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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Humano demasiado humano (25 page)

252. El placer de conocer.

¿Qué es lo que hace que el conocimiento, elemento del investigador y del filósofo, esté asociado al placer? Ante todo y sobre todo, porque gracias a él tomamos conciencia de nuestra fuerza, es decir, por la misma razón que hace que los ejercicios gimnásticos produzcan placer, incluso sin espectadores. En segundo lugar, porque en el curso de la investigación superamos concepciones antiguas, a la vez que vencemos, o al menos así lo creemos, a quienes las representaron. Tercero, porque un conocimiento nuevo, por pequeño que sea, nos produce el sentimiento de estar por encima de
todos
los demás, de ser los únicos que poseemos la verdad sobre este punto. Estos tres motivos de placer son los más importantes, pero hay muchos motivos secundarios, según la naturaleza del individuo que conoce. Ofrecí una lista bastante considerable de ellos en mi estudio amonestatorio sobre Schopenhauer, un lugar donde no esperaría encontrarla el lector; el resumen que allí hice puede satisfacer a todo el que tenga experiencia en servir al conocimiento, aunque desearía quitar el matiz irónico que parece impregnar esas páginas. Porque si bien es cierto que, para producir un sabio, «debe fundirse cierta cantidad de instintos y de pequeños instintos muy humanos», es indudablemente de un metal muy noble, aunque no puro y que «está hecho de una compleja red de impulsos y de estímulos muy diversos», otro tanto cabe decir también de la génesis y de la naturaleza del artista, del filósofo, del genio moral y de todos los grandes nombres, cualesquiera que sean, que se glorifican en ese estudio.
Todas
las cosas humanas merecen ser consideradas, en cuanto a su
origen
, con ironía; por eso hay tanto
exceso
de ironía en el mundo.

253. La fidelidad, prueba de solidez.

Un indicio perfecto de la excelencia de una teoría es que su autor no haya abrigado la menor desconfianza hacia ella durante
cuarenta años
; aunque yo pienso que no ha habido ningún filósofo que no haya acabado lanzando una mirada de desprecio, o al menos de recelo, hacia la filosofía que elaboró en su juventud. Pero quizás no reconocieron públicamente este cambio por orgullo, o, lo que es probable entre naturalezas nobles, por delicadeza hacia sus adeptos.

254. La ampliación de lo interesante.

A medida que aumenta su cultura, todo se vuelve interesante para el hombre y sabe descubrir rápidamente el lado instructivo de una cosa y discernir el punto en que puede llenar una laguna de su pensamiento o confirmar de sus ideas. De este modo, el aburrimiento va desapareciendo día a día, así como la hipersensibilidad. El hombre acaba moviéndose entre sus semejantes como un naturalista entre las plantas y considerándose a sí mismo como un fenómeno a observar, que sólo excita con intensidad su instinto de conocimiento.

255. La superstición de la simultaneidad.

Se cree que lo que se produce simultáneamente guarda una relación entre sí. ¿No soñamos con un pariente en el momento en que éste muere lejos de nosotros? Pero ¿y los innumerables parientes que mueren sin que sus familiares sueñen con ellos? Lo mismo sucede con los náufragos que hacen un voto que luego no vemos en los templos los exvotos de los que han perecido. Muere un hombre, grita una lechuza y se para un reloj, todo ello a la misma hora de la noche: ¿no habrá una relación entre esto? Este presentimiento implica una relación de intimidad con la naturaleza, que resulta halagadora para el hombre. Encontramos también este mismo tipo de superstición, de una forma más sofisticado, en ciertos historiadores y pintores de la civilización, que se ven afectados de una especie de idiofobia cuando observan estas coincidencias absurdas que, sin embargo, abundan en la vida de los individuos y de los pueblos.

256. El poder, no el saber, que proporciona la ciencia.

El valor que tiene el haberse dedicado con rigor a una
ciencia rigurosa
no radica en sus resultados, porque éstos, en comparación con el océano de cosas que valdría la pena saber, no son más que una gota infinitamente pequeña. Pero con dicha dedicación se consigue un aumentó de energía, de capacidad de razonar y de tenacidad en el mantenimiento del esfuerzo; se ha aprendido a alcanzar
un objetivo con los medios que se ajustan a él
. En este sentido resulta muy valioso, con vistas a todo lo que se hará después, haber sido hombre de ciencia alguna vez en la vida.

