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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa

 

Alguien que en su juventud fue capaz de sortear todos los cortafuegos y acceder al sistema informático de la Bolsa de Dublín sólo tiene dos caminos: la delincuencia o trabajar en una empresa de seguridad informática. El mismo experto que la descubrió, Dillon Titzroy, fue quien años más tarde quien fundó Lúbra Security y contrató a Harry Martínez para que se infiltrara en los sistemas de seguridad de las empresas y descubriera posibles errores en sus sistemas informáticos. Para Harry, la mentira, el disfraz y el engaño son herramientas tan importantes como los programas decodificadores de contraseñas que con tanta soltura maneja. Uno de sus cometidos la llevará a la firma donde trabajó su padre, un banquero de inversión que lleva ocho años en la cárcel acusado de abuso de información privilegiada. La visita traerá a Harry malos recuerdos. Su padre ganó millones en la Bolsa gracias a numerosos movimientos fraudulentos, entre ellos la Operación Sorohan, que reportó a la banda dirigida por un tipo conocido como El Profeta doce millones de euros... que jamás salieron a la luz. El Profeta está convencido de que Harry sabe dónde se halla el dinero y quiere recuperarlo a toda costa. Pero ¿dónde ocultó su padre tal fortuna? Harry se lanzará a investigar la organización para la que trabajaba su padre con el fin de descubrir la identidad del enigmático sujeto que ha puesto precio a su vida.

Ava McCarthy

Jugada peligrosa

(Harry Martínez - 1)

ePUB v1.0

Rov
03.11.11

Título: Jugada peligrosa

Título de la edición original:
The Insider

Traducción del inglés: Lara Padilla Pumarega

Editor original: Harper Collins, Abril/2009

© Ava McCarthy

© Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)

Primera edición. Febrero/2010

Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de la autora.

ISBN: 978-84-672-3 841-9

Depósito legal: B. 2020-2010

Diseño: Winfried Bahrle

Foto de solapa: © Carolin Webb

Fotocomposición; Anglofort, S. A.,

Versión en ePub: Rov, Noviembre 2011

Para mis padres, Jim y Marie Halpenny,

que fallecieron cuando estaba

escribiendo este libro

Gracias por vuestro amor incondicional

y vuestro permannente apoyo.

Agradecimientos

Mi más sincero agradecimiento a mi agente, Laura Longrigg, por haber creído en este libro, del mismo modo que a todo el equipo de MBA Literary Agents Ltd.

Sin duda, me siento en deuda con Julia Wisdom y mi editora de HarperCollins, Anne O'Brien, por su entusiasmo y sus acertados consejos, y con el resto del equipo de HarperCollins por su arduo trabajo.

Asimismo, vaya toda mi gratitud a Helen Córner de Cornerstones Literary Consultancy por ayudarme a iniciar este camino.

Por último, todo mi amor y un agradecimiento muy especial para mi marido, Tom, que siempre se ha tomado en serio mi faceta de escritora, y para mis hijos, Mark y Megan, por sobrellevar mis ocasionales ausencias.

Capítulo 1

Harry estaba a punto de hacer algo que podía llevarla a la cárcel. No resultaba extraño en su profesión, pero aun así le sudaban las palmas de las manos.

Dejó la taza de café y fijó la mirada en el edificio de enfrente. Los ojos le lloraban bajo la resplandeciente luz de abril. Dieciséis años atrás había intentado algo así por primera vez; sólo tenía trece primaveras y casi la detuvieron. Pero ahora era diferente: en esta ocasión, iba a salirse con la suya.

Al otro lado de la calle, unas puertas se abrieron y Harry se incorporó en la silla. Sólo era la moto del mensajero que ya se marchaba, el único visitante en los últimos veinte minutos. Harry se revolvió en la dura silla de aluminio, convencida de que ésta le dejaría el trasero grabado a rayas como una persiana veneciana.

—¿Quiere algo más?

