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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (51 page)

La casa de Dengla no tenía nada que ver con el lujoso emdeversorium de Amalrico, pero era mucho mejor por dentro de lo que aparentaba desde fuera. Naturalmente, no iba a vivir en los aposentos suyos, muy bien cuidados, y el cuarto del piso de arriba que me enseñó era minúsculo y con cuatro muebles de lo más miserable, pero a mí me bastaba.

—Si antes de venir aquí te has informado sobre mi persona —dijo Dengla sin el menor sonrojo— te habrán dicho que robo, pero no hagas caso; pierde cuidado por tus cosas. Sólo robo a los hombres, aunque hablando con franqueza, de mujer a mujer, ¿no lo hacemos todas?

—Yo no he tenido ocasión —balbucí confusa.

—Si te quedas un tiempo, yo te enseñaré —replicó sin ambages—. Ahora no tengo más huéspedes con quien poder practicar, pero ya te enseñaré… Eso y otras cosas que te servirán, te procurarán beneficio y hasta placer. No te arrepentirás de haberte alojado aquí, emcaía Veleda. Bien, dame los emsiliquae. Pero ten en cuenta que no te devolveré ni un emnummus si cambias de parecer antes de que concluya la semana.

—¿Por qué iba a cambiar de parecer?

Hizo una mueca que estuvo a punto de agrietarle la máscara.

—Hace tiempo, y por única vez en mi vida, cometí un error, que pagué doblemente. Lamento decirte que tengo dos hijos gemelos de los que no he podido deshacerme y que viven aquí.

—No me importa que haya niños en la casa —dije yo.

—Pues yo sí —replicó ella entre dientes—. Si hubiese parido hijas, ahora tendrían edad de… ser útiles y procurar diversión, pero ¡los niños! Los niños no son más que hombres pequeñitos. ¡Unas bestias!

Me dijo que pronto estaría el emprandium y se fue. Yo desenvolví mis cosas, las coloqué

ordenadamente y bajé a hacer mi primer almuerzo en la pensión de Dengla. No me sorprendió en demasía que, pese a su confesada pobreza, la viuda tuviese una sirvienta para guisar y servir la comida, una mujer de tez morena llamada Melbai, de la misma edad que su ama y de rostro igualmente redondo, pero no usaba afeites ni polvos para embellecerse. Aunque, claro, una sirvienta no puede permitírselo.

—¿Melbai? Es un nombre etrusco, ¿verdad? —dije cuando me la presentó, por hacerme la simpática.

La mujer asintió concisamente con la cabeza y me replicó con una especie de ladrido:

—Y la palabra «etrusco» es latina y no queremos que nos llamen así. Mi raza, mucho más antigua que la romana, se llama emrasenar, y yo soy emrasna. ¡No lo olvides, joven Veleda!

Me quedé pasmada al ver que una sirviente se permitía hablar de aquella manera a un huésped, pero, además, a continuación, se sentó a comer con nosotros, y después la oí ladrar órdenes a los niños, y en posteriores ocasiones la oí hablar de igual a igual con su ama; así que comencé a percatarme de que Melbai no era exactamente una simple sirvienta y que Dengla tampoco era su ama, pero tardé tiempo en descubrir la relación exacta.

Los dos niños sí que parecían los sirvientes de la casa, e incluso esclavos. Robein y Filippus no tendrían doce años y, como me imaginaba, no eran guapos ni muy inteligentes; de todos modos, en la mesa se comportaron bien aquel día y en sucesivas ocasiones en que comí con ellos. En realidad, estaban tan amedrentados que casi no hablaban y procuraban no hacerse notar, porque su madre y Melbai siempre estaban ordenándoles hacer algo o diciéndoles a voces que desaparecieran de su vista.

