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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Divulgación, Historia

La aventura de la Reconquista (9 page)

Durante los primeros años de poder Abderrahman trabajó ardorosamente en el intento de pacificar al-Ándalus. Poco a poco las ciudades rebeldes fueron regresando al redil omeya. Casi toda la geografía andalusí fue sometida salvo la excepción ya mencionada de Umar Ibn Hafsun quien con el nombre de Samuel, tomado en su conversión al cristianismo, seguía dominando algunas tierras desde su castillo malagueño de Bobastro. La facción de Ibn Hafsun era la auténtica pesadilla del emirato cordobés; una larvada guerra de guerrillas sostenida durante varias décadas en el interior de al-Ándalus.

Ibn Hafsun fue héroe para los cristianos y bandido rebelde para los musulmanes. Su muerte en los primeros años gobernados por Abderrahman supuso un alivio y un signo de buena suerte para el futuro del Emir. No obstante, los cuatro hijos del caudillo muladí aguantaron la refriega contra los cordobeses hasta que, por una causa u otra, fueron doblegándose al poder omeya. En enero de 928 caía la fortaleza de Bobastro y, con ella, cualquier hostilidad hacia el emirato cordobés.

Abderrahman III había sofocado momentáneamente el endémico problema de las disputas internas, su poderoso ejército daba seguridad por todo al-Ándalus; ninguna ciudad andalusí osaba discutir el mando ejercido por el futuro Califa.

En cuanto a la actuación musulmana sobre el norte peninsular, no se contuvo la ira acostumbrada, renovándose cada año el número de aceifas lanzadas desde las Marcas: Superior, Central e Inferior.

El Emir gustaba de utilizar con generosidad el término
yihad
o guerra santa y, en ese tiempo, los reinos cristianos acumularon méritos más que suficientes para enojar al impetuoso Emir cordobés. En 920 Abderrahman III encabeza una impresionante columna ismaelita con la intención de castigar severamente las incursiones leonesas y navarras sobre al-Ándalus. En principio los cristianos conocedores del movimiento bélico andalusí piensan que Abderrahman se va a dirigir sobre León. En Simancas son acantonadas diversas fuerzas bajo el mando del rey Ordoño II a la espera del ejército cordobés, sin embargo, Abderrahman había dispuesto otra táctica y, en una brillante maniobra de aproximación, coloca a su numerosa hueste en los terrenos riojanos y navarros sometiendo de ese modo al rey Sancho Garcés a una presión fortísima al carecer éste de la ayuda ofrecida por leoneses y castellanos. A pesar de todo, Ordoño II consigue llegar a Navarra con su ejército; el esfuerzo resulta estéril, los musulmanes dominadores de una mejor posición consiguen destrozar a los ejércitos mal organizados de Navarra y León en un llano sito a unos 25 km de Pamplona. Los cronistas árabes llamaron al lugar «Muez», mientras los cristianos lo denominaron «Valdejunquera». El desastre para las tropas cristianas fue total: cientos de caballeros y soldados leoneses y navarros fueron muertos en el campo de batalla; otros tantos en la posterior persecución. Un gran éxito para Abderrahman III quien sin haber cumplido los treinta años se mostraba como gran líder guerrero del islam y azote de sus enemigos. A todos los efectos, la victoria musulmana sólo se puede inscribir como golpe moral rotundo a los intereses cristianos, ya que no hubo anexión territorial ni modificación de las fronteras, tan sólo masacre, devastación y pillaje con el oportuno aparato propagandístico al servicio de un cada vez más influyente Abderrahman III.

Las expediciones militares mantuvieron su tónica en este período; ni cristianos, ni musulmanes, parecían interesados por el territorio del vecino. Mientras tanto, en el norte de África alguien soñaba con la apropiación de al-Ándalus; un peligro acechaba, surgido en medio del fanatismo religioso de la secta fatimí. Ese sería otro enemigo para el emirato cordobés que, curiosamente, le impulsaría hacia su apogeo.

