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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (7 page)

—¡Qué buena jugada! —pensó Hugo de Mataplana.

Pero de inmediato se alarmó al darse cuenta de las dramáticas consecuencias que aquello acarreaba. Debía avisar con urgencia a su amigo el vizconde Trencavel.

13

«So que las crotz costero d'orfres ni de cendatz que silh meiren el peihs lo destre latz.»

[(«Se hicieron bordar cruces de orfrés y cendal que lucían sobre el lado derecho de su pecho.»)]

Cantar de la cruzada, I-8

Saint Gilles

Saint Gilles parecía en fiestas. El espectáculo del castigo de su señor, anunciado en todos los púlpitos a muchas millas a la redonda, atrajo a gentes de toda Occitania. Aprovechando la afluencia de público, muchos mercaderes, algunos llegados de muy lejos, habían montado sus tenderetes, a los que regresaron una vez terminada la diversión y cuando el conde hubo entrado en la abadía a oír misa. Aun así, la multitud era tal que, al final del oficio religioso, el conde de Tolosa tuvo que salir por un pasadizo escondido a través de la cripta. Precisamente, allí estaba enterrado Peyre de Castelnou, su presunta víctima, y allí hicieron detener al penitente a orar en un último acto de desagravio.

Guillermo y Amaury disfrutaban de aquella villa desconocida, del aire de fiesta, y del sentimiento anticipado de la victoria que todo, y en especial la humillación del conde, anunciaba. Ellos tampoco quisieron perderse el espectáculo. Habían dejado sus tropas en Lyon, donde se concentraban los efectivos del llamado negotium pacis et fidei, cabalgando hasta Saint Gilles para verlo. Después, se pasearon por el mercado, luciendo con orgullo sus cruces bordadas en la parte derecha del pecho, seguidos por sus escuderos, también marcados con la cruz.

La gente les abría paso con respeto, con miedo, intuyendo lo que sus espadas al cinto y aquel signo significaría para Occitania. Los jóvenes caballeros lo leían en las miradas de los que se les cruzaban y en cómo se apartaban solícitos de su camino; eso les regocijaba y, sonrientes, bromeaban a expensas de aquel gordo mercader, de la vestimenta presuntuosa de tal burgués o sobre las muchachas.

Guillermo se fijó en aquel tipo con una extraña vihuela colgando a su espalda y que parecía un juglar. Estaba distraído, revolviendo unos cestos en un tenderete sin reparar en que la comitiva de los cuatro cruzados se acercaba. Supuso que al verlos se apartaría como los otros. Y efectivamente, cuando ya estaban casi a su altura, el juglar levantó la cabeza y, clavando su mirada en Guillermo, hizo un movimiento rápido, pero en lugar de apartarse de su camino, fue hacia él y cruzó golpeándole con toda su fuerza hombro contra hombro.

—¡Qué diablos! —exclamó Guillermo, que ante la inesperada acometida perdió el equilibrio y se fue hacia atrás, sobre Jean, su escudero, que le seguía.

Este reaccionó presto persiguiendo al insolente, que ya se perdía a paso rápido entre la multitud.

—¡Detente, bastardo! —gritó Jean al juglar, alcanzándole.

Pero al tocarle la espalda, Hugo de Mataplana adivinó exactamente la posición de su adversario y, girándose rapidísimo, le estrelló en la cara un inesperado puñetazo.

Hugo no aguardó a ver cómo el escudero caía sobre sus compañeros y se puso a correr sorteando a los villanos que se arremolinaban alrededor de los tenderetes.

—¡A ése! —gritaban los cruzados en su lengua de oíl, mientras corrían tras Hugo.— ¡Cogedle!

Las gentes contemplaban la escena sorprendidas, sin hacer nada para detener al perseguido, que aprovechó su paso por un puesto de venta de huevos para coger un par al vuelo y, frenando en seco unos metros más allá, se giró. El primero fue a estrellarse contra el suelo, pero con el segundo obtuvo blanco en el pómulo de Amaury, que resintió el impacto como si de una pedrada se tratara.

—¡Fuera los francos! —gritó Hugo en la lengua de oc, antes de reemprender su carrera.

A los gritos, los viandantes se detenían a ver, los vecinos de las casas salían y, al cruzar frente a una taberna, una mujer entrada en carnes se puso a chillar desde la ventana.

—¡Es Hugo! ¡Es Huget, el juglar! ¡Ayudadle! —y echó sobre los perseguidores el agua de una jarra, y luego la jarra entera, que cayó a los pies de Guillermo.

Hugo aprovechó el desconcierto de sus perseguidores para gritar de nuevo contra los cruzados franceses y la mujer de la ventana repitió su proclama con voz y pulmones de soprano. Aquello tuvo los efectos de una corneta llamando al salto. Varios salieron de la taberna y desde ambos lados de la calle las gentes empezaron a gritar contra los extranjeros lanzándoles todo tipo de objetos y desperdicios.

—Salgamos de aquí lo antes posible —exclamó Amaury de Montfort, cuyo pómulo se hinchaba por momentos.

