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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (38 page)

Lady Clementine se interrumpió en mitad de una frase. La perspectiva de un objetivo superior pareció brillar en sus ojos.

—Un paseo a caballo —repitió serenamente—, qué maravillosa idea, señor Luxton. ¿Verdad, Hannah?

Hannah miró sorprendida a Teddy, que le dirigió una sonrisa cómplice.

—Estaría muy honrado si me acompañara —declaró él.

Antes de que ella pudiera responderle, lady Clementine se adelantó.

—Por supuesto, faltaría más. Nos complacerá acompañarlo, señor Luxton, si no le molesta, por supuesto.

Teddy no se inmutó.

—Me consideraré afortunado de tener… dos… guías tan encantadoras.

—Tú, jovencita, pídele a la señora Townsend que nos prepare un refrigerio —me ordenó. Su gesto denotaba ansiedad. Luego volvió a dirigirse a Teddy—. También a mí me encanta cabalgar —indicó con una leve sonrisa.

Dudley nos contó después que parecían una extraña procesión mientras se acercaban al establo, más extraña todavía cuando todos estuvieron montados a caballo. Al verlos desaparecer hacia el oeste no pudo contener la risa. Lady Clementine hacía buena pareja con la vieja yegua del señor Frederick, que excedía incluso el contorno de su amazona.

El paseo duró dos horas. Cuando regresaron para almorzar Teddy estaba empapado; Hannah, terriblemente callada; y a lady Clementine se la veía tan satisfecha como a un gato frente a un cuenco lleno de crema. La propia Hannah me refirió lo que había ocurrido durante el paseo, aunque no antes de que transcurrieran muchos meses.

Salieron del establo en dirección oeste y atravesaron un claro. Luego bordearon el río, pasearon bajo las copas de las enormes hayas que se alineaban entre los juncos de la orilla. Ambas riberas lucían su manto invernal y no había señal alguna de los ciervos que solían pastar en ellas durante el verano.

El trío cabalgó un trecho en silencio. Hannah iba al frente, Teddy la seguía y lady Clementine cerraba la marcha. Las ramas secas chasqueaban bajo los cascos de los caballos. El río seguía impetuosamente su curso hacia el punto donde desembocaba en el Támesis. A lo lejos, un ciclista pedaleaba hacia el pueblo a toda velocidad.

Finalmente, Teddy puso su caballo a la par de Hannah y comentó con tono jovial:

—Es un verdadero placer estar aquí, señorita Hartford, debo agradecerle su amable invitación.

Hasta ese momento Hannah había estado disfrutando del silencio.

—Es a mi abuela a quien tiene que dar las gracias, señor Luxton. Yo no tengo mucho que ver con todo este asunto.

—Ah… —exclamó Teddy—, lo tendré en cuenta para darle las gracias a ella.

Hannah se compadeció de Teddy, quien sólo había intentado entablar conversación.

—¿Cuál es su ocupación, señor Luxton?

La pregunta de Hannah pareció aliviar a Teddy, que se apresuró a responder.

—Soy coleccionista.

—¿Qué colecciona?

—Objetos hermosos.

—Pensé que trabajaba con su padre.

Teddy se sacudió una hoja de abedul que le había caído en el hombro.

—En materia de negocios, mi padre y yo no coincidimos, señorita Hartford. Él no valora lo que no tenga relación directa con la acumulación de riqueza.

—¿Y usted, señor Luxton?

—Yo busco otro tipo de riqueza. La que proporcionan las nuevas experiencias. El siglo es joven, también yo. Hay demasiadas cosas fascinantes por descubrir, en vez de quedarse enclaustrado en el trabajo.

Hannah lo miró.

—Mi padre me ha contado que está emprendiendo la carrera política. Seguramente eso le impondrá cierta restricción a sus planes.

Teddy meneó la cabeza.

—La política me da más razones para ampliar mis horizontes. Los mejores líderes son aquellos que abren nuevas perspectivas, ¿no lo cree así?

