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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (7 page)

SEGUNDA PARTE
Un puñado de semillas
desnudas
1

Tokyo Daily,
edición matinal

Tokio, 20 de abril de 2000. Ayer, 19 de abril, poco después de las seis de la tarde, fue hallado el cuerpo sin vida de una mujer en el número 103 de los apartamentos Green Villa, en Maruyama-cho, en el distrito de Shibuya. Después de hallar el cuerpo, el encargado de los apartamentos llamó al 911.

El Departamento de Investigación de la Policía Metropolitana, en colaboración con la comisaría del distrito de Shibuya, inició una investigación que determinó que la fallecida es Kazue Sato, de treinta y nueve años de edad, residente en el área de Kita-Karasuyama, en el distrito Setagaya. Al parecer, trabajaba en la empresa Arquitectura e Ingeniería G.

A juzgar por las marcas en el cuello, el Departamento de Investigación ha establecido el estrangulamiento como la probable causa de la muerte, y ha dictaminado que sin duda se trata de un homicidio.

Según las primeras informaciones, la víctima salió de su casa el 8 de abril hacia las cuatro de la tarde con rumbo desconocido.

El cuerpo se encontró en una habitación de unos doce metros cuadrados que había permanecido vacía desde el mes de agosto del año pasado. La puerta no estaba cerrada y el cadáver de la mujer se hallaba boca arriba en el centro de la habitación. También allí se encontró el bolso y, aunque se cree que podía llevar unos cuarenta mil yenes encima, su monedero estaba vacío. Vestía la misma ropa con la que se la había visto ese mismo día.

La señorita Sato fue contratada en la empresa Arquitectura e Ingeniería G tras licenciarse en la Universidad Q en 1984. Allí trabajaba como subdirectora del departamento de investigación. Era soltera y vivía con su madre y una hermana menor.

C
uando leí este artículo en el
Tokyo Daily,
de inmediato supe que era la misma Kazue Sato que había conocido en el colegio. Está claro que un nombre como el suyo es bastante común y era muy posible que me equivocara, pero estaba convencida de que no era así. ¿Cómo podía estar tan segura? Porque un año antes, poco después de la muerte de Yuriko, Kazue me telefoneó, y ésa fue la última llamada que recibí de ella.

—Soy yo —me dijo—, Kazue Sato. He oído que han asesinado a Yuriko-chan. —No habíamos hablado desde la universidad, y eso fue lo primero que me soltó—. Es terrible.

Yo también estaba aterrorizada, pero no porque Yuriko hubiera muerto o porque Kazue me hubiera llamado de una forma tan inesperada. Más que nada me desconcertó el hecho de que se estuviera riendo al otro lado del teléfono. Su risa grave y susurrante zumbaba como una abeja. Quizá intentaba que la risa me resultara consoladora, pero yo sentía como si ésta se filtrara en mi interior a través de la mano que sostenía el teléfono. Ya he dicho que la muerte de Yuriko no me sorprendió especialmente, ¿verdad? Pero en ese momento, sólo en ese momento, sentí que un escalofrío me recorría la columna de arriba abajo.

—¿Qué te resulta tan gracioso? —pregunté.

—Nada. —La respuesta de Kazue sonó despreocupada—. Bueno, imagino que debes de estar muy apenada.

—No, lo cierto es que no mucho.

—Ah, claro. —Kazue siempre había sabido lo que yo sentía por mi hermana—. Por lo que recuerdo, Yuriko y tú nunca estuvisteis muy unidas. Era como si ni siquiera fuerais hermanas. Quizá otros no se daban cuenta, pero yo lo supe enseguida.

—Sí, bueno. ¿A qué te dedicas ahora?

—Adivina.

—He oído que trabajas en una empresa de ingeniería.

—¿Te sorprendería saber que Yuriko-chan y yo trabajábamos en lo mismo?

Al detectar el tono de triunfo en su voz me quedé muda. Me costó un rato asociar la vida que Kazue llevaba con palabras como «hombres», «prostitución» y «sexo». Por lo que me habían dicho, trabajaba en una prestigiosa empresa, y se estaba abriendo camino como profesional de éxito. Dado que no respondí de inmediato, ella añadió:

—Bueno, a partir de ahora me andaré con más cuidado —y colgó.

Me quedé de pie durante unos instantes mirando el teléfono, dudando de si la persona con la que acababa de hablar era realmente Kazue. ¿Y si se trataba de alguien que se había hecho pasar por ella? La Kazue que yo conocía no habría sido tan enigmática. Siempre hablaba con arrogancia, como si fuera ella quien tuviera la última palabra, pero al mismo tiempo observaba nerviosa la cara de quien la escuchaba, aterrada por si se equivocaba en algo. Era tremendamente altiva cuando hablaba de algún asunto académico, pero si el tema de conversación giraba en torno a las últimas tendencias de moda, a los restaurantes o a los respectivos novios, guardaba silencio, renunciaba a su superioridad y permanecía en un segundo plano. Ésa era la Kazue que yo había conocido. El desajuste entre la confianza en sí misma y la inseguridad que sentía era tan evidente que casi me daba pena. Si había cambiado, significaba que había encontrado nuevas maneras de plantarle cara a la vida.

