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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

Locuras de Hollywood

 

Cuando el riquísimo Alfred Cork murió, dejo toda su fortuna a su mujer, que había sido una famosa actriz del cine mudo. Pero en el testamento había una clausula: Adela, la viuda, tenia que mantener de por vida a su cunado Smedley Cork, un petimetre acostumbrado a la buena vida y a no pegar golpe. Claro esta que la idea que Adela y Smedley tenían sobre esta manutención era muy diferente. Para la ex actriz, significaba una habitación en su propia casa, tres comidas por día, y yogur, mucho yogur, en lugar de los cocteles a los que el
bon vivant
estaba acostumbrado. Smedley, por su parte, pensaba que Adela estaba moralmente obligada a instalarlo en un apartamento en Park Avenue, y a poner a su disposición una bien provista cuenta bancaria. Como la frugal viuda se mantenía en sus trece, Smedley urdió un plan para conseguir la fortuna que se merecía por sus refinados apetitos. Y en ese plan ocupaba un lugar destacado el diario de una volcánica actriz muerta en un accidente de aviación.

En esta ocasión, Hollywood es el territorio elegido por Wodehouse para desplegar su desternillante humor, su desopilante sentido del absurdo. Una ciudad enloquecida donde toda locura es posible.

P. G. Wodehouse

Locuras de Hollywood

ePUB v1.0

Arthur Paendragon
06.06.12

Título original:
The Old Reliable

Fecha de publicación: 18/04/1951

Traducción: Javier Calzada

Editor original: Arthur Paendragon (v1.0)

ePub base v2.0

I

El sol, que es un placer tan agradable de la vida en Hollywood y en sus alrededores cuando el tiempo no se muestra caprichoso, caía radiante desde un cielo azul turquesa sobre la espaciosa finca que los del lugar seguían llamando la casa de Carmen Flores, aunque ya hacía casi un año que la fogosa estrella mexicana había dejado de ser su propietaria y ahora pertenecía a mistress Adela Shannon Cork. El mes, mayo. La hora, mediodía.

La casa de Carmen Flores se alzaba en las montañas, en el punto donde Álamo Drive se convierte en un sucio sendero bordeado de cactus y serpientes de cascabel, y los rayos del sol iluminaban su piscina, su rosaleda, sus naranjos, sus limoneros, sus Jacarandás y su terraza enlosada. Podía decirse que el sol lo iluminaba todo…, menos el corazón del maduro caballero, corpulento y voluminoso, que se hallaba sentado en la terraza con la apariencia de un emperador romano demasiado proclive a saciarse de alimentos ricos en féculas sin preocuparse de contar calorías. Se llamaba Smedley Cork, era el hermano del difunto marido de mistress Adela Cork y estaba observando con semblante hosco y artero un objeto que acababa de aparecer sobre el fondo del paisaje.

El objeto en cuestión era un mayordomo, un inconfundible mayordomo británico, alto, correcto y digno, que avanzaba hacia él portando una bandeja con un vaso lleno hasta el borde de un líquido blanco. Todo en la mansión de mistress Cork hablaba elocuentemente de riqueza y lujo, pero nada de forma tan explícita como la presencia de Phipps en la casa. En Beverly Hills, por regla general, el propietario emplea a su servicio a un «matrimonio» que, una vez demostrada su total incompetencia, se despide a la semana siguiente para ser relevado por otro «matrimonio» igualmente infrahumano. Un mayordomo filipino revela cierto grado de modesta prosperidad. Un mayordomo inglés significa magnificencia. Nadie puede superar esa cota.

—Su yogur, señor —dijo Phipps con la expresión de un tío benevolente que otorga a su sobrino un merecido regalo.

Sumido en sus ensoñaciones, como solía estarlo cuando se sentaba a tomar el sol en la terraza, Smedley se había olvidado por completo del yogur que su cuñada le obligada a tomar a esta hora del día en vez del más convencional cóctel. Olisqueó el vaso con un respingo de disgusto y emitió la opinión de que olía a guante de maquinista de tren.

