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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick

 

Hermanas Penderwick 1

El señor Penderwick y sus cuatro hijas llegan a una mansión campestre de Massachusetts para pasar las vacaciones estivales, un lugar rodeado de hermosos jardines donde vivirán aventuras inolvidables. La mayor, Rosalind, tiene doce años, y tras la muerte de su madre ha asumido la responsabilidad de cuidar de sus hermanas: Skye, de once, tan inteligente como impulsiva; Jane, de diez, soñadora y aspirante a convertirse en una gran escritora; y Risitas, de cuatro, tímida y amante de los animales. Sin olvidar a Hound, el perro de la familia y fiel compañero de juegos. Todos ellos disfrutan de la naturaleza bajo la benévola mirada del adorable señor Penderwick, un tranquilo profesor de botánica que educa a sus hijas en la confianza y el respeto. Todo lo contrario que la señora Tifton, la antipática y severa propietaria de la finca, a quien no le agrada nada la presencia de unas niñas que considera vulgares y una mala influencia para su hijo Jeffrey. Ante esta situación, las cuatro hermanas unen sus fuerzas para salvar a quien consideran su nuevo amigo, para lo cual cuentan con la inestimable ayuda de Churchie, la cocinera de la casa.

Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick

Hermanas Penderwick 1

ePUB v1.0

Echelon
16.11.11

Traducción del inglés de Máximo González Lavarello

Título original:
The Penderwicks

Ilustración de la cubierta: Almud Kunert / Carlsen Verlag GmbH, Hamburgo, Alemania

Ilustraciones interiores: David Frankland, 2005

Copyright © Jeanne Birdsall, 2005 Publicado por acuerdo con Random House Children's Books, una división de Random House, Inc. Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2008

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A. Almogávers, 56, 7º 2 - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99

www.salamandra.info

ISBN: 978-84-9838-165-8 Depósito legal: B-13.193-2009

1ª edición, junio de 2008

2ª edición, marzo de 2009

Printed in Spain

Para Bluey

CAPÍTULO UNO

El chico de la ventana

Había transcurrido mucho tiempo desde aquel verano, pero las cuatro hermanas Penderwick seguían hablando de Arundel. Posiblemente Jane diría que el destino las había llevado hasta allí; otra, tal vez Skye, aseguraría que todo fue por culpa del avaro propietario que había vendido la casa de Cape Cod donde ellas pasaban las vacaciones.

Quién sabe cuál de todas tenía razón. Lo cierto es que la casa de la playa que solían alquilar se había vendido en el último momento y, de repente, se encontraron sin plan para ese verano. El señor Penderwick movió cielo y tierra en busca de alguna otra cosa libre, pero todo estaba ocupado, y sus hijas se hicieron a la idea de tener que pasar las vacaciones en su casa de Cameron, en Massachusetts. No es que no les gustara vivir allí, pero ¿qué es un verano sin un viaje a algún lugar especial? Entonces, cuando ya habían perdido toda esperanza, su padre oyó hablar a un amigo de un amigo sobre una casita en las montañas Berkshire. Al parecer, tenía varias habitaciones y un gran redil vallado para perros, perfecto para
Hound,
el enorme y adorable sabueso negro de la familia; y lo mejor era que se podía alquilar tres semanas en agosto. Evidentemente, el señor Penderwick no se lo pensó dos veces y se hizo con ella de inmediato.

Después Risitas diría que su padre no sabía en qué iba a meterlas. Rosalind, como siempre, diría que era una lástima que mamá no hubiese conocido Arundel, porque le habrían encantado los jardines; entonces Jane diría que en el cielo había jardines mucho más bonitos; y Skye, para hacer reír a sus hermanas, añadiría que ahí arriba no tendría que toparse con la señora Tifton. Y bien que reirían, y seguramente seguirían hablando de otras cosas, hasta la próxima vez que alguna de ellas volviera a acordarse de Arundel.