En mi segundo día en casa de Dengla salí por la mañana temprano con el pretexto de ir a buscar trabajo en el taller de un peletero. Seguramente habría podido obtenerlo de haberlo querido, pero mi única intención era recorrer la ciudad para observarla con mis nuevos ojos, por así decir. Y me sorprendieron las cosas que vi como Veleda y que, recorriendo las calles como Thornareikhs, no había advertido. Ahora, siendo como la gente corriente y no teniendo que mirar a los demás por encima del hombro en mi condición de emillustrissimus, podía observar lo que hacían sin que ellos tuviesen que interrumpir sus actividades para saludarme, dejarme paso o, inconscientemente, apagar el ruido que hacían trabajando, dejar de discutir o alargar la mano pidiéndome limosna. Ahora la gente continuaba con sus tareas cotidianas y no me prestaba atención.

Vi a un alfarero torneando un elegante jarro y, al dejar de pedalear la rueda, para llevarlo al horno, advertí que caminaba torcido porque todos los alfareros tienen más fuerte y musculosa la pierna con la que mueven la rueda del torno; vi a una mujer lavando ropa en una tina, enrollando las prendas en un rulo y haciéndolo rodar sobre una tabla; estuve observando a un cantero pulimentar un bloque de mármol recién cortado con piedra pómez, que se detenía de vez en cuando para toser y escupir flemas; bien se sabe que los canteros, igual que los picapedreros y mineros, suelen morir jóvenes del mal de pulmón que los griegos llaman emphthisis o «consunción».

Otra cosa que advertí en Vindobona, en mi encarnación de Veleda, fue un extraño sonido. Naturalmente, ni a Thornareikhs ni a los altivos patricios podía pasarles desapercibido el ruido de una ciudad tan populosa; existía la cacofonía de cascos de caballo y ruedas, los relinchos, los rebuznos y gruñidos de los animales de tiro, el ladrido de los perros, el gruñir de los cerdos, el cloqueo de las gallinas; además de los martillazos de los carpinteros, el estruendo de los herreros, el tintinear de monedas de los cambistas, el retumbar de los barriles rodando, el soniquete de los músicos callejeros, el vocerío de los vendedores ambulantes y barberos, los gritos de los soldados borrachos, el chillido hiriente de las disputas entre mujeres y el alboroto de las peleas a puñetazos entre hombres. Pero ahora oí el canturreo: la lavandera que canta mientras lava, el alfarero que tararea inclinado sobre el torno, los de la rueda de la grúa cantando para mantener el paso. Y de la iglesia católica surgía el canto de los niños recitando las preguntas y respuestas del catecismo para aprendérselas de memoria. Daba la impresión de que todos cantaban trabajando.

Cuando regresé a casa aquella tarde, le dije a Dengla que había encontrado trabajo en un obrador de peletería, que me pagarían por piezas y que, como tenía experiencia en la faena, ganaría más que un asalariado miserable y así podría seguir alojándome allí más tiempo. Dengla me dio la enhorabuena, y creo que sinceramente, porque la noticia debió complacer a su natural avariento; incluso me dirigió una sonrisa cómplice cuando después de la cena dije que iba a salir un rato «a divertirme» después de la jornada de trabajo. Salir sola de noche era algo que no habría podido hacer de haber sido mujer de la clase alta, pero siendo de la emplebecula gozaba de mucha más libertad para ir a donde quisiera. Desde luego que no podía sentarme en una taberna a beber y conocer a buena gente como Wyrd o sus amigos; además, cuando paseaba de noche por las calles alumbradas con antorchas, y comía en un puesto callejero, me paraba a contemplar a un grupo de máscaras hacer cabriolas, y solía abordarme algún borracho o me hacía proposiciones cualquiera perfectamente sobrio, pero con una buena chanza solía quitármelos de encima y, si no bastaba, podía tumbarles de un puñetazo y dejarles con la nariz sangrando o los dientes rotos. Empero, las clases bajas eran en general menos criminales y mucho más corteses de lo que los pudientes les imputaban: de día y de noche encontraba hombres y mujeres decentes con quienes entablaba amistad, aunque no conocí a nadie por quien me sintiera atraído como fue el caso con Gudinando. Así, cuando sentía necesidad de relaciones carnales, recuperaba mi identidad de Thornareikhs e iba a visitar a una de mis amigas de la nobleza.