La actitud del mayordomo, respetuosa y comprensiva, pareció sugerir que estaba de acuerdo en que existían algunos elementos de semejanza.

—Pero es excelente para la salud, según creo, señor. Los campesinos búlgaros lo toman en grandes cantidades. Hace que estén tan sonrosados.

—Vale…, ¿pero quién quiere un campesino búlgaro sonrosado?

—Ésa es la cuestión, por supuesto, señor.

—Si alguna vez encuentras un campesino búlgaro sonrosado, puedes quedártelo, ¿estamos? —Muchísimas gracias, señor.

Smedley hizo un tremendo esfuerzo para obligarse a engullir una porción de aquel engrudo repugnante. Al incorporarse para tomar aire, miró con cara de pocos amigos el campus de la Universidad del Sur de California en Los Angeles, que se extendía a sus pies en el valle.

—¡Qué asco de vida! —exclamó.

—En efecto, señor.

—Ni a un perro le pasaría esto.

—El mundo es un valle de lágrimas, señor —suspiró Phipps.

A Smedley le sentó mal semejante observación, pese a darse cuenta de que pretendía ser una ayuda.

—¡Qué sabrás tú de lágrimas! —replicó acalorándose—. Tú eres un mayordomo despreocupado. Si no te agrada esto, puedes ir a cualquier otra parte…, ¿comprendes lo que quiero decir? Y yo no puedo, ¿entiendes? ¿Has estado alguna vez en la cárcel, Phipps?

El mayordomo se sobresaltó.

—¿Cómo dice, señor?

—No, claro…, no has estado. Jamás podrías comprenderlo, entonces…

Smedley se acabó el yogur y cayó en un melancólico silencio. Pensaba en el testamento del difunto Alfred Cork, sintiendo cuán extraño y trágico era que diferentes personas pudieran interpretar de forma tan distinta las últimas voluntades de un testador.

Aquella cláusula que Al había incluido encargando a su viuda que «mantuviera» a su hermano Smedley… Ahí había un ejemplo típico de cómo pueden surgir las confusiones y los malentendidos. Según la interpretación de Smedley, cuando le encargas a una mujer que mantenga a alguien, le estás diciendo que esperas que lo instale en un apartamento en Park Avenue con una renta suficiente para vivir allí, conducir un buen auto, ser miembro de unos cuantos clubes de prestigio y permitirse un viajecito anual a París, a Roma, a las Bermudas, por ejemplo, amén de otras cosillas. Pero Adela, más parca en su interpretación, había entendido que aquella cláusula limitaba sus obligaciones a proporcionar casa, cama y tres comidas al día, y a este criterio se habla ajustado el proceder de su cuñada. El pobre hombre comía bien, dormía a sus anchas y tenía todo el yogur que deseara; pero, dejando aparte estas prebendas, su suerte en los últimos años venía siendo sustancialmente idéntica a la de un preso que cumpliera sentencia en un penal.

Salió de sus meditaciones con un gruñido. Y le invadió la necesidad de sincerarse con aquel amable mayordomo, sin ocultarle nada.

—¿Sabes lo que soy, Phipps?

—¿Señor?

—Un pájaro en una jaula de oro.

—¿Sí, señor?

—Soy un gusano.

—El señor me está haciendo un lío. Creí que había dicho que era un pájaro.

—Y un gusano también. Un miserable, despreciado y pisoteado gusano, en cuyo horizonte no hay ni un rayo de luz. Un… ¿cómo se llama eso que tienen en México?

—¿Tamales, señor?

—Peones. Eso es precisamente lo que soy: un peón. Baqueteado aquí, baqueteado allá, molido a coces, tratado como un perro. Y lo más amargo de todo es que antes nadaba en dinero. En un montón de dinero. Evaporado ahora.

—¿Sí, señor?

—Sí, esfumado. Lo dilapidé. Derroché mi pasta. ¡Qué lección debería ser ésta para todos nosotros, Phipps, para que no derrocháramos nuestra pasta!

—En efecto, señor.

