Las flores de la guerra

 

1937, Nanjing: el ejército japonés ha entrado en la capital china a sangre y fuego. La guerra ha atrapado a Shujuan junto con otras doce estudiantes en el desván de la parroquia Santa María Magdalena, al cuidado del padre Engelmann. Aunque hay algo que sacude su mundo con más fuerza que el sonido de los disparos. Cuando la misteriosa y seductora Zhao Yumo llega al frente de un grupo de prostitutas en busca de refugio, las niñas y los clérigos tienen que enfrentarse a sus propias encrucijadas: ¿dónde está la justicia?, ¿qué los distingue de esas mujeres?, ¿cómo defenderse de la crueldad? Una sobrecogedora historia de miedo y violencia, pero también de amor, pasiones ingobernables, amistad y compasión, que Zhang Yimou llevó al cine en la mayor producción cinematográfica de la historia de China. «Una escritura transparente y eficaz, envolvente y rica en personajes definitivos.» Jesús Ferrero, Babelia «Yan conmueve al lector en lo más profundo de su ser. Mucho después de haber concluido la lectura, las imágenes perduran y regresan las preguntas, preguntas necesarias en tiempos extremos.» Amy Tan «Una vez más Yan da la talla y nos regala una espléndida narración con un puñado de personajes inolvidables que siguen acompañando al lector cuando ya ha cerrado el libro.» Jesús Ferrero, Babelia

Geling Yan

Las flores de la guerra

ePUB v1.0

victordg
18.05.1 2

Título original:
The Flowers of War

Geling Yan, 2011.

Traducción: Nuria Pitarque Ledesma

Diseño/retoque portada: victordg

Editor original: victordg (v1.0)

Corrección de erratas: victordg

ePub base v2.0

Capítulo 1

Meng Shujuan se levantó sobresaltada. No tardó en darse cuenta de que se encontraba de pie junto a la esterilla sobre la que dormía. Eran alrededor de las cinco de la madrugada, o quizás un poco más temprano, como mucho las cuatro y media. Se despertó en el mismo momento en que los estampidos de la artillería que habían sonado durante días enmudecieron. Aunque el silencio repentino de miles de cañones resultaba, de hecho, igual de aterrador que cuando tronaban todos a la vez, lo que en realidad interrumpió su sueño fue un fluido caliente que brotó de entre sus piernas. Sangre. Fue en ese instante cuando despertó del todo. Era su primera menstruación. Descalza sobre el pavimento, tuvo la sensación de que ese líquido que hacía un momento ardía se iba helando.

A su izquierda había una fila de siete camas improvisadas en el suelo y, separadas por un espacio de paso, se extendían otras ocho más. Por toda Nanjing había edificios en llamas. El resplandor del fuego penetraba por entre las cortinas negras que tapaban los ventanucos del desván, haciendo que las formas de la estancia se agitaran y ondularan sin descanso. Aprovechando esta claridad, Shujuan contempló a sus compañeras dormidas y escuchó su respiración larga y profunda. Soñaban como si siguieran viviendo en tiempos de paz.

Se echó una chaqueta sobre los hombros y se dirigió a tientas hacia la puerta del desván. No se trataba de una entrada que se alzara perpendicular al suelo sino que, vista desde el piso de abajo, era una tapa cuadrada colocada en el techo. Normalmente el desván estaba deshabitado y únicamente subían de manera ocasional los hombres que venían a reparar la instalación eléctrica o las goteras del tejado. La trampilla y la escalera estaban unidas por un ingenioso mecanismo que hacía que, en el momento en que se empujaba la portezuela, se extendiera la escalera.

Cuando Shujuan y sus quince compañeras llegaron el día anterior a la parroquia, el padre Engelmann les había explicado que debían permanecer en el desván todo el tiempo posible. Para orinar podían utilizar un cubo metálico. Sin embargo, la sangre de su camisón era en ese momento una emergencia: Shujuan necesitaba bajar al cuarto de baño.