257. El encanto juvenil de la ciencia.

La búsqueda de la verdad ha conservado por el momento el encanto de contrastar fuertemente en todos los aspectos con el error ya decrépito y enojoso; pero ese encanto está perdiéndose. Vivimos actualmente, es cierto, en la época de la juventud de la ciencia, y estamos habituados a perseguir la verdad como a una bella muchacha; pero ¿qué sucederá el día en que se convierta en una mujer ajada y de carácter agrio? En casi todas las ciencias las verdades fundamentales, o bien han sido descubiertas muy recientemente, o bien se están buscando aún. ¡Cuánto más atractivo es este momento que aquel otro en que, al haberse descubierto ya enteramente lo esencial, no le queda ya al investigador más que un mísero espigueo otoñal (sentimiento que puede llegar a ser familiar en ciertas disciplinas históricas).!

258. La estatua de la humanidad.

El genio de la cultura actúa como Cellini cuando fundió la estatua de Perseo: la masa líquida amenazaba no cuajar, pero
tenía que
hacerlo; así que echó en ella platos, fuentes y cuanto cayó en sus manos. Del mismo modo, nuestro genio echa en el molde errores, vicios, esperanzas, ilusiones y otras cosas más o menos viles o preciosas, pero es absolutamente preciso que la estatua de la humanidad salga a luz y quede lista; ¿qué importa que se empleen aquí y allá materiales mediocres?

259. Una cultura de hombres.

La cultura griega de la época clásica es una cultura de hombres. Por lo que respecta a las mujeres, Pericles despacha el tema en su discurso fúnebre con estas palabras: «Lo mejor es que los hombres hablen de ellas lo menos posible». Las relaciones eróticas entre hombres y adolescentes fueron, en un grado que escapa a nuestra comprensión, la condición única y necesaria de toda la educación masculina (poco más o menos como entre nosotros la educación de la mujer ha estado relegada casi exclusivamente durante largo tiempo al amor y al matrimonio). Toda la fuerza idealizadora de la naturaleza griega se centró en estas relaciones, y nunca fueron tratados sin duda los jóvenes con tanto miramiento, afecto y respeto hacia lo mejor de ellos mismos
(virtus
) como en los siglos VI y V, de acuerdo con la bella máxima de Hölderlin: «Porque amando es como da el mortal lo mejor de sí». Cuanto más se atendía a estas relaciones, más se rebajaba el trato con la mujer, que sólo era tenida en cuenta para tener hijos y para procurar placer, sin que se mantuviera con ellas ni una relación espiritual ni tan siquiera verdaderamente amorosa.

Si consideramos, además, que las mujeres estaban excluidas de los juegos y de toda clase de espectáculos, comprenderemos que sólo les quedaba el culto religioso como alimento espiritual un tanto noble. Si en la tragedia se representaron los papeles de Electra y de Antígona fue precisamente porque esto se
toleraba
en el arte, aunque no se deseaba en la vida; lo mismo que hoy no soportamos
en la vida
la menor dosis de patetismo, pero nos agrada contemplarlo en el arte. Las mujeres no tenían más obligación que engendrar cuerpos hermosos y fuertes, en los que siguiera viviendo, lo más intacto posible, el carácter del padre, y combatir así la hiperexcitación nerviosa que imperaba en una cultura tan evolucionada. Esto fue lo que aseguró una juventud relativamente larga a la cultura griega, porque el genio de Grecia reencontraba siempre en las madres griegas el camino de la naturaleza.