Sin embargo, todo eso es el futuro. Al principio de nuestra historia, Risitas no tiene más que cuatro años, Rosalind doce, Skye once y Jane diez. Todas van en el coche con su padre y con
Hound
, de camino a Arundel, y por desgracia se han perdido.

—Es culpa de Risitas —dijo Skye.

—No es verdad —replicó Risitas.

—Claro que sí. Si
Hound
no se hubiera comido el mapa, no estaríamos perdidos. Y
Hound
no se habría comido el mapa si tú no hubieras escondido tu bocadillo dentro.

—A lo mejor es cosa del destino. Puede que ahora que estamos perdidos descubramos algún lugar maravilloso —intervino Jane.

—Lo único que descubriremos es que cuando paso demasiado tiempo junto a mis hermanas en el asiento trasero del coche, me vuelvo loca y las asesino —sentenció Skye.

—¡Haya paz! —exclamó el señor Penderwick—. ¿Qué te parece si jugamos a algo, Rosalind?

—Juguemos a «Fui al zoo y vi» —sugirió ella—. Fui al zoo y vi un antílope. ¿Jane?

—Fui al zoo y vi un antílope y un búfalo.

Risitas estaba entre Jane y Skye, así que era su turno.

—Fui al zoo y vi un antílope, un búfalo y un coala.

—Koala se escribe con
k,
no con
c
—dijo Skye.

—Mentira, se escribe con
c
, como canguro.

—Venga, Skye, que te toca a ti —espetó Rosalind.

—No tiene sentido jugar si no lo hacemos bien.

Rosalind, que estaba sentada delante junto a su padre, se giró hacia Skye con su típica mirada de hermana mayor. Sabía que no iba a servir de mucho, ya que, al fin y al cabo, Skye sólo tenía un año menos que ella; pero como mínimo la mantendría callada lo suficiente para que ella se concentrara y pudiese averiguar adonde estaban yendo. Lo cierto es que estaban realmente perdidos. Aquel viaje debería haber durado una hora y media, y ya llevaban tres en la carretera.

Rosalind miró a su padre, que iba al volante. Se le estaban deslizando las gafas por la nariz y tarareaba su sinfonía de Beethoven favorita, ésa sobre la primavera. Su hija sabía que aquello quería decir que estaba pensando en plantas en lugar de en conducir; después de todo, el señor Penderwick era profesor de Botánica.

—Papá, ¿qué recuerdas del mapa?

—Que se supone que debemos atravesar un pueblo llamado Framley, dar unas cuantas vueltas y buscar el número once de la calle Stafford.

—¿No hemos pasado por Framley hace un rato? Y mira —agregó, señalando por la ventana—. A esas vacas de ahí ya las hemos visto.

—Tienes buena memoria, Rosy, pero ¿no íbamos en la dirección contraria la última vez? Puede que éste sea el camino correcto.

—No; porque todo lo que hemos visto por aquí eran más campos llenos de vacas, ¿recuerdas?

—Tienes razón —contestó el señor Penderwick. Así que detuvo el coche, dio media vuelta y continuó en la dirección opuesta.

—Necesitamos encontrar a alguien que nos indique cómo llegar.

—Lo que necesitamos encontrar es un helicóptero que nos saque volando de aquí —replicó Skye—. ¡Y guarda esas estúpidas alas de mariposa de una vez! —añadió dirigiéndose a Risitas, que, como de costumbre, llevaba puestas sus amadas alas de mariposa negras y naranjas.

—No son estúpidas —respondió la pequeña.

—¡Guau! —ladró
Hound,
echado entre los bártulos en el maletero del coche. Siempre se ponía del lado de Risitas en todas las discusiones.

—Perdidos e inquietos, los intrépidos exploradores y su fiel animal discutían entre ellos. Sólo Sabrina Starr conservaba la calma —dijo entonces Jane. Sabrina Starr era la protagonista de las historias que ella escribía, y era especialista en rescates. En la primera entrega rescataba a un grillo; luego aparecieron
Sabrina Starr rescata a un gorrión, Sabrina Starr rescata a una tortuga,
y la más reciente,
Sabrina Starr rescata a una marmota.

