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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (5 page)

Al principio, mi padre frunció el ceño cuando se lo propuse, aduciendo que el Instituto Q para Chicas era caro y costaba mucho más de lo que podíamos permitirnos. Pero puesto que Yuriko y yo apenas nos hablábamos —a causa del incidente de la cabaña—, pensó que mi plan era la solución más conveniente. Le hice firmar un acuerdo por el que, si yo conseguía ingresar en el instituto que eligiera, él prometía proveer los fondos necesarios para mi escolarización hasta que me graduara. Aunque fuera mi padre, no había forma de asegurar nada sin un acuerdo escrito.

Finalmente se decidió que yo seguiría viviendo en el distrito P con mi abuelo materno, que vivía solo en un bloque de apartamentos de protección oficial. Tenía sesenta y seis años, era bajo, de extremidades delicadas y complexión pequeña. El parecido con mi madre era evidente. Era el tipo de persona que se esforzaba por estar a la moda aunque no tuviera dinero, de manera que fuera a donde fuese siempre llevaba traje, y se peinaba el cabello entrecano con gomina hacia atrás. En su diminuto apartamento, el olor a gomina era tan intenso que asfixiaba.

Hasta entonces no conocía mucho a mi abuelo, y la perspectiva de ir a vivir con él me inquietaba. No tenía ni idea de qué podía decirle. Pero una vez que me mudé con él todos mis miedos desaparecieron. Mi abuelo parloteaba sin parar durante todo el día con su voz aguda, y no es que me necesitara para conversar, sino que la mayor parte del tiempo hablaba solo. Es decir, repetía lo mismo una y otra vez como una cotorra. Sospecho que le encantaba compartir su hogar con alguien taciturno como yo, que no era más que una receptora de su parloteo incesante.

Es probable que para él fuera un inconveniente que de golpe le dejaran a una nieta en la puerta, pero indudablemente agradecía la mensualidad que enviaba mi padre, porque en aquel tiempo vivía sólo de su pensión. De vez en cuando ganaba un poco de dinero extra haciendo chapuzas por el vecindario, era como el vecino manitas, pero creo que apenas le alcanzaba para vivir.

¿Cuál era la profesión de mi abuelo? Bueno, es difícil de decir. De niñas mi madre nos contó que, cuando el abuelo era joven, se le daba bien coger a ladrones de sandías, así que decidió ingresar en la policía y hacerse detective. Por eso, yo estaba segura de que iba a ser estricto y al principio me daba un poco de miedo. Sin embargo, fue todo lo contrario. Finalmente mi abuelo no trabajó como detective. ¿A qué dedicó su vida? Eso es lo que trataré de explicar a continuación. Puede que me lleve un rato, así que tened paciencia.

—No es sencillo visitar al abuelo porque es detective de la policía y está siempre muy ocupado —aseguraba mi madre—. Además, constantemente está rodeado de delincuentes, aunque eso no quiere decir que tu abuelo sea una mala persona. En absoluto. A menudo las malas personas se ven atraídas por las buenas personas. Por ejemplo, personas que hayan infringido la ley acuden al abuelo para disculparse y hablar sobre cómo corregir su comportamiento. No obstante, siempre hay alguien que es malo hasta la médula. Puede que esa persona le guarde rencor al abuelo por haberlo arrestado, de modo que cuando va a visitarlo lo hace para vengarse, y sería peligroso para los niños estar cerca si eso ocurriera.

Al escuchar estas historias que mi madre describía como si sucedieran en un lugar lejano, yo me emocionaba y me imaginaba escenas de las series policíacas de la televisión. ¡Mi abuelo era detective! Me jactaba de ello cada vez que me cruzaba con una amiga. Pero a Yuriko eso nunca le impresionó mucho, y a menudo le preguntaba a mi madre por qué el abuelo trabajaba como detective. Supongo que no consideraba que tener un abuelo detective fuera algo alucinante. No tengo ni idea de qué era lo que le pasaba por la cabeza, pero la respuesta de mi madre siempre era la misma:

—Tu abuelo era muy bueno atrapando ladrones de sandías. Su padre era propietario de campos extensísimos en la prefectura de Ibaraki, donde merodeaban los ladrones.

Aprobé el examen de ingreso al Instituto Q para Chicas justo antes de que mis padres y Yuriko volaran a Suiza, así que cargué en una camioneta el futón, el escritorio, el material escolar y la ropa, y me mudé de Shinagawa Norte al apartamento de mi abuelo en el complejo de viviendas del gobierno. El distrito P está situado en la parte más baja de Tokio, y por eso se lo conoce como Ciudad Baja. La mayor parte es llana y prácticamente no hay edificios altos. Varios ríos cruzan el barrio y forman pequeños sectores separados. Los enormes diques que hay a lo largo del río obstruyen la vista. Los edificios del alrededor no son muy altos pero, a causa de los diques, tienen un aspecto opresivo. De hecho es una zona muy particular. Al otro lado de los diques corre un caudal inmenso de agua, por regla general, a un ritmo lánguido. Siempre que me encaramaba hasta la orilla del río para ver pasar el agua marrón, me imaginaba todas las diferentes formas de vida que se arremolinaban bajo la superficie.

