silbato de verdad para llamar al perro, como tú.

El guardián se echó a reír. Tenía buen corazón.

—Lo mejor es enemigo de lo bueno, muchacho y, en cierto modo, lo malo también. Tu vida es más segura que la mía en todos los sentidos. ¿No es así, señor Grimes?

Grimes volvió a reírse y entonces los dos hombres se pusieron a hablar en voz baja. Sin embargo, Tom pudo oír que hablaban de alguna competición de caza furtiva y, al final Grimes dijo con decisión: «¿Tienes algo contra mí?».

—Por ahora no.

—Entonces no me hagas preguntas hasta que lo tengas, porque yo soy un hombre de honor.

Y los dos volvieron a reírse, encontrándolo muy gracioso.

En esto, llegaron a las grandes puertas de acero que estaban frente a la casa. A través de ellas, Tom miró los rododendros y las azaleas, ambos en flor, y luego la casa, y se preguntó cuántas chimeneas tendría, cuánto tiempo hacía que la habían construido, cómo se llamaba el hombre que la construyó y si ganaba mucho dinero por su trabajo.

Estas últimas preguntas eran muy difíciles de contestar, pues Harthover había sido construida en noventa momentos distintos y en noventa estilos diferentes. Parecía como si alguien hubiera construido una calle entera de casas de todas las formas imaginables y luego las hubiera removido todas juntas con un cucharón.

Porque los áticos eran anglosajones.

La tercera planta, normanda.

La segunda, del Cinquecento.

La primera, isabelina.

El ala derecha, dórico puro.

La central, de la época temprana del gótico inglés, con un pórtico inmenso copiado del Partenón.

El ala izquierda, beocio puro, era la que los campesinos admiraban más, porque se parecía a las nuevas barracas del pueblo, sólo que tres veces más grande.

La gran escalinata remedaba las catacumbas de Roma.

La escalinata posterior, del Taj-Mahal de Agra. La había construido el tatara-tatara-tatara-tío de Sir John, que en las Guerras Indias de Lord Clive había ganado un montón de dinero y un montón de heridas, aunque no mejor gusto que sus superiores.

Las bodegas estaban copiadas de las cuevas de Elefantina.

Los despachos, del Pavilion de Brighton.

El resto no estaba copiado de nada que estuviera en el cielo, en tierra o bajo tierra.

Así pues, la Villa Harthover era un gran rompecabezas para los anticuarios y todo un viñedo de Nabot para críticos, arquitectos y toda persona a quien le guste gastarse el dinero de otros hombres y entrometerse en sus asuntos. De modo que todos atosigaban al pobre Sir John, año tras año, e intentaban convencerlo para que gastara unas cien mil libras en construcciones que, más que complacer a Sir John, servían para complacerse a sí mismos. Pero él siempre lo aplazaba, como haría cualquier ciudadano listo del norte de Inglaterra. Uno quería que construyese una casa gótica, pero él dijo que no era ningún godo; otro, que construyese una casa isabelina, pero él respondió que vivía bajo el reinado de la buena reina Victoria y no bajo el de la buena reina Betty; otro fue lo suficientemente valiente como para decirle que su casa era fea, pero él argumentó que vivía en ella, no fuera de ella; otro, que la casa no tenía unidad, pero él sostuvo que era justamente por eso por lo que le gustaba ese viejo lugar. Porque le gustaba ver cómo los Sir John, Sir Hugh, Sir Ralph y Sir Randal habían dejado su marca en la casa, cada uno siguiendo su propio gusto, y no le apetecía alterar la tarea de sus antecesores, ni perturbar sus tumbas. Ahora, la casa parecía una auténtica casa con vida y con una historia, y había ido creciendo a medida que el mundo crecía. Y él sólo era un advenedizo que no había conocido a su abuelo y lo habría cambiado todo por cualquier elegante novedad gótica o isabelina. En caso de hacerlo, habría parecido como si todo hubiera sido creado en una noche, como las setas. De esto puedes deducir (si eres lo bastante listo) que Sir John era un terrateniente con una mente y un corazón muy firmes; el hombre adecuado para mantener el campo en orden y proporcionar una buena caza gracias a sus perros.

Sin embargo, Tom y su patrón no entraron por las grandes puertas de acero como si fueran duques u obispos, sino que dieron un rodeo por detrás de la casa (vaya si era un rodeo). Entraron por una puertecilla trasera, donde el basurero los hizo pasar emitiendo un desagradable bostezo. Luego, en un pasillo, el ama de llaves vino a su encuentro con tal vestido estampado de flores que Tom la confundió con la mismísima señora. Dio órdenes solemnes a Grimes: «Tienes que ocuparte de esto y ocuparte de lo otro», como si fuera él quien trepara por las chimeneas y no Tom. Grimes escuchaba y, de vez en cuando, decía entre dientes: «¿Prestas atención, mocoso?». Y Tom prestaba mucha atención, en la medida que le era posible. Después, el ama de llaves los condujo a una gran estancia, empapelada en color marrón, y les anunció con una voz altiva y tremenda que ya podían empezar. Entonces, después de algún que otro lloriqueo y un puntapié de su patrón, Tom entró en la chimenea y trepó por el tiro, mientras una criada se quedaba en la estancia para vigilar los muebles, a los cuales el señor Grimes dedicaba muchos cumplidos divertidos y corteses, aunque se encontraba con una respuesta muy poco animosa.

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