260. El prejuicio en favor de la grandeza.

Es evidente que los hombres estiman en exceso todo lo grande y eminente. Ello se debe a su convencimiento consciente o inconsciente de que tiene una gran utilidad que un individuo aplique todas sus fuerzas a un solo campo y se convierta, por así decirlo, en un órgano único y monstruoso. Y, sin embargo, lo cierto es que un desarrollo
equilibrado
de sus fuerzas reportaría más utilidad y felicidad a ese individuo; porque toda aptitud es un vampiro que chupa la sangre a otras fuerzas, y una producción exagerada puede conducir al ser mejor dotado al borde de la locura. También en las artes las naturalezas extremas despiertan excesiva atención; pero hay que tener muy poca cultura para dejarse fascinar por ellas. Habitualmente los hombres se someten a todo el que ansía poder.

261. Los tiranos del espíritu.

Los únicos lugares donde resplandeció la vida de los griegos fueron aquellos donde el mito dejó caer sus rayos luminosos; el resto se mantuvo en sombra. Ahora bien, los griegos se privaron precisamente del mito: ¿No fue como si hubieran querido pasar del sol a la sombra, entrar en la oscuridad? Pero ninguna planta huye de la luz; en el fondo, aquellos filósofos sólo buscaban un sol
más brillante
; el mito no era bastante puro, bastante luminoso para sus ojos. Esta luz la encontraron en su conciencia, en lo que cada uno de ellos llamó su «verdad». Pero en aquella época el conocimiento brillaba con más esplendor que hoy; era todavía joven y no sabía gran cosa de todas las dificultades y peligros de su camino; podía confiar aún en situarse de un salto en el centro del ser y resolver desde allí el enigma del mundo. Estos filósofos tenían una sólida fe en sí mismos, al igual que en su «verdad», y con ella abatían a todos sus vecinos y antecesores; cada uno de ellos era un
tirano
belicoso y violento. Puede que la felicidad que proporciona el creerse en posesión de la verdad no haya sido nunca mayor en el mundo, pero tampoco lo habían sido la dureza, la arrogancia y el aspecto tiránico y malvado de dicha creencia. Eran tiranos, hasta el punto de que quepa decir que todo griego quería serlo y que lo era en cuanto
podía
. Tal vez fuera Solón la única excepción, ya que dijo en sus poemas que desdeñaba la tiranía personal; pero la practicó por amor a su obra, a su legislación, ya que legislar es una forma refinada de tiranía. Parménides también dictó leyes, e indudablemente lo hicieron Pitágoras y Empédocles; Anaximandro fundó una cuidad. Platón fue la encarnación del deseo de ser el mayor legislador y fundador de un Estado filósofo; parece que sufrió terriblemente a causa de esta frustración de su ser y que al final de su vida su alma se llenó de melancolía. Cuanto más poder iba perdiendo la filosofía griega, más íntimamente sufría esa melancolía y esa pesadumbre.

Cuando las diferentes sectas se pusieron a defender sus verdades por las calles, las almas de todos esos pretendientes de la Verdad se ahogaron enteramente de celos y de rabia, el veneno de la tiranía causaba estragos en sus cuerpos. Todos aquellos pequeños tiranos se hubieran devorado crudos; no habría quedado en ellos ni la menor chispa de amor, ni la más mínima satisfacción por su conocimiento. En general, el axioma de que los tiranos suelen morir asesinados y que su posteridad tiene corta vida, se aplica también a los tiranos del espíritu. Su historia es breve, llena de violencias, su influencia se interrumpe bruscamente. De casi todos los grandes helenos puede decirse que parecen haber llegado demasiado tarde; tal es el caso de Esquilo, de Píndaro, de Demóstenes, de Tucídides; una generación después de ellos, todo había terminado. Esto es lo que tiene de impetuoso e inquietante la historia griega. Es verdad que hoy se adora el evangelio de la tortuga. En nuestros días, pensar como un historiador es casi sinónimo de decir que la historia se hizo siempre según el principio: «¡Lo menos posible en el mayor tiempo posible!». ¡Con lo rápidamente que transcurrió la historia griega! Nunca se ha vivido con tanta prodigalidad y tanta desmesura. No puedo creer que la historia de los griegos se desarrollara nunca a ese ritmo
natural
que tanto se alaba en ella. Estaban excesivamente provistos de dones diversos para seguir paso a paso ese
progreso continuo
, a la manera de la tortuga en su carrera con Aquiles, al que se le da el nombre de evolución natural. Entre los griegos se avanza rápidamente, pero se decae también rápidamente: el movimiento de toda la maquinaria es tan acelerado que basta lanzar un guijarro a sus ruedas para hacerla saltar. Uno de esos guijarros fue, por ejemplo, Sócrates; en una noche fue aniquilada la evolución de la ciencia filosófica que hasta entonces había sido tan admirablemente regular, aunque por supuesto demasiado rápida. No es ocioso preguntar si Platón, liberado del maleficio socrático, no habría descubierto un tipo más elevado aún de humanidad filosófica, que hemos perdido para siempre. Atisbando las épocas que lo precedieron podemos ver, como en el taller de un escultor, un muestrario de semejantes tipos.