Siguieron cabalgando un rato, hacia las praderas más alejadas, deteniéndose tan a menudo que la yegua rezagada pudo alcanzarlos. Cuando por fin llegaron a un claro, la yegua y lady Clementine se sintieron igualmente aliviadas: sus doloridas posaderas podrían descansar. Teddy ayudó a la anciana a bajar de su montura, extendió el mantel de picnic y dispuso las sillas plegables, mientras Hannah sacaba el termo del té y la comida.

Cuando terminaron los sándwiches de pepino y las bizcotelas, Hannah dijo:

—Creo que daré un paseo hasta el puente.

—¿El puente? —preguntó Teddy.

—El que está más allá de los árboles —explicó Hannah, poniéndose en pie—, donde el lago se hace más estrecho y se une con el arroyo.

—¿Le molestaría que la acompañara?

—En absoluto —respondió Hannah, aunque en realidad habría preferido estar sola.

Lady Clementine tuvo que elegir entre su obligación de carabina y su obligación para con su dolorido trasero. Tras reflexionar brevemente, anunció:

—Yo me quedaré aquí para vigilar los caballos. Pero no tardéis demasiado, me preocuparía. Hay muchos peligros en los bosques, como sabéis.

Hannah le dedicó una ligera sonrisa a Teddy y caminó hacia el puente. Él la siguió, guardando una caballerosa distancia.

—Señor Luxton, lamento que lady Clementine le haya impuesto su presencia esta mañana.

—No se preocupe, he disfrutado de la compañía —respondió Teddy y miró a Hannah—. Alguna más que otra.

Hannah, sin dejar de mirar hacia adelante, se apresuró a decir:

—Cuando era más pequeña, mis hermanos y yo solíamos venir al lago para jugar en el cobertizo de los botes y en el puente. Es un lugar mágico —afirmó mirándolo largamente de reojo.

—¿Un puente mágico? —preguntó incrédulo Teddy.

—Lo comprenderá en cuanto lo vea.

—¿Y a qué solían jugar en ese puente mágico?

—Solíamos turnarnos para cruzarlo corriendo —explicó Hannah mirándole—. Parece muy simple, lo sé. Pero éste no es un puente mágico cualquiera. Está gobernado por un espíritu del lago particularmente aterrador y vengativo.

—¿De verdad? —preguntó Teddy sonriendo.

—Generalmente lo cruzábamos sin problemas. Pero, de cuando en cuando, alguno de nosotros lo despertaba.

—¿Y qué ocurría entonces?

—Entonces se libraba un duelo a muerte —explicó Hannah con una sonrisa—. Su muerte, por supuesto. Nosotros éramos excelentes espadachines. Afortunadamente era inmortal, de lo contrario el juego no habría perdurado.

Al doblar un recodo, el desvencijado puente apareció frente a ellos, sobre un estrecho tramo del río.

—Allí está —señaló Hannah emocionada.

El puente llevaba tiempo en desuso. Otro, más grande y cercano al pueblo que podía ser transitado por automóviles, había usurpado su función. Estaba descascarillado y cubierto de musgo. Los juncos de la orilla se curvaban suavemente hacia el agua, donde en verano crecían libremente las flores silvestres.

—Me pregunto si el monstruo del lago estará hoy —comentó Teddy.

Hannah sonrió.

—No se preocupe. Si aparece, sé a qué atenerme.

—¿Se ha enfrentado ya con él?

—Enfrentado y vencido. No perdíamos ocasión de jugar por aquí. Aunque no siempre peleábamos con el monstruo del lago. A veces escribíamos cartas. Las convertíamos en barcos de papel y las arrojábamos al agua.

—¿Para qué?

—Para que llevaran nuestras peticiones hasta Londres.

—Por supuesto —sonrió Teddy—. ¿A quién le escribía?

Hannah alisó la hierba con el pie.

—Le parecerá tonto.