El encargado del café se encontraba delante de ella, rechoncho como un bulldog, con el delantal manchado y los brazos cruzados. Era la hora del almuerzo y había ocupado la mesa de la terraza durante casi una hora. Ya era suficiente.

—Sí. —Le dedicó su sonrisa más encantadora—. Un agua con gas, por favor.

El encargado cogió la taza y el platillo, los colocó en una bandeja y regresó al interior arrastrando los pies. En la acera de enfrente, las puertas se abrieron de nuevo y salieron cinco mujeres jóvenes en grupo ataviadas con el mismo uniforme azul marino y verde. Se paseaban por la acera y compartían un solo cigarrillo al que daban caladas como si fuera la última bombona de oxígeno de un submarinista de aguas profundas. Harry miró sus rostros de reojo. Eran demasiado jóvenes.

Se reclinó y descruzó las piernas. Bajo su traje azul marino, las medias le picaban y sentía calambres en los pies. Aquella mañana le había costado decidirse entre un sencillo calzado plano y unos zapatos de tacón no demasiado alto con hebillas doradas pero, como siempre, le venció su debilidad por lo brillante. Esperaba no tener que arrancar a correr en los próximos cuarenta y cinco minutos.

Harry estiró los pies y escuchó el sonido metálico de los barriles que estaban descargando en un callejón cercano. Le llegaba el efluvio de la cerveza añeja que atravesaba las puertas abiertas de los pubs, mohosa como la fruta al pudrirse. Un autobús dio una sacudida, se detuvo, y le obstruyó la visión de las puertas.

Maldita sea, debería haberse fijado en la parada de autobuses antes de sentarse. El motor del vehículo vibraba mientras los pasajeros se apeaban. El caliente humo del diesel contaminaba el aire, y el autobús y el edificio de detrás parecían ondular como en un espejismo. Repiqueteó con los dedos sobre la mesa.

Dios mío, ¿acaso todo Dublín se había montado en aquel autobús?

Trató de vislumbrar a través de sus polvorientas ventanillas el edificio de oficinas que se encontraba detrás, aunque sólo alcanzó a ver la parte superior de los marcos de las puertas. Cuando éstas se volvieron a abrir, la luz del sol centelleó en el metal, pero Harry no pudo comprobar quién había salido.

Se levantó y corrió algunos metros calle arriba para poder disfrutar nuevamente de una buena vista de la entrada. La acera estaba desierta.

Harry miró su reloj. Se estaba haciendo tarde, pero no podía arriesgarse a dar el siguiente paso. Todavía no.

El autobús reemprendió la marcha y se incorporó al tráfico. Harry apretó los puños y esperó a que se apartara. La vista quedó despejada del todo y descubrió a una mujer que caminaba por la calle en dirección contraria a la de las otras chicas. Era mayor que ellas, quizá de cuarenta y tantos años, e iba sola. Se detuvo en el bordillo para cruzar y miró hacia atrás.

Los dedos de Harry se relajaron. La mujer llevaba unas mechas rubias pero, por lo demás, tenía el mismo aspecto que lucía en la fotografía de la página web.

Harry esperó a que desapareciera. Entonces, dejó algunas monedas sobre la mesa y cruzó la calle.

El ambiente era más fresco y tranquilo al otro lado de las puertas de cristal. Se dirigió con decisión hacia la recepcionista y echó un vistazo a su alrededor. Había una mesa baja con revistas de economía arrimada a una pared. Vio unas grandes puertas dobles a la derecha y a la izquierda. En caso de necesitar una vía de escape, debería desandar el camino por el que había entrado.

Harry escogió otra sonrisa de su repertorio, la mueca de una nerviosa mujer de negocios sin tiempo para tonterías.

—Hola, soy Catalina Diego —le dijo a la recepcionista—. Quería ver a Sandra Nagle.

La chica no apartó la mirada de la pantalla del ordenador que tenía delante.

