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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (3 page)

A continuación, se le expulsa del ejército y se le declara culpable del delito de traición y connivencia con el enemigo. Es condenado a muerte.

Hay una rúbrica y un sello, ambos ilegibles.

El degradado capitán Alegría, por fin, había hablado de la usura a sus superiores jerárquicos.

A partir de este documento, todos los hechos que relatamos se confunden en una amalgama de informaciones dispersas, de hechos a veces contrastados y a veces fruto de memorias neblinosas contadas por testigos que prefirieron olvidar. Hemos dado crédito sin embargo a vagos recuerdos sobre frases susurradas durante ensueños angustiosos que también tienen cabida en el horror de la verdad, aunque no sean ciertos.

El capitán Alegría, ya paisano, ya traidor, ya muerto, debió de regresar al hangar donde tantos otros habían sido o iban a ser sentenciados. Escribió, al menos, tres cartas: una a su novia Inés, que ha llegado a nuestras manos, otra a sus padres en Huérmeces, cuya casa fue destruida por una crecida del río Urbel que se llevó entre sus aguas la memoria, la hacienda y las ganas de vivir de dos ancianos que, al saber del arrebato de su hijo, fijaron sus miradas en un punto indiferente del paisaje y enmudecieron de tal modo que ni siquiera antes de morir quisieron confesarse. La tercera carta la dirigió al Generalísimo Franco, Caudillo de España. Sabemos de esta última porque se refiere a ella en la que escribió a Inés.
«Le he escrito no para implorar su perdón, ni mostrarme arrepentido, sino para decirle que lo que yo he visto otros lo han vivido y es imposible que quede entre las azucenas olvidado.»

En otra carta a Inés, que era maestra en Ubierna, habla crípticamente de la soledad que le está convirtiendo en un despojo y, al igual que antes lo hiciera con San Juan de la Cruz, tiene que recurrir a frases de otros para hablar de sí mismo, como si no se atreviera a utilizar sus sentimientos:
«Soy un fue, y un será, y un es cansado».'No
hay pasión en su despedida, ni siquiera amor, sólo un plañido difuso, una reconvención a lo coetáneo, el lamento de una vida inoportuna:
«No tuve tiempo para hacer planes porque otros horrores suspendieron mi futuro, pero ten por seguro que, de haberlos hecho, tú hubieras sido la columna vertebral de mi proyecto».

Si tuviéramos que imaginar en qué se convirtió la vida para el capitán Alegría, deberíamos hablar de un torbellino de aceite: lento, pastoso, inexorable. Paseando su soledad en aquel hangar de angustias, envuelto en el vacío, trasladando consigo la distancia entre él y el universo, aguardó el momento que precede al final ignorando que el final no estaba escrito.

Nueve días estuvo esperando su turno. Cada madrugada, al azar, como recuas, un grupo de prisioneros era obligado a formar en el hangar y conducido, de a dos en fondo, hasta unos camiones que se perdían ruidosamente en un paisaje tibio y desolado. Pocos se despedían. Los más se iban en silencio. Es probable que a Alegría, acostumbrado a observar a su enemigo, la muerte sin aspavientos le resultara familiar, pero la vida aprisionada en la casualidad de estar o no estar en el rincón elegido para designar los muertos debió de resultarle insoportable. Alegría rechazaba el azar, necesitaba el orden.

Podemos suponer cierto alivio cuando el día dieciocho, exhausto bajo una lluvia inclemente, fue él uno de los miembros de la recua. En el camión, hacinados y guardando el equilibrio, todos los condenados se miraban a los ojos, se cogían de la mano, se apretaban unos contra otros. A mitad de camino, una mano buscó la suya y su soledad se desvaneció en un apretón silencioso, prolongado, intenso, que le dio cabida en la comunidad de los vencidos. Tras la mano, una mirada. Otras miradas, otros ojos enrojecidos por la debilidad y el llanto sofocado. «Perdonadme», dijo, y se zambulló en aquel tumulto de cuerpos desolados.

Serían ya las ocho de la mañana cuando llegaron a Arganda del Rey. Todo estaba preparado. Un muro de mampostería, resto de un establo derruido, una explanada, un pelotón de fusilamiento y una cadena de guardianes aportaron todo lo necesario para la ejecución. Otros camiones, otros condenados, otras desesperaciones se sumaron a la ceremonia. Un sacerdote con estola morada rezaba en latín rutinarias imploraciones de misericordia. Eran casi un centenar y tuvieron que agolparse para no exceder la dimensión del muro. Unos instantes de silencio para que el sacerdote terminara su plegaria que concluyó con una bendición trazada en el aire con la languidez de un adiós entristecido e inmediatamente «Pelotón», silencio, «Apunten», silencio, «Fuego».