El padre Engelmann no había contado con tener que dar cobijo a las estudiantes de la Escuela de Santa María Magdalena. La tarde anterior, él y su ayudante, el diácono Fabio Adornato, acompañados de sus dos empleados, Ah Gu y George Chen, habían llevado a las niñas hasta el río para tomar el ferry a Pukou. Tuvieron que esperar hasta poco antes del anochecer a que el barco regresara precisamente de esa ciudad. Sin embargo, no consiguieron subir a bordo. De repente había aparecido un grupo de soldados escoltando a otros heridos de gravedad que las empujaron a un lado. Uno de ellos le explicó al padre Engelmann que habían caído, no bajo las balas de los japoneses, sino bajo las de su propio bando. Cumpliendo órdenes de retirada inmediata, habían retrocedido con la mala fortuna de toparse con otras tropas chinas que aún no habían recibido la orden y que los tomaron por desertores. Los soldados en retirada habían obedecido también la orden de destruir su propia artillería pesada antes de abandonar las trincheras, por lo que, frente a las armas de las tropas defensivas, quedaron convertidos en dianas de carne y hueso. Se vieron así atacados por las ráfagas de sus metralletas, acribillados por sus pistolas y aplastados por sus tanques. Cuando por fin ambos bandos aclararon el malentendido, las bajas entre los soldados que habían retrocedido ascendían a varios centenares. Quizá movidas por un sentimiento de culpa, las tropas defensivas, como si hubieran enloquecido de repente, asaltaron el barco para entregárselo a los soldados que habían recibido sus disparos. Fue así como los clérigos y las estudiantes perdieron su oportunidad de marcharse en el ferry.

El padre Engelmann consideró que era demasiado peligroso quedarse por la noche a orillas del río. Llegaban ecos de disparos y cruce de bayonetas y podía resultar peor que encontrarse con los mismos japoneses. Se puso, por tanto, al frente del grupo junto con el diácono Adornato y, escoltados por Ah Gu y George Chen, llevaron de regreso a la iglesia a Shujuan y a sus compañeras atravesando las calles más oscuras y estrechas de Nanjing.

El padre Engelmann había prometido a las niñas que en cuanto amaneciera encontraría un barco y, si no lograba dar con uno, aún quedaría una salida: refugiarse en la Zona de Seguridad. Apenas un día antes, les había asegurado que la ciudad era inexpugnable. A juicio del sacerdote, las murallas en perfecto estado y la barrera natural que formaba el río Yangtsé impedirían a los japoneses tomar fácilmente Nanjing.

Shujuan descendió por los escalones de madera, que crujieron a cada paso a medida que bajaba del desván. Cuando sus pies se posaron sobre el suelo del taller de encuadernación sintió el frío pegajoso, húmedo y penetrante hasta los huesos del mes de diciembre. Aparte de unos disparos esporádicos en la lejanía, todo estaba en silencio a su alrededor; hasta sus propios pasos provocaban un roce contra la oscuridad apenas perceptible. En ese momento, ella aún desconocía la tragedia que envolvía a aquella calma, una calma producto del abandono de la lucha por la ciudad y de su progresiva resignación a ser ocupada. Atravesó la quietud fría y húmeda. Sus pies conocían muy bien el camino de un extremo del taller al otro. En total había veintidós pupitres donde las estudiantes solían encuadernar las biblias y las hojas de himnos que utilizaba la iglesia de Santa María Magdalena en sus servicios litúrgicos y otras actividades religiosas.

Casi todas las niñas que habían quedado en la parroquia eran huérfanas. Tan sólo Shujuan y Xiaoyu tenían padres, pero por una razón u otra se encontraban en el extranjero o fuera de la ciudad. A sus trece años, Shujuan se sentía traicionada. Estaba convencida de que sus padres permanecían lejos a propósito y de que no tenían intención de regresar a una capital que incluso el propio Gobierno y el ejército habían abandonado.