Rosalind sabía que Jane estaba buscando ideas para la próxima historia. Skye había sugerido que Sabrina tratase de rescatar a un cocodrilo devorador de hombres, y que éste acabase comiéndose a la heroína, poniendo así fin a aquella serie literaria, pero el resto de la familia la había hecho callar, porque, salvo Skye, todos disfrutaban con los relatos de Jane.

De repente se oyó un fuerte ruido en el asiento de atrás. Rosalind se dio la vuelta para asegurarse de que sus hermanas no se estaban pegando, pero se trataba de Risitas, que estaba peleándose con su sillita porque quería girarse para ver a
Hound.
Jane, por su parte, iba tomando notas en su cuaderno favorito, de color azul. Así que todas estaban bien, aunque Skye se dedicase a inflar las mejillas para imitar a un pez, lo que significaba que estaba aún más aburrida de lo que Rosalind temía. Sería mejor que diesen pronto con la casita.

Entonces Rosalind vio que había una camioneta aparcada a un lado de la carretera.

—¡Para, papá! A lo mejor el conductor puede indicarnos cómo llegar.

El señor Penderwick frenó. La muchacha salió y vio que la camioneta tenía la palabra
«TOMATES»
pintada con grandes letras en ambas puertas. Junto al vehículo había una mesa de madera con una montaña de espectaculares tomates y, detrás, un hombre vestido con unos téjanos gastados y una camisa verde con la inscripción
«TOMATES HARRY»
bordada en el bolsillo.

—¿Tomates? —inquirió el tipo.

—Pregúntale si son tomates mágicos.

Con el rabillo del ojo, Rosalind vio cómo Skye apartaba a Jane de la ventanilla del coche.

—Son mis hermanas pequeñas —se disculpó.

—Qué me vas a contar; yo tengo seis.

Rosalind trató de imaginarse lo que sería tener seis hermanas menores, pero lo único que consiguió fue pensar en las suyas, y se estremeció.

—La verdad es que sus tomates tienen una pinta estupenda, pero en realidad necesito que me indique una dirección. Estamos buscando el número once de la calle Stafford.

—¿Arundel?

—No tengo ni idea de lo que es Arundel. Se supone que hemos alquilado una casita en esa dirección.

—Sí; Arundel es el hogar de la señora Tifton. Una mujer preciosa, aunque un tanto estirada.

—Madre mía.

—No te preocupes, no os pasará nada. Allí os encontraréis con un par de sorpresitas de lo más agradables. Sin embargo, vais a tener que controlar a esa rubia de ahí —dijo el hombre mirando hacia el coche: Skye y Jane estaban de nuevo asomadas a la ventanilla, escuchando, y se oía a Risitas, quejándose de no poder ver lo que estaba pasando fuera.

—¿Por qué a mí? —exclamó Skye.

El hombre volvió a mirar a Rosalind y le guiñó un ojo.

—Siempre detecto a los revoltosos. Yo mismo era un diablillo de niño. Ahora ve y dile a tu padre que siga por esta carretera unos metros más, que tome el primer desvío a la izquierda, que luego doble a la derecha y que busque el número once.

—Gracias —dijo Rosalind, y se volvió hacia el coche.

—Espera un segundo —la detuvo el hombre, metiendo media docena de tomates en una bolsa—. Toma esto.

—Oh, no puedo aceptarlo.

—Claro que sí. Dile a tu padre que es un regalo de Harry —insistió, entregándole la bolsa—. Y otra cosa más, jovencita. Será mejor que tú y tus hermanas no os acerquéis a los jardines de la señora Tifton; es muy quisquillosa al respecto. Bueno, ¡que disfrutéis de los tomates!

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