Si alguien gritó, nadie pudo oírlo. Cuando el capitán Alegría recobró el conocimiento, estaba sepultado en una fosa común amalgamado en un caos de muertos y de tierra. Tardó tiempo, pero, desoyendo el dolor, supo que había transgredido, de nuevo, las leyes del mundo donde el retorno está prohibido. Estaba vivo. Un universo de médulas, cartílagos inertes, sangre coagulada, heces, alientos detenidos y corazones sorprendidos por la muerte conservaron bolsas de aire en aquel desajuste de difuntos que le permitió respirar aun enterrado. Estaba vivo.

Hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridad para los muertos y Alegría las confundió porque no trató de abrir los ojos, pero al oír su propio llanto supo que aquél no era el silencio de los muertos. Estaba vivo.

Alegría siempre habló de ese momento como de un parto. Exhausto, tardó tiempo en definir los perfiles de su cuerpo, desmadejado y oprimido por cadáveres enredados unos con otros. Un escozor en la cabeza enmarcaba un punto tan doloroso que pensó que tenía abierto el cráneo en dos mitades. Lentamente, procurando no alterar la quietud de aquellos muertos, fue arrimando sus brazos a su cuerpo, deteniéndose tras cada esfuerzo para no jadear porque temía que se acabara el aire, fue haciendo acopio de la fuerza necesaria para zafarse del peso que le inmovilizaba. Había visto la fosa en la que estaba enterrado antes de la ejecución y, dada su profundidad, no podía tener muchos cadáveres encima. Lo intentó varias veces y, en cada intento, comprobó que algo se desplazaba y dejaba de oprimirle, hasta que, al fin, todo cedió y se encontró a cielo raso. La tierra ocupó su puesto y se arrastró hasta llegar a un terraplén por el que se dejó caer procurando sofocar su llanto. Estaba todo él menos sus gafas.

Una bala le había dado en la parte alta de la frente de tal suerte que resbaló sobre su cráneo, abriendo una profunda herida casi hasta la nuca, sin romper la calavera. Tenía sangre en el rostro, en las sienes, en el cuello, pero la tierra había servido de cauterio y, aunque ahora sangraba de nuevo, mientras estuvo inconsciente su corazón tuvo una razón para latir además de la del miedo.

Estaba anocheciendo.

Aquí comienza una peripecia de Alegría de la que apenas sabemos los detalles, porque, aunque a veces toleró hablar de lo ocurrido antes de su resurrección, raramente consistió en contarle a nadie cómo llegó desde Arganda del Rey hasta La Acebeda, un pueblo de montaña que está en la vertiente sur del alto de Somosierra. Granito, jara y montaña rodean este pueblo de adobe y pizarra aletargado bajo la nieve durante todo el invierno y que se desparrama en labores como el cantueso cuando llegan las primeras templanzas de la primavera.

En alguna ocasión comentó a uno de sus carceleros que, excepto los animales, todos huían de él, escapaban al ver que aquel hombre sucio, macilento, con el dolor cristalizado en su mirada, estaba vivo. Eran tiempos aquéllos en que sólo los muertos no asustaban.

En los campos de La Acebeda le encontraron, exhausto y agonizando, unos labriegos que, al principio, le creyeron muerto, pero cuando decidieron descalzarle para hacerse con las botas del cadáver, oyeron cómo aquella cabeza ensangrentada pedía agua. Iba vestido con el uniforme del ejército que acababa de ganar la guerra y tiritaba con estertores de vencido.

Ahora sabemos que se consideraron varias alternativas, desde enterrarle vivo porque a saber quién le había disparado, hasta dejarle morir entre la jara y, después de muerto, informar a las autoridades del hallazgo. Pero una anciana resoluta decidió darle el agua que pedía y limpiarle la cara con su refajo.

«Todos somos hijos de Dios, hasta éstos», dijo. Comenzó así una sucesión de atenciones al herido que se prolongó durante tres días y logró mantener vivo a aquel muerto. Todo se conjuraba para que le resultara imposible abdicar de la vida como se abdica de un sueño al despertar.

Le mantuvieron allí, entre la jara, en parte por miedo y en parte para evitar el riesgo de que muriera en el traslado. Trataron la herida con inútiles ungüentos, le abrigaron con una manta y le proporcionaron agua y un poco de alimento. Hoy sabemos que, en los tiempos que corrían, todo aquello fue un derroche de misericordia que Alegría agradeció evitando mencionar sus nombres.

Que alguien se acercara a .un hombre agusanado, pastoso de excrementos y de sangre, levantase su cabeza y pusiera agua en sus labios suavemente, dosificase a cucharadas sopicaldos digeribles por los muertos y pronunciara alguna frase de consuelo, todo aquello, pensó, era señal de que algo humano había sobrevivido a los estragos de la guerra. De no haber sido por las grietas de sus labios resecos, Alegría habría sonreído. Así lo contó y así lo reflejamos.

