Read Kijû Yoshida. El cine como destrucción Online

Authors: Varios autores Juan Manuel Domínguez

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Kijû Yoshida. El cine como destrucción (7 page)

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Eros
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Massacre
, Yoshida narra dos tiempos en una exposición compleja: el presente y el pasado. De un lado, una pareja de jóvenes busca el sentido de sus impulsos; del otro, la representación de figuras históricas y su contexto político-ideológico en la era Taisho (década del 10 y del 20), es decir, el anarquista Sakae Osugi y sus tres mujeres (entre las cuales Noe Ito se destaca), que vivieron “una vida de violenta belleza”. Ambos tiempos se desarrollan en una catarata hermética y anacrónica. Si esa doble cronología al principio se vuelve perceptible (ya que las dos narrativas van de forma paralela y, por eso mismo, no se confunden), más adelante todo se va homogeneizando, todo va pasando a ser parte de un antitiempo, de un seguimiento incontrolable.

Por lo tanto, parece haber una especie de tiempo imaginario, un tercer tiempo que desemboca en la frustración lógica, la reducción de todo por la adición. Parafraseando un pasaje del artículo de Pascal Bonitzer en los
Cahiers du Cinéma
(N°224) sobre la insistencia de la verticalidad imaginaria para legitimizar la comprensión de lo real como real: “Uno se reencuentra, en cada nivel de legibilidad casual y posible en una primera mirada, con la insistencia de una inscripción vertical, ya sea en un sentido plástico o figurativo, sintáctico o narrativo”.

Eros
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Masacre
es, entonces, una renovación y una revolución de la temática del cuerpo y el tiempo. Aquí, la temática no surge sólo como mecanismo fácilmente discriminado (ni como órgano de un erotismo embustero), sino que está armado de un significado filosófico importante. De hecho, ese erotismo es lo único que altera la noción de tiempo. Es sólo a través de la carne que se lapida el sentido subjetivo, el esclavizado, y, obviamente, gracias al paso del tiempo (nacimiento como principio de mi mundo, muerte como fin de mi mundo); una idea que se predica desde la leyenda “La madre de mi madre no existe”, puesta al inicio. Esto quiere decir que se ve al pasado como algo que trasciende cualquier comprensión más allá de la propia (que es una creencia), algo que se inscribe en un dominio metacorporal, que transpone el dominio de la prueba y pasa el dominio del imaginario.

De esta base teórica simple nace un materialismo en el sentido expansivo y no peyorativo del término, y en él aparece el permiso de excavar, de hurgar en el tiempo que fue de contemplación. Por lo tanto, los personajes históricos que aparecen son y no son reales, al igual que los jóvenes contemporáneos a ellos y que poseen igual forma y tiempo. Se camina en el reino del delirio, o, mejor dicho, de la suma (el “+”) del título, que no sirve para otra cosa que para juntar contrarios, en un lenguaje fílmico que, sigilosamente, se hace lenguaje poético.

De esta manera, Sakae Osugi —el teórico peligroso del "amor libre"— es usado como paradigma entre la destrucción política y social de toda la estructura mental de un Japón con problemas casi idénticos a los que presenta en el film: la protesta estudiantil, el terrorismo y el descubrimiento de las posibilidades de la carne. A través de la teoría anárquica (no afiliada a partidos, fundamentada en la simple convicción filosófica), lo que se anhela conocer es la liberación absoluta que, según Yoshida, se concentra y se da en la negación total de sí mismo, en la autonegación. Es la idea de que hay un otro en mí, mucho más verdadero y sincero, que tras ser expuesto me permite alcanzar el vacío —al menos respecto de mí mismo— y, de esta forma, me proyecta hacia la libertad absoluta e incondicional. ¿No es exactamente eso lo que Osugi contesta cuando lo oímos decir “La revolución es sólo la renuncia a sí mismo”, o incluso cuando dice “En el amor y en el terror hay éxtasis”? Pero también es este hilo de pensamiento anárquico el que gobierna la vida de los dos jóvenes que buscan el cuerpo (luego, la identidad) en una contemporaneidad que parece haber absorbido los pensamientos de Sakae Osugi. La entrega por completo del individuo colectivo al Eros parece minar la estructura jerárquica japonesa, compuesta, como bien vio Yoshida, por Emperador - Estado - Padre. Reduciendo la base (el poder paternal, dando uso al “amor libre” para destruir el concepto de familia), se corrompe el sistema entero. Esa disolución del ego y la entrega a la voluptuosidad, al amor, permiten (aún más) la liberación de toda la infraestructura social, política y mental, reduciendo la política a nada. Tal sería la concretización práctica después de la hecatombe de los años 60.