Cuando conluyó mi primera semana de «trabajo» pagué a Dengla la abusiva tarifa de la siguiente semana. La noche anterior no había dormido en la casa, pues la había pasado con una emclarissima muy joven cuyos padres estaban ausentes. Así, al recibir el dinero, Dengla me dirigió una sonrisa venenosa, haciendo el malicioso comentario de que no le parecía mal que «aumentase» mis ingresos como quisiera.

—La gente virtuosa y criticona creen que una emipsitilla vende su cuerpo, pero yo no soy de esa opinión. Una emipsitilla o incluso la emnoctiluca más barata no se da a cambio de dinero; se la recompensa con

dinero por haberse dado con plena voluntad, como sucede exactamente con la mujer casada más respetable. Si alguna vez notas que te avergüenzas de ti misma, joven Veleda, considéralo tal cual. Yo lo veo así porque también yo una vez me divertí. Y quiero decir una sola vez, con un peludo suevo llamado Denglys; y esa vez me bastó para tener asco a los hombres para siempre. Claro que me llevé su bolsa al dejarle y luego decidí adoptar hasta su nombre por ser más distinguido que… —añadió con una risita disimulada— otros nombres que he llevado. Pero ya has visto: mi única recompensa tangible por divertirme fue esto.

Hizo un gesto hacia los gemelos, que los niños acogieron atemorizados.

—Pero si no te aflige la fecundidad, Veleda, y no te dan asco los hombres, pues retoza con ellos cuanto quieras. Eso sí, sácales hasta el último emnummus. A los curas, predicadores y filósofos, todos ellos hombres, les gustaría que todo el mundo creyese —y sobre todo las mujeres— que las siete virtudes capitales son preciosas reliquias familiares que pasan de madre a hija, pero las mujeres sabemos bien que no es cierto. Las virtudes sólo existen para dejarlas malparadas ante el primer postor o el más poderoso. Por lo que a mí atañe, no encuentro inmoralidad en ningún acto que me beneficie. Y, a ti, Veleda, te doy estos consejos como si fueras una hija querida, y puedo darte unas orientaciones para que resultes más atractiva de lo que eres y vendas más cara la mercancía. Por ejemplo, cuando salgas de noche, lleva siempre un trapo mojado en esencia de tomillo y cuando te tropieces con un posible emstrupator, te lo agitas sobre la cara y verás como tus ojos adquieren un brillo incitador. Otra cosa que…

—No soy una mercancía, emcaia Dengla —dije para interrumpir su chachara—. Me gano hasta el último emnummus con un trabajo honrado, y me imagino que si llegara a ser madre, me enorgullecería de tener dos hijos tan cariñosos.

—¡Cariñosos! —replicó ella con sorna—. Si hubiese tenido hijas sí que ahora me tendrían un cariño profundo. ¿Pero éstos? Desde que nacieron y tuve que rebajarme a ser su nodriza me han sido repelentes. Dos hombrecitos chupándome las tetas… em¡eheu! Ni siquiera me ha sido posible venderlos a los carismáticos porque no eran lo bastante guapos, ni criarlos para esclavos porque no eran suficientemente listos. No obstante, gracias a Baco, pronto cumplirán doce años y me los quitaré de encima. Era evidente que lo único que podía pensar de mí es que era la prostituta callejera más barata, y más cuando seguí pasando al menos una noche por semana fuera de la casa. Por mi parte, tendría que haber imaginado, por el modo en que Dengla hablaba tan regocijada de aquellas hijas inexistentes, que ella y la mujer rasa eran emsórores stuprae, pero el caso es que nunca intercambiaban caricias o palabras afectuosas ni siquiera miradas, y, por lo que yo observaba, tampoco pasaban mucho tiempo, ni de día ni de noche, juntas en el mismo cuarto. Lo que sí hacían es salir juntas todos los viernes después de la cena para pasar la noche fuera de casa. Yo no tenía el más mínimo interés en preguntarles nada y Dengla no volvió a hacer comentarios ni a darme consejos en relación con mis salidas nocturnas; y durante unas semanas seguí con mi doble vida sin hechos dignos de mención.