Los fatimíes negaban cualquier clase de legitimidad a las dos dinastías dominantes en el mundo musulmán. Estos miembros de antiguas tribus arábigas veían en Fátima, hija de Mahoma, la auténtica continuadora del linaje profético. Mahoma había muerto sin dejar claro quién debía sucederle; la confusión fue aprovechada por algunas tribus para tomar el poder de la Media Luna. Estas disputas se prolongarían en el tiempo teniendo como consecuencia que muchos clanes se creyeran facultados para ejercer autoridad sobre los demás.

Los fatimíes renegaron de la ortodoxia impuesta por abasidas y omeyas, y crearon su propio santuario religioso en el norte de África; desde allí se alzaron como califato amenazando al oriente de Bagdad y al occidente de Córdoba. Constituían un incómodo vecino que tarde o temprano chocaría con unos y otros. Aunque el principal adversario de los fatimíes eran los abasidas, tampoco se desdeñaba la posibilidad de una ocupación de al-Ándalus.

Abderrahman III, en prevención de cualquier intento anexionista por parte fatimí, hizo que sus tropas desembarcaran en puntos neurálgicos del norte africano. En 927 se tomaba Ceuta, cuatro años más tarde Melilla, también cayó Tánger y en medio de todo esto se proclama el califato de Córdoba. Corre el año 929, desde ese momento, Abderrahman III se distingue como «príncipe de los creyentes y brazo armado del islam», todos le reconocerán con el sobrenombre de
al-Nasir li-Din Allah
, «el Vencedor por la voluntad de Dios». Al-Ándalus pasaba a ser el gran enclave musulmán de occidente, reforzando de esa manera la figura de su máximo representante Abderrahman III.

El peligro fatimí sirvió de excusa perfecta para la expansión andalusí por el norte de África; es el tramo histórico donde mayor número de kilómetros cuadrados se encuentran bajo el poder de los omeya andalusíes. El esfuerzo guerrero que suponen las conquistas territoriales da como fruto nuevas riquezas para la capital cordobesa que serán aprovechadas para su embellecimiento, mejora de las infraestructuras y ampliación del callejero.

El Califa soñaba con una Córdoba equiparable en resplandor a Bagdad o Damasco y a fe que lo consiguió, culminando ese sueño califal con la construcción de una joya arquitectónica que iba a deslumbrar al mundo conocido. En 936 un enamorado Califa ordena levantar la impresionante Madinat al-Zahra.

UNA CÓRDOBA DE ENSUEÑO

En los tiempos de Abderrahman III Córdoba se consagra como una de las ciudades más hermosas del planeta. La población alcanza el medio millón de habitantes que viven confortablemente instalados en un eficaz entramado urbano embellecido por suntuosos edificios, ricos palacios, magníficas bibliotecas y saludables baños públicos, además de por unas tres mil mezquitas. Las fértiles huertas que circundan la ciudad surten a ésta de toda clase de productos alimentarios. Una asentada clase artesanal gestiona el fecundo comercio andalusí. Se practica posiblemente la mejor medicina de toda Europa gracias al empeño de un califa obsesionado con la idea de reunir lo mejor de cualquier disciplina del saber; de ese modo, cirujanos, arquitectos, ingenieros, escritores y filósofos viven en armonía con una ciudad que los luce orgullosa.

Abderrahman inicia relaciones diplomáticas con otros reinos europeos. Constantino VII de Bizancio, el germano Otón I o los condes francos de la Marca Hispánica traban amistad con la potencia musulmana de la península Ibérica. Tanto bienestar permite al Califa dedicar un tercio del presupuesto anual estatal a la consumación de una promesa efectuada a su favorita Zahra.