Desnuda de cintura para abajo, permaneció de pie frente al retrete, sintiendo con una mezcla de curiosidad y asco cómo los órganos misteriosos bajo su abdomen se reavivaban, se retorcían y se contraían y segregaban aquel líquido de color rojo oscuro. Comprendía vagamente cómo a partir de entonces su cuerpo desencadenaría todo tipo de desenfrenos y proporcionaría un suelo fértil a cualquier ser depravado que plantara una semilla, un campo de cultivo en el que echaría raíz, brotaría y daría fruto. Entre escalofríos, colocó una toalla dentro de su ropa interior y salió del edificio con un andar no demasiado elegante.

La torre del campanario de estilo gótico de la iglesia había sido alcanzada por un proyectil y se había derrumbado en parte arrastrando consigo la entrada principal que daba a la calle. Reducida la puerta a un montón de escombros, a partir de entonces tuvieron que entrar y salir por un pequeño acceso lateral. El edificio principal estaba separado del taller de encuadernación por un pequeño camino que daba en una dirección hacia la puerta lateral y en la otra, hacia la pequeña parcela cubierta de césped en la parte trasera del templo. El padre Engelmann amaba ese rincón y solía explicar orgulloso a sus feligreses que aquél era el último oasis que quedaba en Nanjing. En aquel lugar donde se habían celebrado durante décadas ferias benéficas, bodas y funerales se desplegaban ahora una enorme bandera de Estados Unidos y otra de la Cruz Roja. El césped continuaba hasta el patio trasero. Allí se encontraba la casa de ladrillo rojo del padre Engelmann, que en primavera y verano parecía flotar en medio del verde, creando una escena típica de cuento infantil.

Shujuan clavó la mirada en la torre. El resplandor de las llamas realzaba el contorno de la parte destruida, que ni convertida en ruinas había perdido su majestuosidad. Las nubes rojizas del amanecer comenzaron a asomar débilmente por el este, como la promesa de un día hermoso. No podía ni imaginar lo que estaba sucediendo más allá de los altos muros de la parroquia de Santa María Magdalena, hasta qué punto parecía el amanecer violento y sombrío del día del Juicio Final. Un desfile interminable de tanques de bandera japonesa entraba en ese momento en Nanjing. Una vez abiertas las puertas de la muralla, los invasores estaban dispuestos a penetrar en todos los rincones de la ciudad. Uno tras otro los cadáveres eran aplastados bajo las ruedas de oruga y, en un abrir y cerrar de ojos, aquellos cuerpos quedaron impresos sobre las calles por las que habían pretendido huir, fijados como imágenes en un negativo de asfalto. No, no podía ni imaginar lo rápido que había caído en manos del enemigo la que era capital de China en invierno de 1937.

Shujuan caminó con torpeza de regreso al taller de encuadernación. Tras subir la escalera, se deslizó dentro de su cama y cayó profundamente dormida.

★ ★ ★

Cuando empezaba a clarear, todas las niñas se despertaron a la vez a causa de los gritos y lloros que llegaban desde abajo. El desván tenía tres ventanas alargadas selladas con tiras de papel en forma de cruz y de las que colgaban unas cortinas negras como protección en caso de ataque aéreo. Las estudiantes arrancaron las tiras de papel para poder mirar a través de los ventanucos. Con un poco de esfuerzo, alcanzaban a ver el patio delantero y parte de la puerta lateral.

Shujuan pegó la mejilla derecha al marco y vio cómo el padre Engelmann salía como una flecha del patio trasero hacia la puerta lateral. Su sotana de diario, ancha y larga, se alzaba al viento como una vela.

—¡No salten el muro! ¡Aquí no hay comida! —gritaba mientras corría.

Una de las niñas se atrevió a abrir la ventana y las demás aprovecharon para asomarse por turnos. Dos mujeres jóvenes se habían encaramado en lo alto del muro, sobre la puerta lateral. Una vestía una túnica de color cereza y parecía una recién casada que hubiera venido directamente desde su lecho matrimonial. La otra llevaba una capa de piel de zorro sobre un
qipao
[1]
con todos los botones desabrochados bajo el que asomaban prendas de todas las estaciones del año.

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