—Cuéntemelo.

Ella lo miró y le devolvió la sonrisa.

—Le escribía a Jane Digby. Siempre.

Teddy frunció el ceño.

—Ya sabe, lady Jane, la mujer que viajó a Arabia y dedicó su vida a explorar y conquistar territorios.

—Ah —asintió Teddy, haciendo memoria—. La fugitiva de triste fama. ¿Qué es lo que le contaba en sus mensajes?

—Solía pedirle que viniera a rescatarme. Le ofrecía mis servicios como devota esclava con la condición de que me llevara con ella en su próxima aventura.

—Pero seguramente cuando ustedes eran niños ella ya estaba…

—¿Muerta? Sí, por supuesto. Había muerto hacía tiempo. Pero por entonces yo no lo sabía. —Hannah miró de reojo a Teddy—. Si hubiera estado viva, sin duda mi plan no habría fallado.

—Sin duda —repuso él con maliciosa seriedad—. Habría venido hasta aquí para llevarla con ella a Arabia.

—Disfrazada de beduino, como siempre imaginé.

—Estoy seguro de que su padre no se habría preocupado en lo más mínimo.

Hannah rió.

—Me temo que sí; de hecho, lo hizo.

—¿Lo hizo?

—Uno de los arrendatarios de las granjas encontró una de las cartas y se la envió a papá. El granjero no sabía leer pero yo había dibujado el escudo de la familia y pensó que debía tratarse de algo importante. Creo que esperaba una recompensa.

—Me pregunto si la obtuvo.

—Puedo asegurarle que no. Papá se quedó lívido. Nunca pude discernir si lo que le molestó más fue mi deseo de buscar una compañía tan escandalosa o la impertinencia de mi carta. Sospecho que sobre todo le inquietaba la posibilidad de que mi abuela la encontrara. Ella siempre me consideró una chiquilla imprudente.

—Lo que algunos denominarían imprudente para otros puede ser vehemente.

Teddy la miró seria, decididamente. Hannah permaneció pensativa, aunque no pudo precisar sus propios pensamientos. Sintió que el rubor subía por sus mejillas y le dio la espalda. Sus dedos buscaron distracción en el matorral de juncos altos y finos que crecían en la orilla del río. Arrancó uno, e invadida de pronto por una extraña energía subió al puente. Arrojó el junco al río, y corrió al otro lado, para verlo reaparecer arrastrado por la corriente.

—Lleva mis ruegos a Londres —le gritó al perderlo de vista en una curva.

—¿Qué ha pedido? —preguntó Teddy.

Ella le sonrió y se inclinó hacia delante. En ese momento, intervino el destino. El cierre de su relicario, gastado por el uso, se soltó de la cadena, deslizándose por su pálido cuello y cayendo al agua. Hannah sintió que le faltaba algo, pero cuando comprendió de qué se trataba era demasiado tarde. Cuando se inclinó buscándolo, el relicario era poco más que un destello arrastrado por la corriente.

Bajó del puente y se abrió paso entre los juncos de la orilla, con la respiración entrecortada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Teddy desconcertado.

—Mi relicario —se lamentó Hannah, y comenzó a desatarse las botas—. Se me ha caído… Mi hermano…

—¿Pudo ver hacia dónde iba?

—Hacia el centro —indicó Hannah y comenzó a pisar el musgo resbaladizo de la orilla. El borde de su falda se manchó de barro.

—Espere. —Teddy se quitó la chaqueta, la arrojó a la orilla y se deshizo de sus botas. Si bien el río en esa zona era angosto, también era profundo y el agua enseguida le llegó a los muslos.

Entretanto, lady Clementine había reflexionado sobre sus obligaciones, se había puesto de pie y caminaba cautelosamente sobre el terreno desigual, tratando de encontrar a sus dos jóvenes compañeros. Los divisó en el momento en que Teddy se sumergía en el agua.