A unos 7 km de Córdoba, en las estribaciones de Sierra Morena, se localizan las mejores tierras para el emplazamiento deseado; Madinat al-Zahra (Medina Azahara) empieza a ser una realidad. Serán cien hectáreas repartidas en tres grandes terrazas donde trabajarán durante veinticinco años más de 10.000 personas hasta completar un fabuloso recinto palaciego donde se podrán ver 4.000 columnas, toda suerte de bellos edificios, fuentes y jardines. Desde Medina Azahara los califas dirigirán al-Ándalus, recibirán embajadas y disfrutarán del máximo esplendor omeya. Desgraciadamente, el inmenso paraje palatino no superó el siglo de existencia. Los bereberes en 1010 y más tarde el fanatismo religioso almorávide sumado a la fatalidad de un expolio continuado en las centurias siguientes terminarán por acabar con una de las muestras más bellas y orgullosas del poder califal en al-Ándalus. Pero hasta ese capítulo aún faltan algunos acontecimientos que no podemos omitir. Volvamos al año 939, fecha triste para Abderrahman III.

La batalla de Simancas supuso un serio desbarajuste en las intenciones guerreras del Califa cordobés. El desastre ocasionado entre sus tropas por la ineficacia de los cuadros de mando musulmanes hace que Abderrahman busque culpables entre éstos, crucificando y ahorcando a más de 300 oficiales a quienes acusa de traición. El escarmiento público no consigue calmar el ánimo de un deprimido mandatario que sólo encuentra consuelo en la belleza de su querida Medina Azahara. Nunca más volverá a dirigir tropas personalmente contra los cristianos; sí en cambio, desde ese momento, ordenará terribles aceifas de castigo que someterán la voluntad de los reinos cristianos a tal punto que, pocos años después de la derrota en Simancas, ningún reino cristiano le puede negar el vasallaje ni el arbitrio en cuitas internas.

Abderrahman III ya es el personaje más importante de su época; nada se hace ni se discute en al-Ándalus o en los reinos norteños sin contar con su parecer. Cuando fallece el 15 de octubre de 961 tiene setenta años, cuarenta y nueve de ellos dedicados por entero a la grandeza de al-Ándalus. Cuenta la historia que, poco antes de morir, el Califa se detuvo a reflexionar sobre las jornadas de felicidad vividas por él a lo largo de su vida, y sólo pudo recordar catorce días alegres. Este significativo dato nos brinda una idea muy cercana a lo que debió ser el espíritu indomable del gran luchador andalusí.

Le sucede su heredero el príncipe al-Hakam II, quien supo mantener el legado transmitido por su padre, mejorándolo incluso, pues el segundo Califa omeya se había educado exquisitamente. Su preparación intelectual y sus excelentes dotes de gobierno otorgaron a Córdoba momentos de prosperidad en los que se llenó de paz el Estado andalusí. Al-Hakam II ordenó un escrupuloso censo de la población contenida en su imperio: el resultado no sorprendió a nadie, seis ciudades se podían considerar muy pobladas, ochenta plazas eran populosas, mientras que otras trescientas villas gozaban de un buen número de habitantes; también se construyeron decenas de acequias que surtieron de agua las huertas de muchas localidades. Se importaron nuevos cultivos y se contrataron mercenarios que mantuvieron a raya cualquier beligerancia cristiana. Al margen de estos beneficios al-Hakam II pasará a la historia por ser un califa preocupado por la literatura. En su palacio se podía ver a los mejores autores del momento, otros aprendían en las academias literarias cordobesas y, sobre todo, la población en general gozó de una red de bibliotecas públicas instalada en las principales ciudades andalusíes.

Este hecho insospechado en cualquier reino europeo de ese siglo favoreció un impulso cultural nunca visto hasta entonces. La propia biblioteca de al-Hakam II disponía de unos 400.000 ejemplares que abarcaban todas las disciplinas del saber. El Califa se ocupó personalmente del archivo y distribución de buena parte de los textos albergados en aquel ilustre santuario del conocimiento; fue sin duda algo digno de las mejores loas poéticas. Atender el progreso del Estado andalusí no mermó su capacidad bélica.