Y también contó a los enfermeros que velaron por él en las prisiones donde estuvo más tarde que, mientras estuvo allí tendido, desoyendo las llamadas de la tierra que reclamaba lo que es suyo, no era el temor a la muerte lo que más le torturaba sino el pudor de que le vieran tan podrido, la vergüenza de que olieran su aliento nauseabundo o de que sus samaritanos se mancharan con la podre que segregaban sus heridas. Se tapaba con la manta cuando iban a llevarle el alimento y no permitía que nadie se acercara. Ahora pensamos que era, también, una forma de no dar explicaciones.

El cuarto día amaneció deshecho en nieblas y la manta tan salpicada de rocío que la fiebre no se apiadó ni de sus huesos. Quería morir en Huérmeces y la vida se le quedaba a jirones en aquellos parajes tan hostiles. Acopió todas sus fuerzas, utilizó hasta las sacudidas del temblor para ponerse en movimiento y, tras doblar cuidadosamente la manta para demostrar que estaba agradecido, puso el agua y las patatas hervidas en el talego que utilizaban para traerle la comida. Emprendió el camino hacia su pueblo, que estaba detrás de las montañas que ocultaban su ferocidad entre las nubes. Comenzó a caminar monte arriba en dirección a Somosierra.

Esas montañas surgen allí para partir España en dos mitades y ahora se nos antoja que el esfuerzo brutal de atravesarlas fue otra forma de ignorar lo que separa, de querer estar siempre en los dos lados.

Buscó el camino perdido en la desorientación de la fiebre y remontó aquella pendiente a orillas de la carretera para no ser visto por quienes transitaban; eran siempre tropas del ejército que trasladaban víveres, soldados, armamento y todo lo necesario para mantener controlada la tierra conquistada. Inercias de una guerra que, como otras guerras, acaban pero nunca se resuelven. Sólo de vez en cuando pasaba un vehículo civil y nadie podría afirmar que no hubiera sido confiscado. Alegría sabía que todos los que tenían la potestad de desplazarse libremente podían ser sus adversarios. Esto no significaba que los inmóviles, los silenciosos, no fueran sus contrarios, porque ignoraba qué bando debe tomar un soldado que gana una guerra y la pierde al mismo tiempo.

Sin embargo, aun queriendo ocultarse, no se atrevió a alejarse de la carretera, porque temía que le abandonaran las fuerzas necesarias para seguir viviendo y, en ese caso, se tendería en el camino para que le encontraran y le dieran cristiana sepultura o, al menos, no permitieran que sus despojos terminaran alimentando a los lobos y a los perros asilvestrados que merodeaban pacientes esperando el final de aquel peregrinaje. La resurrección de la carne, pensaba, requería cierta pulcritud en los difuntos y a él sólo le quedaba una podredumbre nauseabunda y humillada. Su hedor era tal que resultaba imposible pasar desapercibido a pesar del brezo, la jara, la primavera y el tomillo.

Todas estas precauciones retrasaron el camino otros tres días en los que las patatas hervidas y el agua abastecieron el primero, pero después, con el frío de la cumbre, tuvo sólo el talego como prenda de abrigo por las noches y como protector de la calentura de la herida cuando el sol arreciaba al mediodía.

Por fin, llegó a Somosierra, un pueblo de granito y pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Llegó al atardecer, con un sol oblicuo y denso a sus espaldas que le permitió acercarse a la caseta del fielato donde los guardianes del camino habían instalado sus reales. Allí estaban los soldados del ejército que había ganado la última batalla, con los uniformes, las botas, los tabardos y las armas que él había administrado tantos años. No sintió ni nostalgia ni arrepentimiento, pero sí melancolía.

Les observó tras su difusa miopía durante horas, incluso cuando la noche se echó encima y los soldados tuvieron que encender hogueras para iluminar el camino y calentarse. Observó la parodia de un cambio de guardia, hecho al buen tuntún y con una desgana que reflejaba más hastío que victoria.

Debió de ser entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas notas encontradas en su bolsillo el día de su segunda muerte, la real, que tuvo lugar más tarde, cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebatado a sus guardianes.

«¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real, que
venció al
ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán considerados protagonistas de la guerra.»

Todos los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar sepultados bajo la fiebre, bajo el hambre, bajo el asco que sentía de sí mismo, porque haciendo acopio de la poca fuerza que aún le quedaba, arrastrándose ya, pues ni siquiera incorporarse pudo en el último momento, se aproximó al cuerpo de guardia lentamente, sin importarle el asombro y la repulsión que sintieron los soldados al ver arrastrarse esos despojos.

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