—Es una necedad dilapidar tu pasta. No ganas nada haciéndolo. Y, si no tienes pasta, ¿qué te queda?

—Nada, señor.

—Nada, eso es. ¿Puedes prestarme cien dólares?

—No, señor.

En realidad, Smedley no había esperado sacárselos. Pero el repentino deseo que le había acometido de pasar siquiera una noche en los lugares más animados de Los Angeles y sus alrededores era tan acuciante, que valía la pena plantear el asunto. Sabía que los mayordomos ahorraban un pastón y él era un firme partidario de la teoría de que hay que compartir la riqueza.

—¿Y cincuenta?

—No, señor.

—Me las arreglaría con cincuenta —dijo Smedley, que era un hombre razonable y sabedor de que a veces hay que hacer concesiones.

—No, señor.

Smedley renunció. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que había sido un error introducir aquellos comentarios acerca de derrochar la propia pasta. Meterle ideas en la cabeza, eso había sido… Permaneció un rato con el ceño fruncido y malhumorado, pero de pronto se le iluminó la cara. Acababa de recordar que la buena de Bill estaba desde ayer en aquel caserón. Y eso le daba un nuevo cariz al asunto. Le parecía incomprensible haber pasado por alto una fuente de ingresos tan prometedora. Wilhelmina («Bill») Shannon, en efecto, era hermana de Adela y, consiguientemente, su cuñada… Si había algo de cierto en lo que dicen de que la sangre es más espesa que el agua, seguro que estaría dispuesta a soltarle cien insignificantes dólares. Aparte de que conocía a la querida Bill desde que era un chaval.

—¿Dónde está miss Shannon? —preguntó.

—En la salita del jardín, señor. Creo que está trabajando en las
Memorias
de mistress Cork.

—Está bien. Gracias, Phipps.

—Con permiso, señor.

El mayordomo hizo un solemne mutis y Smedley, sintiéndose un poco amodorrado, decidió que ya habría tiempo más tarde para ir a ver a Bill en demanda de fondos. Cerró los ojos, y al instante unos suaves ronquidos comenzaron a concertarse con el zumbido de los insectos locales y el susurro del follaje del árbol que le daba sombra.

Un buen hombre echando una cabezadita.

De regreso en el office, Phipps se apresuró a servirse un vaso de limonada helada para tonificar sus carnes. Arrugaba el entrecejo mientras sorbía la saludable poción y tenía un aire tenso y preocupado. El gato de la casa se restregaba insinuante en sus piernas, pero el mayordomo permaneció insensible a sus proposiciones. Hay un tiempo para hacerles cosquillas a los gatos detrás de la oreja y un tiempo para dedicarlo a otros menesteres.

Cuando Smedley Cork, al explayarse con él en la terraza, habla descrito a James Phipps como un hombre despreocupado, le confundía, como confunde a tantos observadores superficiales, el hecho de que los mayordomos, al igual que las ostras, llevan una máscara que oculta sus emociones. Despreocupado era el último adjetivo que pudiera aplicarse con un mínimo de rigor a aquel hombre taciturno que estaba allí sentado en su office, cavilando, cavilando. Si hubiera tenido el codo apoyado en la rodilla y el mentón descansando en su mano, habría podido estar posando para el Pensador de Rodin.

El objeto de sus cavilaciones era Wilhelmina Shannon, y venía siéndolo casi sin cesar desde que a primera hora de la tarde del día anterior le había franqueado la puerta principal de la casa. Más concretamente, estaba maldiciendo al destino malévolo que la había traído a aquella casa y preguntándose por centésima vez qué giro tomarían las cosas con su presencia allí. Era la vieja historia, la historia de siempre. Aquella mujer sabía demasiado. El futuro de Phipps dependía del silencio de ella. Y la pregunta, la pregunta que torturaba a James Phipps, era también la eterna cuestión: ¿son capaces de callar las mujeres? Es verdad que el globo aún no había estallado, lo que daba a entender que todavía estaba a salvo su secreto, pero… ¿podría mantenerse aquel dichoso estado de cosas?

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