El día en que me mudé, mi abuelo compró dos bocaditos de crema en la tienda de la esquina. No eran los mismos que se pueden encontrar en cualquier pastelería, sino los que tienen la masa dura y el relleno de crema que odio. No quería herir sus sentimientos, así que me lo zampé fingiendo saborear cada bocado. Mientras comía observé con detenimiento el rostro de mi abuelo, intentado descubrir en qué se parecía a mi madre y, aunque compartían la misma constitución delgada, no había nada en sus facciones que pudiera reconocerse.

—Mi madre no se parece a ti, abuelo. ¿A quién de la familia se parece?

—Oh, tú madre no salió a nadie o, en todo caso, debió de salir a algún antepasado lejano.

El abuelo empezó a doblar la caja de los bocaditos mientras respondía, según las instrucciones que había en el cartón. Luego la dejó, junto con el envoltorio y el cordel, en la estantería de la cocina.

—Yo tampoco me parezco a nadie —dije.

—Bueno, ése es el rasgo diferencial de nuestra familia.

El abuelo era un hombre de costumbres. Todas las mañanas se levantaba a las cinco y se ocupaba de los bonsáis que abarrotaban la galería y el estrecho espacio del vestíbulo. El cultivo de los bonsáis era su afición, y diariamente pasaba más de dos horas cuidándolos. Después limpiaba su habitación y, por último, desayunaba.

Tan pronto como se levantaba empezaba a parlotear en el dialecto de Ibaraki de su pueblo natal. Incluso cuando me estaba lavando la cara o cepillándome los dientes seguía hablando.

—Vaya, vaya, éste sí que es un buen tronco. ¡Mira! ¡La fuerza, la edad! Varios de estos pinos flanquean la autopista de Tokaido. Qué suerte tengo de tener un bonsái como éste; o quizá debo agradecérselo a mi propio talento. Sí, seguro que es eso. Debe de ser mi talento. Has de estar obsesionado con ellos o no llegarás muy lejos. ¿Loco? Sí, ése soy yo.

Yo lo miraba pensando que quizá me estaba hablando a mí, pero él tenía los ojos clavados en el bonsái y hablaba solo. Y todas las mañanas decía lo mismo.

—Las personas que no están locas de verdad pueden probar todo lo que quieren, pero nunca conseguirán tener talento, y su bonsái no se parecerá en nada al que haya cultivado un viejo loco como yo. ¿En qué se diferenciarán? Bueno, veamos…

Al final dejé de volverme cuando oía que empezaba a hablar porque me di cuenta de que no era a mí a quien se dirigía. Él preguntaba y él respondía. Yo estaba contenta por haber aprobado mi examen de ingreso y por estar empezando una nueva vida. Nada me importaba menos que los bonsáis. Hojeaba la guía de la escuela y me entregaba a las imágenes embriagadoras de cómo sería la vida en mi amado Instituto Q para Chicas.

Dejé a mi abuelo donde estaba y me fui a la cocina a prepararme una tostada que unté con abundante mantequilla, mermelada y miel. Ahora no estaba mi padre para reprenderme por echarme demasiada mermelada. ¡Me sentía totalmente libre! Mi padre era tan tacaño que siempre nos estaba llamando la atención por lo mucho que comíamos. En el té podíamos echarnos como máximo dos terrones de azúcar, y sólo se permitía una capa fina de mermelada en el pan. Si queríamos miel, únicamente podíamos tomar miel. Y sus ideas sobre las formas en la mesa eran igual de rígidas. Nada de hablar en la mesa, los codos cerrados y la espalda recta, prohibido reírse con la boca llena… Y no importaba qué hiciera, siempre encontraba algo por lo que quejarse de mí. Pero, en casa del abuelo, incluso si me sentaba encorvada y con cara de sueño para desayunar, él ni siquiera se daba cuenta. Seguía de pie en la galería hablando con sus plantas.

—Se necesita inspiración, ¿sabes? Ésa es la esencia: la inspiración. «Recibir el hálito de la inspiración.» ¿Por qué no lo buscas en el diccionario? Verás que no es cuestión de poseer elegancia. La elegancia estimulará tu trabajo, de eso no cabe duda, aunque no es algo que se pueda aprender así como así. También has de tener talento. Los que triunfan tienen talento, y por eso yo digo: tengo talento, soy genial.

El abuelo trazó los ideogramas chinos que significaban «inspiración» en el aire delante de su cara, y luego los que significaban «loco». Yo, mientras tanto, bebía té y lo miraba boquiabierta. Después de un rato, él se percató de que yo estaba sentada a la mesa de la cocina.

—¿Ha sobrado algo para tu abuelo?

—Sí, pero está frío —respondí señalando la tostada.