Pero el signo “+” del título significa adición (suma de los contrarios, como hemos dicho), y esconde un doble significado. Pues al Eros le sigue la Masacre (de este modo, el “+"alcanza un estatuto de consecuencia): Sakae Osugi, víctima del sistema imperial, es asesinado, contrariando su poema transcripto al inicio de este texto. Sin embargo, la batalla continúa. Y la misión de los jóvenes contemporáneos es bucear en las raíces del pensamiento revolucionario, fabricando arte (los últimos momentos magistrales de la película). Así, el pasado como narración se hace sólo una narrativa mejor contada, destinada a un futuro próximo, cuando es gobernada por otros cuerpos. Tal vez lo más fantástico en la película de de Kijû Yoshida sea que se resiste a dar explicaciones sistemáticas.

El plano final deja en suspenso el presente (en el fondo, el tercer tiempo, el único que el cuerpo realmente vive) con una puerta que se cierra silenciosamente, dejándonos los restos del pasado allá adentro, del otro lado, hablándole a un futuro que aún se estaba haciendo.

La erótica de Kijû Yoshida

¿Qué es un encuentro?

Por Mathieu Capel

Imagen

En la obra de Kijû Yoshida, la teoría del cine suele asociarse a la autobiografía. Su infancia y las cosas que lo llevaron a descubrir el cine (pero sobre todo su importancia) son el corazón de una teoría personal de la percepción como fondo conceptual hacia el cual retorna en el momento de exponer su visión cinematográfica. Y entonces vuelven, de manera recurrente, los mismos relatos de emociones infantiles, dibujando la figura de una imagen primordial que posee dos características: ser hipnótica y provocar un plácido regocijo. La imagen pide la retirada de toda dramaturgia, considerada no sólo superflua sino también una amenaza para sus impresiones. Pero ¿por qué atarse a ellos y no tener la voluntad de corregir las imágenes, un riesgo que quizá permita obtener una nueva visión? Tal vez sea por fidelidad a la experiencia fundacional creada por una especie de esquizofrenia conectada a la génesis de su mirada como cineasta.

“[…] El verano de la derrota, apenas una semana antes del 15 de agosto, mi hermana y yo caminábamos en plena noche por la ciudad. Las autoridades habían impuesto un apagón. Mi padre había escuchado en el noticiero de la tarde que una formación de B29 se dirigía hacia el norte del lago Biwa y tenía el presentimiento de que la ciudad sería bombardeada esa misma noche. Nos dijo que huyamos. Lamentablemente, sus predicciones se cumplieron. Antes de llegar a las afueras, el cielo, a lo lejos, se poblaba de ruidos y amenazantes detonaciones. Inmensas y furtivas bolas, rayos púrpuras y violetas explotaban. En medio de la danza vacilante de las bengalas, vi muy claramente que mi sombra se dibujaba sobre la tierra negra. Fue un momento de un silencio impresionante; sin embargo, no duró mucho. El suelo temblaba acompañado por una cacofonía indescriptible, y yo me cubría la cabeza mientras explotaba un número incalculable de bombas incendiarias. Cuando al fin recuperé mis sentidos, mis ideas, quizás impulsado por un deseo instintivo, corrí hacia la casa familiar, aunque allí el riesgo era mayor.

Mi conciencia, mi cuerpo, mi propio delirio me impulsan a estos actos que probablemente no son otra cosa que sinónimos de muerte.

A partir de ese momento, la manera en que me veo a mí mismo cambió. En medio de los bombardeos me trastorné (yo era un niño de 12 años): ¿cómo podía hacer para huir y sobrevivir? No cabía duda, otra parte de mí me veía huir hacia un estado de delirio. En ese momento, si pude escapar de la muerte, fue porque yo era otro yo. Estaba forzado a tomar conciencia de que había aparecido una división. Algo se produjo: un otro estaba presente”.

Otros ejemplos de ese nexo autobiográfico pueblan las obras de Yoshida. Pero lo que es necesario ver aquí no son tanto las imágenes como principio del mito del descubrimiento de una vocación, sino más bien la obstinación con la que Yoshida vuelve siempre a ellas a lo largo de toda su carrera. Muchas experiencias vividas por el joven Yoshida, imágenes grabadas en sus ojos para siempre, han sido decisivas en su camino hacia convertirse en un cineasta. Pero su filmografía y el trabajo sensorial y conceptual de sus películas lo llevaron a revisar esas mismas imágenes, y siempre han vuelto manteniendo aquel asombro. Imágenes libres de todo relato, ilegibles por fuera del marco de toda legibilidad. Su sentido cruza una frontera y crea una especie de infinito, imágenes inmóviles que están paradójicamente concentradas en la imagen primaria y primera que Yoshida recuerda, al menos en el cine: la de un pañuelo en el viento.