Y empezaron a abrirse paso a empellones entre unos hombres que de miedosos habían pasado a hostiles y les zarandeaban insultándoles. Guillermo consiguió un poco de espacio en el cerco que se estrechaba y, tirando de su espada, vociferó:

—¡Dejadnos paso o cortamos cabezas!

El brillo del acero hizo que los más cercanos se apartaran y con sus armas empuñadas se apresuraron hacia la plaza a la búsqueda del apoyo del resto de cruzados que les habían acompañado. Pero en su retirada las gentes les echaban todo tipo de basuras, los perros les perseguían ladrando y los chiquillos corrían detrás chillando alborozados.

—Se arrepentirán de eso —dijo Amaury a sus compañeros.

—Recuerda bien la cara de ese bufón —repuso Guillermo de Montmorency.— Nos volveremos a encontrar y pagará su descaro con sangre.

14

«Mas si sa dopna l'enanssa tant qe.l prenda, estre deu estacatz d'un certan homenatge que ja nuill temp non seg'autre viatge.»

[(«Pero si su dama le eleva tanto, aceptándole, ha de quedar ligado con tal compromiso de honor que nunca más emprenderá otro cortejo.»)]

Respuesta de Raimon de Miraval a Hugo de Mataplana

Béziers

Cuando Hugo de Mataplana se despidió, poco después del incidente de mi secuestro, para emprender uno de sus viajes, no dijo adonde iba ni yo creí que tenía derecho a preguntar, pero la idea de su ausencia me llenó de angustia. En los últimos días, el trovador había frecuentado mi casa, aunque siempre en presencia de mi padre, y ésta se había llenado de música de vihuelas, guitarra y arpa. Fue un tiempo tan hermoso como efímero. Mi padre y el propio Hugo sabían ya del peligro que se avecinaba, pero, como gentiles caballeros practicantes del Joy, evitaban que sus preocupaciones nublaran el mundo de sonrisas galantes de aquella civilización nuestra. Cantábamos el uno para el otro, aunque pareciera que lo hiciéramos para todos y si bien él no volvió a llamarme «mi dama» como hizo al rescatarme, yo me sentía como tal. Cualquier recién llegado a la ciudad de cierta importancia pasaba por casa de mi padre y, a pesar de ello, jamás juglar ni caballero me impresionó como Hugo. Veía reunidos en él tantos méritos que se me antojaba la perfección hecha hombre, aunque quizá mi enamoramiento me deslumbraba. Sin duda, estaba enamorada, muy enamorada, locamente enamorada. Pero no correspondía a una dama expresarlo; más bien, debía mostrarme altanera, algo desdeñosa, pero siempre con risa cantarina. La dama debe estar riente y el caballero, sonriente, decían esas reglas no escritas, pero severas y complicadas, que regían la Fin'Amor.

Cuando al fin regresó de aquel viaje a finales de junio, volvieron las canciones. Yo era muy feliz, quería que aquello durara siempre, estaba convencida de que me amaba y por eso, cuando sin aviso previo vino otra vez a despedirse apenas dos días después de su llegada, casi perdí el habla.

—¿Cuándo os veré de nuevo? —inquirí angustiada.

—En unas semanas, mi señora.

—¿Tan pronto os vais y tan tarde volveréis? ¿Es que ya no os soy grata?

—Todo lo contrario, mi señora —la sonrisa desapareció de su faz.— ¡Qué no daría yo por permanecer a vuestro lado!

Nos encontrábamos en el gran salón del primer piso de mi casa. Me acompañaba doña Bernarda y varias damas que nos visitaban. Mi padre estaba fuera, últimamente lo veía muy ocupado, demasiado para mi tranquilidad. Presentía, sin querer saber, que tiempos difíciles estaban por llegar, que aquellos días postreros de primavera eran los últimos de un tiempo maravilloso, de toda una época, quizá de una civilización.

No tenía tiempo. Sentía que fingir indiferencia y esperar a que Hugo me cortejara como marcaban los cánones era absurdo y decidí tomar yo la iniciativa. No era fácil, las damas nos observábamos unas a otras, sin aceptar conductas indecorosas de nuestras vecinas, ya que, si una se deshonraba, era deshonra para todas.

—Seguidme —le dije.

—¿Qué, mi señora? —respondió con cara de estúpido.

—Que me sigáis —le insistí en voz más baja e irritada, ya que las otras damas escuchaban.

Pareció entender y sin apresurarme me levanté y me dirigí a la ventana más alejada del grupo de mujeres. A cada lado del ventanal, dentro del ancho muro, había unos asientos de piedra. Me acomodé en uno y él, que me había seguido, se colocó en el del frente.

—¿Me amáis, Hugo? —le pregunté sin más preámbulos tan pronto nos sentamos. Por unos instantes, él me miró sorprendido; aquella pregunta era poco pertinente.

Las damas esperaban que fuera el trovador quien tomara la iniciativa en el cortejo, nunca ponían a éste en semejante aprieto.

—Sí —dijo al cabo de un tiempo que me pareció eterno,— con todas mis fuerzas.

Yo sentí un alivio infinito. El sí era respuesta galante casi obligada, pero su entusiasmo parecía sincero.