De esto es de lo que queréis que hable, ¿verdad? Por supuesto, a su debido tiempo volveré a Kazue y a Yuriko, pero parece que no puedo evitar andarme por las ramas. Lo siento. Todas estas digresiones sobre mí misma de hecho no tienen nada que ver con el asunto que nos ocupa. Imagino que hasta ahora os he aburrido sobremanera, porque de lo que queréis que hable es de Yuriko y de Kazue.

Pero, si se me permite preguntarlo, ¿qué es lo que os interesa de esas dos? Sé que ya lo he preguntado, pero sigo sin entender muy bien esa fascinación. ¿Es porque el hombre al que acusaron del crimen —un hombre llamado Zhang, de nacionalidad china— estaba en el país de manera ilegal? ¿Es por los rumores de que Zhang fue falsamente acusado?

¿Acaso estáis sugiriendo que Kazue, Yuriko y ese otro hombre tenían caprichos siniestros? Yo personalmente no lo creo, pero estoy convencida de que tanto Kazue como Yuriko disfrutaban con lo que hacían, y él también. No, no estoy diciendo que él disfrutara matando; de hecho, ni siquiera sé si el asesino fue él. Aunque tampoco me importa saber quién fue.

Es muy probable que el hombre mantuviera relaciones con las dos. ¿No dijo que había pagado una cantidad increíblemente baja por sus servicios? Apenas dos o tres mil yenes, creo, menos de veinticinco dólares. Si eso es cierto, él debía de tener algo que ellas querían. Quiero decir, debía de existir una razón para que Yuriko y Kazue hicieran lo que hicieron. Por eso creo que a ellas les gustaba la relación que mantenían con él. De lo contrario, ¿por qué aceptarían vender su cuerpo por un precio tan bajo? ¿No era precisamente el cuerpo el medio del que disponían para presentar batalla al mundo? A esto era a lo que antes me refería con Kazue, aunque a mí esa forma de batallar me resulte incomprensible.

Durante los tres años que pasé con ella en el instituto, y luego los cuatro en los que fuimos juntas a la universidad, hubo grandes cambios en mi familia. Un factor decisivo fue el suicidio de mi madre en Suiza, justo antes de las vacaciones de verano, durante mi primer año de instituto. (Me parece que ya os he enseñado su última carta, ¿no? Os contaré más de ella a su debido tiempo.)

Kazue tuvo que hacer frente a una experiencia similar, ya que su padre murió repentinamente mientras ella estaba en la universidad. Por entonces no nos veíamos mucho, por lo que no estoy segura de las circunstancias exactas, pero al parecer tuvo una hemorragia cerebral y se desplomó en el baño. Por esta razón, las circunstancias familiares de Kazue y su situación en el colegio no eran muy diferentes de las mías.

No me he referido a nuestra situación en la escuela hasta ahora, y creo no equivocarme si digo que ella y yo éramos las únicas en el instituto que habíamos pasado por unas experiencias significativamente diferentes de las de cualquier otra alumna. Así pues, era bastante natural que nos sintiéramos atraídas la una por la otra.

Kazue y yo aprobamos el examen de ingreso a la universidad y entramos en la misma facultad después del instituto. Por si no lo sabíais, el Instituto Q para Chicas es muy competitivo y sólo acepta a aquellas con las notas más altas en los exámenes de admisión. Sin duda Kazue estudió con tesón para los exámenes mientras estaba en el instituto municipal y consiguió entrar. En mi caso no sé si fue por suerte o por el destino, pero la cuestión es que yo también lo logré. Por descontado, mi motivación para esforzarme tanto en el examen de ingreso era alejarme de Yuriko, no es que estuviera obsesionada con el Instituto Q para Chicas en sí. Pero el caso de Kazue era diferente. Desde que estaba en primaria se había fijado como meta entrar en el Instituto Q, y me contó que se había dedicado a estudiar con ahínco para poder cumplir su propósito. Ésta era la diferencia entre Kazue y yo; una gran diferencia.

La escuela Q abarca desde el nivel elemental hasta la universidad, lo que significa que aquellos niños que consiguen entrar en primaria pueden, a efectos prácticos, cursar sus estudios hasta la universidad sin tener que someterse a la presión infernal de aprobar más exámenes de ingreso. Esta estructura particular se denomina «de escalera». En la escuela primaria se inscriben tanto niños como niñas, y sólo admiten a unos ochenta alumnos. En secundaria, se dobla el número de estudiantes. En bachillerato se divide a los alumnos por sexo y de nuevo se dobla el número de estudiantes. Por tanto, de las ciento sesenta estudiantes que hay todos los años, la mitad serán aquellas que se han añadido al programa en bachillerato, mientras que la otra mitad llevarán allí más tiempo, ya sea desde primaria o desde secundaria.