En 963 proclamó la guerra santa contra los infieles cristianos; para ese fin utilizó, además de sus tropas califales, un nutrido contingente de bereberes procedentes de las tribus zanata y magrawa que ayudaron a imponer respeto y vasallaje por toda la Marca fronteriza. Los ataques fatimíes fueron repelidos gracias al establecimiento de una potente flota naval que operaba desde Almería. Sólo un asunto distanció al Califa de su pueblo, éste fue la incesante contratación de extranjeros para ocupar cargos relevantes en el aparato estatal. Esta circunstancia fue motivo de afrenta para algunas influyentes familias quienes se vieron relegadas del poder en su opinión de forma injusta. A pesar de todo, al-Hakam II completó quince años de buen gobierno. Cuando falleció en 976 su pueblo lloró desconsoladamente recordando a aquel Califa que tanto equilibrio había entregado para grandeza de al-Ándalus.

El desasosiego llegó con Hisham II y razones no faltaban para intuir que lo conseguido por su padre al-Hakam se podría desvanecer dada la preocupante edad del heredero (once años) y la supuesta debilidad física y mental del niño. En medio de la incertidumbre surgió vigorosa la imagen de alguien llamado a protagonizar el último cuarto de ese siglo. Nacía para la historia Muhammad Ibn Abi Amir, más conocido por su sobrenombre «al-Mansur» que significa «el victorioso» y los cristianos tradujeron como «Almanzor».

Almanzor es uno de esos personajes apetecibles para cualquier biógrafo. Nacido en Turrus, comarca de Algeciras, en 939, todavía hoy en día se discute sobre su origen étnico: unos autores piensan que era almohade, otros llegan a afirmar que tenía orígenes eslavos. En todo caso pertenecía a la dinastía amirí, linaje de rancia tradición y escaso patrimonio. Lo encontramos hacia 960 en Córdoba donde se forma en las disciplinas de teología, filosofía y derecho.

El refinado joven es tutelado por el prestigioso general Galib, hombre de confianza de Abderrahman III y al-Hakam II. El matrimonio con una hija del militar le sitúa en círculos próximos al poder califal. En poco tiempo gana la confianza de Subh, esposa favorita de al-Hakam II y madre del príncipe heredero Hisham. En esos años Almanzor consigue de su suegro la preparación militar necesaria para afrontar las futuras campañas guerreras de al-Ándalus.

La muerte de al-Hakam II sumió en un mar de inestabilidad al Estado omeya. Una facción palaciega defendió la candidatura de al-Mughira, hermano del Califa fallecido y mejor preparado para el gobierno que el joven Hisham. Sin embargo, Almanzor no consintió en que este propósito se consumara, ordenando el asesinato de al-Mughira en su calidad de tutor y administrador de los intereses del heredero. Lo que consigue, de facto, es el poder real en al-Ándalus. Primero con la complicidad de su suegro Galib y una vez eliminado éste en 981, la autoridad en solitario.

Almanzor obtiene gracias a diversas estrategias un lugar preminente en el mundo andalusí, desde su flamante cargo de hayib, arrebatado al antiguo aliado al-Mushafi, emprende una serie de crueles aceifas contra los cristianos. Les arrebata la fortaleza de San Esteban de Gormaz, vital para la estabilidad fronteriza por ser muro de contención para los ataques leoneses y navarros. Tras la mencionada desaparición del general Galib, quien fallece en su residencia de Medinaceli, Almanzor se ve con las manos libres para reducir al joven califa Hisham II a un ostracismo rodeado de toda clase de lujos y placeres. Hisham invierte el abundante tiempo libre en una entrega casi total al estudio del Corán y las acciones piadosas. Mientras tanto, el activo Almanzor forma ejércitos compuestos por bereberes, eslavos y nubios lanzándolos contra territorio cristiano.

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