—Pues pedidme que sea vuestra dama.

Su faz mostró un asombro mayor aún. No sonreía y me miraba con los ojos muy abiertos. Su nuez de Adán se movió tragando saliva. Intentaba reaccionar a mi sorprendente petición y, por unos instantes, pareció dudar. Mientras, yo noté sudor en las palmas de mis manos. ¿Y si dijo que me amaba por no desairar a una dama? ¿Le estaría forzando a hacer y decir lo que no pensaba?

—¿Queréis ser mi dama? —dijo al fin.

—Pedidlo según la costumbre.

Hugo vaciló de nuevo, pero al cabo, levantándose, me hizo una reverencia, hincó una rodilla y juntó sus manos en súplica, de la misma forma que juraría fidelidad a su señor.

—Señora Bruna, concededme el honor de ser mi dama.

Solté una risa cantarina para que todas las demás se fijaran y respondí:

—Me sentiré honrada en que os convirtáis en mi trovador. Sentaos.

Y cuando lo hizo, le dije:

—El beso ya os lo di el día que me rescatasteis.

Era costumbre de las damas besar por primera y última vez al trovador que aceptaban como su amante en la Fin'Amor y no lo hice no por falta de ganas, sino por timidez al sentirme observada por las otras señoras.

—Y no os impondré prueba ni servicio otro sino que cuidéis vuestra vida y regreséis pronto a mi lado.

Hugo sonrió gentil y supe que, aunque forzado, hacía aquello que deseaba y esa certeza me llenó de un gran alivio.

—Así lo haré, mi dama.

Y yo, tontamente, como tocaba hacerlo, pero con mi corazón lleno de gozo, le correspondí con una risa feliz.

Al día siguiente ya se había ido.

15

«El noble qui em damani per pendre'l per marit ha de plaure al meu pare i agradar-me a n'a mi.»

[(«El noble que me pida en matrimonio ha de complacer a mi padre y gustarme a mí.»)]

Canción popular

Días después, con la ausencia de Hugo pesándome, decidí abordar el asunto con mi padre. Nuestra relación era muy estrecha y quise hacerle partícipe de mis ilusiones, cómplice de ellas.

—Hugo de Mataplana es mi trovador y yo soy su dama —le dije sin rodeos en la cocina, donde él desayunaba un asado de cordero.

Últimamente había estado muy ocupado y, al ser jefe militar de la ciudad, eso sólo podía indicar que el peligro acechaba, pero yo nunca le preguntaba por la situación castrense o política, porque hubiera sido ofenderle; una dama debe confiar en su protector y ése era mi padre. Aquel día quise aprovechar que él se levantaba más temprano para hablar con tranquilidad, sin que doña Bernarda estuviera cerca. Sus hombres abandonaron la mesa camino de las caballerizas al ver que mi madrugón no era casual y que deseaba estar a solas con él. Paró de masticar, su barba entrecana se detuvo y se me quedó mirando sorprendido. Después, continuó más lentamente, asimilando la noticia, y cuando quiso tragar, lo hizo con esfuerzo.

—¿Que Hugo te ha pedido que seas su dama? —inquirió al fin, como si no lo pudiera entender.

—Sí. Y yo he aceptado.

—¡No puede ser!

—¿Cómo que no puede ser? —respondí ofendida.— ¿Es que no me veis mérito?

—¡Claro que te veo mérito! Sólo que me cuesta creer que se haya atrevido.

—Se atrevió, aunque yo le animé a ello.

—¿Que le animaste?

Se quedó mirándole mientras yo, con expresión culpable, afirmaba con la cabeza.

—Eso no es propio de una dama —su expresión era severa.— Si una señora empuja a un caballero, le obliga.

—Es que estoy muy enamorada... —me disculpé.

Su expresión cambió a tierna y cogió mis manos con las suyas.

—Bruna, Bruna, sabes cuánto te quiero. Eres mi única familia, la rama verde de mi árbol seco. La última de mi estirpe —hizo una pausa y sus ojos se humedecieron.— Te quiero, pero he de decirte que ha llegado el momento de que dejes de comportarte como una niña mimada. Eres una mujer y has de empezar a asumir responsabilidades. Olvídate de eso, deja la Fin'Amor para las damas casadas que se aburren.

—¿Pero es que no lo entendéis, padre? ¡Estoy muy enamorada! —insistí.

—Pues canta tus canciones de amor, pero prepárate para el matrimonio.

Dijo el matrimonio y pensé, como siempre que sonaba la palabra, en mi madre. Supuse que a matrimonio se refería cuando habló antes de mis responsabilidades y que, claro, las suyas serían buscarme el marido que conviniera política y económicamente.

—Se dice que Hugo, además de trovador, es noble —repuse cambiando de tema.— ¿Es eso cierto?

—Es el hijo del señor de Mataplana. Tienen castillo y posesión al sur de los Pirineos, cerca del monasterio de Ripoll.

—Pues parece, por la forma en que lo tratáis, como si fuera un noble importante...

—No es de alto rango, pero su amistad con nuestro señor el vizconde Trencavel y su relación con el señor de éste, el rey Pedro II de Aragón, le distinguen.

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