La universidad, en cambio, admite alumnos procedentes de todo Japón, y el número de estudiantes que consideran a la Universidad Q su alma máter es imposible de contabilizar. La Universidad Q es tan famosa que su sola mención dejaba boquiabiertos a los amigos de mi abuelo, ya que en ella no admitían a cualquiera. Por esta misma razón, los estudiantes que se inscribían en el sistema Q, que algún día les permitiría ingresar en la prestigiosa universidad, se sentían orgullosos. Cuanto antes hubieran ingresado en el sistema, más profundo era su sentimiento de elitismo.

Precisamente por esta estructura «de escalera», las familias adineradas tienen tanto empeño en que sus hijos entren en la escuela en primaria. Me han contado que la intensidad con la que preparan esos exámenes iniciales raya la locura. Por supuesto, ni tengo hijos ni tengo nada que ver con esto, así que no puedo decir que sea una experta en el tema.

Cuando creo mis hijos imaginarios, ¿alguna vez me los imagino ingresando en la escuela primaria Q? ¿Es ésa vuestra pregunta? De ningún modo. Nunca. Mis hijos sólo nadan en un mar imaginario. El agua es de un azul perfecto, igual que la de esas ilustraciones teóricas que se basan en los fósiles cámbricos. Allí, en la arena del suelo oceánico, entre rocas, todos se postran ante la ley del más fuerte y las criaturas vivientes existen únicamente para procrear. Es un mundo muy sencillo.

Cuando me mudé a casa de mi abuelo, soñaba con cómo sería mi vida cuando fuera estudiante del anhelado Instituto Q para Chicas. Una y otra vez imaginaba situaciones, y me proporcionaba un inmenso placer, como ya he dicho, crear esas fantasías. Sería socia de algún club, haría amigos y viviría una vida corriente como cualquier persona normal. Pero la realidad dio al traste con esos sueños. Básicamente, las camarillas fueron mi perdición, ya que uno no podía ser amiga de quien quisiera. Incluso las actividades del club estaban clasificadas y ordenadas según unas jerarquías propias, con una diferencia muy clara entre las internas y las externas. El principio de toda esta jerarquía era, por supuesto, el sentido del elitismo.

Al reflexionar sobre aquellos días desde la perspectiva y la edad que tengo ahora, me parece obvio. A veces, de noche, cuando estoy en la cama despierta, recuerdo alguna situación y de golpe entiendo por qué Kazue hacía según qué cosas. Puede que parezca que no viene a cuento, pero siento que debería contaros más acerca de mi vida en el instituto.

Empecemos con la presentación del nuevo curso. Todavía recuerdo el asombro que sentí al ver a todas las estudiantes nuevas inmóviles en la sala de conferencias donde se desarrollaba la ceremonia. El nuevo curso escolar estaba dividido en dos grupos diferenciados: las alumnas que continuaban desde el colegio Q y aquellas que acababan de ingresar ese año. Se podían distinguir de un solo vistazo porque la longitud de las faldas de nuestro uniforme era diferente.

Aquellas que entrábamos por primera vez y que habíamos superado con éxito los exámenes de ingreso llevábamos la falda hasta las rodillas, tal y como marcaba la normativa oficial del colegio. En cambio, las estudiantes que habían estado en la escuela desde primaria o secundaria la llevaban mucho más corta. A ver, no me refiero al tipo de prenda que las chicas llevan hoy en día, faldas tan cortas que apenas podrían llamarse faldas, sino a una con la longitud justa para que quedaran equilibradas con los calcetines azul marino que les llegaban hasta las rodillas. Sus piernas eran largas y esbeltas; el cabello, de color castaño. En las orejas llevaban pendientes dorados y finos, y los complementos para el pelo, sus bolsos y sus bufandas eran de un gusto exquisito. Todas tenían artículos de marcas caras que yo no había visto nunca antes de cerca, y cuya elegante sofisticación abrumaba a las alumnas recién llegadas.

Nuestras diferencias no eran algo que pudiera desaparecer fácilmente con el tiempo. La única forma de explicarlo es decir que nosotras, las nuevas, carecíamos de lo que las otras chicas poseían, al parecer, desde que nacieron: belleza y riqueza. A las nuevas nos traicionaban nuestras faldas largas y nuestro cabello negro azabache, corto y sin brillo. Muchas de nosotras llevábamos gafas gruesas, en absoluto favorecedoras. En resumen, las nuevas no éramos guays.

No importaba cuánto pudiera sobresalir una chica en los estudios o en los deportes, porque no había nada que pudiera librarla una vez que la habían tachado de no ser guay. Para una estudiante como yo, esa cuestión fue irrelevante desde el principio, pero para otras era fuente de una ansiedad considerable. Yo diría que la mitad de las estudiantes que entraban en el programa como alumnas de bachillerato se tambaleaban peligrosamente en el borde de «no ser guays». Así pues, todas se esforzaban cuanto podían para evitar que las etiquetaran e intentaban mezclarse con las estudiantes más antiguas.

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