—¿Qué sucede? —gritó lady Clementine—. Hace demasiado frío para nadar. —Una trémula alarma teñía su voz—. Podría morir.

Hannah, paralizada a causa del pánico, no respondió. Volvió a subir al puente, buscando desesperadamente el resplandor del broche para poder guiar a Teddy hacia él.

Teddy se sumergió y salió del agua varias veces, tratando de encontrar el objeto. Y cuando Hannah estaba a punto de perder toda esperanza, volvió a aparecer con el relicario brillando entre sus dedos.

Un acto verdaderamente heroico, además de sorprendente, tratándose de Teddy, un hombre más prudente que galante, a pesar de sus buenas intenciones. A lo largo de los años, cuando en las reuniones sociales la pareja contaba la historia de su compromiso, ésta fue adquiriendo un aspecto místico, incluso en el relato de Teddy. Como si él mismo, al igual que sus sonrientes invitados, fuera incapaz de creer que en realidad había sucedido. Pero el hecho fue real y sucedió en el momento preciso, ante la persona indicada, sobre quien tendría un efecto fatídico.

Cuando Hannah me lo contó, confesó que mientras él estaba de pie frente a ella, chorreando agua, aferrando el relicario en su mano, súbita y abrumadoramente percibió el atractivo físico de Teddy: la piel mojada, la manera en que la camisa le colgaba de los brazos, los ojos oscuros que la observaban triunfalmente. Nunca había sentido antes nada semejante, por supuesto. ¿Quién podría haber provocado ese sentimiento? Deseó que él la abrazara con la misma fuerza con que aferraba el relicario, que la estrechara hasta que el aire no pudiera entrar en sus pulmones.

Por supuesto, Teddy no hizo nada de eso. En cambio, sonrió orgulloso y le entregó el relicario. Ella lo recuperó agradecida y se alejó mientras él trataba de abrigarse torpemente con ropa seca sobre las prendas mojadas.

Pero para entonces la semilla había sido sembrada.

Capítulo 15

El baile y lo que siguió

El baile de Hannah discurrió sobre ruedas. Los músicos y el champán llegaron según lo previsto y Dudley añadió todas las plantas de maceta que había en la finca para mejorar los poco atractivos arreglos florales. En cada extremo del salón las chimeneas encendidas generaban la ilusión de un invierno templado.

El salón mismo era todo brillo y esplendor. Los candelabros de cristal centelleaban, las baldosas blancas y negras brillaban, los invitados resplandecían. Agrupadas en el centro, veinticinco jovencitas sonreían nerviosas, orgullosas de sus delicados vestidos y sus guantes blancos, presumiendo de las antiguas y deslumbrantes joyas familiares. En el centro estaba Emmeline. Aunque con sus dieciséis años era menor que la mayoría de las asistentes, lady Clementine le había dado permiso para contarse entre ellas, creyendo que no había peligro de que monopolizara a los hombres casaderos ni atentara contra las oportunidades de las otras jóvenes.

Sentadas en sillas doradas colocadas a lo largo de las paredes, un batallón de carabinas cubiertas de pieles y bolsas de agua caliente en sus regazos vigilaban. Las más veteranas eran reconocibles porque habían traído material de lectura y útiles de hacer punto para entretenerse hasta altas horas de la madrugada.

Los hombres constituían un conjunto algo más heterogéneo. Una especie de milicia que respondía diligentemente a la «llamada a filas». Entre los pocos a quienes, en sentido estricto, cabía considerar «jóvenes» estaba el grupo, algo pálido, de los hermanos escoceses reclutados para la causa por el primo segundo de lady Violet, y los hijos de un noble terrateniente local prematuramente calvos, cuyos gustos, como rápidamente quedó en evidencia, no incluían a las mujeres. Junto a esa tosca asamblea de la baja nobleza provinciana, Teddy, con su cabello negro, su bigote de estrella de cine y su traje de corte americano, parecía incomparablemente sofisticado.

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