Yoshida no detiene el relato. Pero sólo lo desarrolla para organizar la eliminación progresiva de los sentidos. Las palabras se utilizan para desarticular, precisamente, el significado de sí mismas, del lenguaje. La figura paroxística podría ampliarse a una expansión vana del lenguaje, carente del peso del sentido, en un delirio del que no queda otro rastro que la materia sonora elemental: la palabra. En esta dirección se crea una imagen similar a esa idea de ausencia de sentido, y alrededor de ella la lengua, en un solo movimiento, ha consumido y vuelto a su propio impulso.

Esta imagen se corresponde igualmente con un estado límite del sujeto: el pañuelo de Enoken, las cañas de pescar, la sombra de un avión en la arena. Imágenes que en el joven Yoshida provocan éxtasis, entendido como júbilo profundo, como momento de pérdida, de olvido.

El éxtasis es el momento en el que me fundo con la imagen; yo mismo devengo en un elemento de esa imagen, y se desvanece en mí un sentido de alteridad (de ser otro) esencial. En el instante en que me veo, me reconozco, desaparece la imagen misma. La dichosa contemplación, el misticismo en el que mi abismo se abre sobre la experiencia inmediata del afuera. Pero perderse en la imagen puede también conducir a la repetición infinita; el sujeto que mira no existe más en esa imagen y no puede vivir hasta organizar su retorno desde ella, su escape. El afuera se cubre de una película opaca, se anula en un mundo de fantasmas. Reconociéndome sólo en una forma neutral, inmóvil de realidad, me abandono a la obsesión. El delirio, las puertas de la muerte, el joven Yoshida atrapado en llamas: el instante preciso en el que nace el estupor de descubrirse a uno mismo.

Emergen, entonces, dos figuras opuestas. La figura de disolución, de expansión, del universo infinito, contra la figura entró-pica del agujero negro que absorbe y destruye toda alteridad. Los dos momentos se juntan en la medida en que tanto uno como el otro aumentan la contradicción y esto compromete la existencia del lenguaje mismo. Se describen dos experimentos límites, por los que se puede sentir, hasta el final, la alteridad del afuera o mi identidad como ser.

La pared del cine

La doble figura de la fascinación mencionada en el párrafo anterior sugiere una concepción nostálgica de la infancia. Pero el esquema biográfico, aunque es atractivo, no tiene en cuenta la función empírica de estas imágenes. Que el niño Yoshida haya después transformado el cine poco y nada importa. Al contrario: los recuerdos no actúan de una manera nostálgica, sino que se actualizan mediante el diálogo en el que entran al momento de la elaboración de los films. De manera eminentemente práctica, los recuerdos proponen las formas experimentales. Pero si Yoshida conserva las imágenes edénicas por puro placer, ¿cómo considerar su evolución en un modo cinematográfico propiamente narrativo? En este contexto, una película de dimensiones documentales o experimentales habría sido más comprensible. Por el contrario, Yoshida siguió la ruta del sistema de los asistentes y directores impuesto por las grandes compañías de producción (en este caso, la Shochiku). Trabajó desde mediados de los cincuenta en el equipo del director Keisuke Kinoshita, a quien primero asistió en la puesta en forma del escenario de sus películas. También fundó el grupo Sichinin, de acuerdo con los dichos de Ôshima (quien consideraba al escenario como el centro irrompible del cine).

En noviembre de 1960, Yoshida publicó en la revista
Scénario
un texto que se parece bastante a un manifiesto: “La pared del cine - Crítica de la historia entendida como principio”.

“El debilitamiento y la confusión en que el cine japonés se encuentra hoy en día se deben obviamente a las contradicciones de la industria misma del cine. Sin embargo, el problema no responde simplemente a este tipo de condiciones externas; es también inherente a los que hacen películas, a su posicionamiento. Dentro de una producción a gran escala (superior a 500 películas anuales), en medio de una multitud de obras que están desapareciendo una tras otra como pompas de jabón, ¿cuántos autores han transmitido una obra totalmente subjetiva? A pesar de que hay un número impresionante de películas’, casi ninguna obra pudo mostrarse como el efecto de la subjetividad de un autor.

[…] La censura a la que los autores de cine se autosometieron, con el afán de mantener en la superficie un lenguaje y unas preocupaciones comunes a la industria y a los espectadores, no es ni más ni menos lo que llamamos “la Historia”. La obstinación sorprendente que arrastra el cine japonés nace, naturalmente, de la pérdida de la subjetividad por parte de los autores.

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