—Acaba de salir a almorzar.

—Pero tengo una cita con ella a las doce y media.

La muchacha mordisqueó la punta de un lápiz y se encogió de hombros. Parte del pegajoso brillo rosado de sus labios había impregnado el lápiz.

Harry se acercó a ella y se inclinó sobre el mostrador.

—He venido a impartir el curso de formación para la línea telefónica de asistencia. ¿Sabe cuánto va a tardar?

La chica volvió a encogerse de hombros e hizo clic con el ratón de su ordenador. A Harry le entraron ganas de arrancárselo de las manos y golpearle los nudillos con él.

—No puedo esperar —aseguró Harry—. Tendré que empezar sin ella.

Se dirigió hacia las puertas de la izquierda como si supiera adónde se dirigía. La recepcionista se levantó un poco de la silla sin dejar de dar golpecitos con el lápiz sobre el mostrador.

—Me temo que no puedo dejarla entrar sin el permiso de la señora Nagle.

—Mire... —Harry se giró y leyó el nombre de la chica en su acreditación—, Melanie, he invertido un mes en la preparación de este curso. Si me voy ahora, no regresaré antes de otro mes. ¿Desea que le explique a Sandra la razón por la cual no pude empezar?

Harry contuvo la respiración y se preparó para su respuesta. Si alguien la hubiera tratado de intimidar de ese modo, habría reaccionado con violencia, pero Melanie se limitó a pestañear y a hundirse en la silla. Harry no la culpó. Aquella mañana había hablado por primera vez con Sandra Nagle cuando llamó al banco con el pretexto de una falsa reclamación. Había encontrado su nombre y su fotografía en la página web de la entidad bancaria, concretamente en la sección que se jactaba de un inigualable servicio al cliente. A los dos minutos de conversación, Harry ya la había catalogado corno una auténtica bruja, y al parecer Melanie coincidía con su apreciación.

Melanie tragó saliva y colocó el libro de visitas sobre el mostrador.

—Está bien, pero primero debe cumplimentar esto. Nombre y fecha aquí, y la firma allí.

Harry notó una extraño cosquilleo en el estómago mientras apuntaba aquellos datos. Melanie le proporcionó una acreditación de visitante y señaló las puertas situadas a la izquierda de Harry.

—Por allí. Se las abriré.

Harry le dio las gracias y se dijo para sus adentros: «¡Choca esos cinco!». Recordó cómo su padre también chocaba las manos con ella cuando jugaba al póquer y le funcionaba alguno de sus faroles. «Nada es comparable a la euforia que se siente después de ganar con una mano vacía», le habría asegurado guiñando el ojo.

Aquella mano vacía había resultado vencedora. Se sujetó la acreditación con un clip en la solapa y empezó a caminar hacia las puertas. Se oyó el clic del cierre de seguridad y una luz verde parpadeó en el panel de la pared. Irguió los hombros y abrió las pesadas puertas. Ya estaba dentro.

Capítulo 2

Leon Ritch no sabía nada de El Profeta desde hacía ocho años y le había rogado a Dios no tener noticias suyas nunca más. Se rascó la barba de dos días y releyó el mensaje de correo electrónico.

Quizá se tratara de una broma. Después de todo, cualquiera podía firmar con ese nombre. Comprobó la dirección del remitente. No era el mismo que el de la última ocasión, pero resultaba igual de críptico: [email protected] Consideró la posibilidad de averiguar su procedencia, pero sabía que no sacaría nada en limpio. El rastreo de la última dirección de El Profeta le condujo hasta un
re-mailer
anónimo. Un callejón sin salida. Fuera quien fuese, sabía cómo ocultar su identidad.

Además de él mismo, sólo tres personas más conocían la existencia de El Profeta. Una de ellas estaba en la cárcel y la otra había muerto. Únicamente quedaba Ralph. Leon marcó un número al que hacía mucho tiempo que no llamaba.

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