Pero los siglos VI y V parecieron prometer más y mejores cosas de las que produjeron, ya que se quedaron en la promesa y el anuncio. Y, sin embargo, no hay pérdida mayor que la de un tipo, que la de
una posibilidad de vida filosófica
nueva y superior, desconocida hasta entonces. Incluso la mayoría de los tipos antiguos son mal conocidos por la tradición; todos los filósofos, de Tales a Demócrito, me parecen extraordinariamente difíciles de caracterizar; pero si lográramos recrear esas figuras, pasaríamos revista a las formas del tipo más puro y más poderoso. A decir verdad, esta aptitud es rara, les faltó incluso a los griegos de la época tardía que se dedicaron a conocer la filosofía antigua: Aristóteles, sobre todo, parece no tener ojos para ver cuando se encuentra ante semejantes personajes. Por eso da la impresión de que estos magníficos filósofos hubieran vivido en vano, o que todo su destino no hubiese sido más que preparar los batallones de las disputadoras y locuaces escuelas socráticas. Hay, como he dicho, una laguna, una ruptura de la evolución; hubo de ocurrir alguna desgracia, y se rompió o no se llevó a cabo la única estatua que nos hubiera dado a conocer el sentido y la meta de esos grandes ejercicios artísticos preparatorios; lo que realmente se produjo ha quedado para siempre en secreto en los talleres. Lo que sucedió entre los griegos, que todo gran pensador se convirtió en un tirano por creerse en posesión de la verdad absoluta, hasta el punto de que su historia del espíritu revistió ese carácter de violencia y de peligrosa precipitación que testimonia su historia política, ese hecho, digo, no agota este tipo de acontecimientos: se han producido muchos hechos semejantes hasta en las épocas más recientes, aunque cada vez más raras veces a medida que se ha ido avanzando, y hoy casi ya no queda nada de aquella conciencia puramente ingenua de los filósofos griegos, ya que, a fin de cuentas, la tesis opuesta y el escepticismo se abren actualmente camino de forma más fuerte y clara. Ya ha pasado la época de los tiranos del espíritu. Por supuesto que siempre ha de haber una soberanía en la esfera de la cultura elevada, pero esa soberanía está ahora en manos de los
oligarcas
del espíritu, que constituyen una sociedad solidaria, a pesar de sus divisiones geográficas y políticas, cuyos miembros se
conocen
y se
reconocen
, cualesquiera que sean las apreciaciones favorables o desfavorables que pongan en circulación la opinión pública y los juicios de los periodistas y los gacetilleros que influyan en la masa. La superioridad intelectual, que antaño era causa de aislamiento y de hostilidad, produce ahora más bien un
víncu
lo; ¿cómo podrían los individuos autoafirmarse y abrirse camino a través del oleaje de la vida, nadando en contra de todas las corrientes, si no vieran aquí y allá a sus semejantes en parecidas condiciones y no les diesen la mano en su lucha tanto contra el gobierno plebeyo de quienes tienen una inteligencia y una cultura medianas, como contra los intentos eventuales de establecer una tiranía con ayuda de la acción de las masas? Los oligarcas se necesitan entre sí; entre ellos descubren sus mejores goces, entienden los rasgos que les distinguen, pero, no obstante, cada uno de ellos es libre, y lucha y vence en su puesto, prefiriendo perecer antes que someterse.

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