En Semana Santa fui varias veces a misa a la iglesia arriana para comprobar si los ritos de aquellos cristianos diferían de los católicos. El sacerdote, emtata Avilf, era ostrogodo, y sus diáconos, subdiáconos y acólitos eran de una u otra nación germánica o tribu; pero no se piense que se trataba de salvajes repulsivos, sino tan apacibles y rutinariamente devotos —incluso soporíferos— en sus ritos como cualquier clérigo católico.

La víspera de Pascua había cinco o seis catecúmenos preparados para recibir los misterios cristianos, y el sacerdote los bautizó casi con idéntico rito al que yo tantas veces había visto hacer en la abadía de San Damián, con la excepción de que al bautizado le sumergían tres veces en el agua bautismal en vez de una como los católicos. El Sábado Santo solicité entrevistarme con emtata Avilf, fingiéndome un católico que quería convertirse al arrianismo, y le pedí respetuosamente que me explicase aquella diferencia en el rito del bautismo. Y él me lo explicó muy atento:

—Hija mía, en los primeros tiempos del cristianismo todos los catecúmenos se sumergían tres veces en el agua bautismal. Sólo cuando surgió el arrianismo cambiaron los católicos la liturgia estipulando una sola inmersión, pero únicamente por diferenciar su fe de la nuestra, del mismo modo que la Iglesia ha hecho del domingo el día sabático, para diferenciarlo del sábado judío, y ha decretado que la Pascua sea

fiesta móvil para alejarla lo más posible de la pascua judía. Pero los arrianos no damos excesiva importancia a esas diferencias. Nosotros creemos que Jesús deseaba que sus seguidores fuesen generosos y tolerantes, no exclusivistas. emCaia Veleda, si tuvieses que decidir ahora mismo tu conversión, digamos, al judaismo —o incluso volver al paganismo de nuestros antepasados— yo sólo te desearía que eligieras felizmente.

Me quedé atónita.

—Mas San Pablo dijo «Predicad la palabra, reprobad, suplicad, reprended; haced el cometido de evangelistas» —repliqué—. Y vos, emtata Avild, ¿ni siquiera me prevenís contra tal abandono de la iglesia cristiana?

— emNe, ni allis, hija, con tal de que lleves una vida virtuosa y no hagas mal a nadie, creo que serás obediente a lo que san Pablo llama «la palabra».

Salí de allí como entre sueños. El sacerdote arriano no me había abrumado con las benditas ventajas de adoptar su fe, diciéndome que era la auténtica, y, para mi sorpresa, lo único que me había aconsejado es que llevase una vida cristiana.

Casi por coincidencia, a la salida de la iglesia arriana, mientras caminaba, vi a la viuda Dengla y a la rasa Melbai saliendo de otra —o, mejor dicho, de un templo pagano; concretamente, el dedicado a Baco— del que también salían numerosos fieles, hombres y mujeres, furtivamente, en reducidos grupos de dos o tres, bien embozados con el manto. Pero a Dengla la reconocí fácilmente por su llamativo pelo rojo. Los adeptos miraban en todas direcciones, con toda evidencia para comprobar si había alguien que pudiera reconocerles, y luego se alejaban a vivo paso del lugar. Era un precaución lógica, porque, aun entre los paganos más empedernidos, el culto a Baco hace mucho tiempo que se considera disoluto y rechazable. Los muros del templo aparecían bastante embadurnados con versos obscenos e imprecaciones escritos por los viandantes que abominaban del culto.

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