Cogió con deleite la tostada fría y reseca y le dio un bocado con su dentadura postiza, haciendo saltar migas por todas partes. Tan pronto como vi todo eso, me di cuenta de que las historias que me había contado mi madre según las cuales mi abuelo era detective no eran ciertas. No sé muy bien cómo explicarlo, pero incluso para una chica de dieciséis años como yo resultaba evidente qué clase de persona era mi abuelo: la clase de persona que sólo piensa en sí misma, por lo que no había posibilidad de que persiguiera a otro hombre y lo acusara de un crimen.

La dentadura del abuelo se movía un poco, y parecía que le costaba masticar, así que mojó la tostada en el té hasta que estuvo empapada y blanda. Parte de la tostada se deshizo en la taza, pero a él no pareció importarle.

Me armé de valor y le pregunté:

—Abuelo, ¿piensas que Yuriko es genial?

Él miró hacia la galería donde estaba el gran pino negro y respondió con unas palabras que no dejaban lugar a dudas:

—De ninguna manera. Yuriko-chan es demasiado guapa para eso. Puede que sea una planta de jardín, una flor hermosa, pero no es un bonsái.

—De modo que una flor, no importa lo hermosa que sea, ¿no es nunca genial?

—Exacto. La inspiración es el as en la manga del bonsái. Pero es una persona la que hace que eso sea así. Mira hacia allí, hacia el pino negro. Eso es inspiración. ¿Lo ves? Un árbol viejo nos da una lección de vida. Es raro, ¿no? Puede que parezca marchito, pero sin duda está vivo. Un árbol puede resistir el paso del tiempo. Los seres humanos son los únicos que adquieren su máxima belleza durante la juventud, pero un árbol, no importa cuántos años hayan pasado, si se guía una y otra vez, y aunque por naturaleza se resista, acabará poco a poco doblegándose a tu voluntad. ¿Y qué ocurre cuando lo hace? Pues que es como si la vida hubiera brotado de nuevo en él. La inspiración reside en ese punto en el que empiezas a sentir el milagro. Ésa es la palabra que se utiliza en inglés, ¿verdad? ¿Milagro?

—Supongo.

—¿Y en alemán?

—No lo sé.

«Ya estamos otra vez», me dije mientras fingía mirar hacia la galería donde él estaba antes de pie. Apenas podía entender nada de lo que estaba diciendo, y seguir escuchándolo empezaba a hacerse pesado. Todo cuanto preocupaba al abuelo era el viejo pino reseco que había plantado justo en medio de la galería. Las raíces eran retorcidas y horribles, y las ramas estaban anudadas con alambres. Con las agujas juntas y apretadas, el árbol siempre estaba a medio camino de cualquier lugar de la casa. Tenía la forma de uno de esos viejos pinos retorcidos que pueden verse en una típica película de samuráis. Pero era genial, ¡y la bella Yuriko no! ¿Qué podía haber sido más perfecto? Adoré a mi abuelo por haberme dicho eso, y recé por que pudiera vivir con él para siempre.

Él, en su situación, también se beneficiaba de que yo estuviera allí. Pronto descubrí por qué. Había días en los que correteaba aterrado de un lado a otro para meter todos los bonsáis en el armario. El tercer domingo de cada mes, a las once de la mañana, un vecino acudía a visitarlo sin falta. El abuelo señalaba en el calendario el tercer domingo de cada mes con un círculo rojo para no olvidarse. Esos días, tan pronto como acababa de hablar con los bonsáis, empezaba a reorganizar las cosas en su armario y a mover trastos de acá para allá. Sin que le importara si estaba nublado o si el cielo amenazaba con descargar un chaparrón en cualquier momento, me obligaba a levantarme del futón y a colgarlo en el tendedero que había en la galería para dejar más espacio en el armario. Luego se abría paso para llevar los bonsáis al lugar que les había hecho. Había un montón de cosas que se abarrotaban en la galería diminuta. Lo que no podía meter en el armario lo llevaba al apartamento de algún amigo suyo que vivía en el mismo bloque de pisos. Durante un tiempo me intrigó muchísimo la conducta de mi abuelo. ¿Por qué quería esconder todo aquello de lo que tanto se enorgullecía?

El invitado al que el abuelo recibía el tercer domingo de cada mes era un viejo con una cara simpática. Su escaso cabello blanco estaba peinado hacia atrás de manera impecable, y la camisa gris combinaba elegantemente con la chaqueta marrón. Sólo la montura de sus gafas —gruesa y negra— era demasiado llamativa. Aunque siempre se disculpaba por venir con las manos vacías a visitarlo, ni una sola vez cumplió la costumbre de traer un regalo. Cuando llegaba el viejo, mi abuelo se sentaba muy erguido y lo recibía con la postura más solemne que podía adoptar. Por alguna razón, nunca quería que yo estuviera cerca. Si cualquier otra persona venía a visitarnos siempre me insistía en que me quedara a su lado y se explayaba hablando de mí, claramente orgulloso de tener una nieta que era medio europea y, por si fuera poco, una estudiante de élite del Instituto Q para Chicas. Mi abuelo conocía a muchas personas: la vendedora de seguros, el guardia de seguridad, el encargado de los apartamentos, y a todos los demás ancianos aficionados a los bonsáis. Siempre pasaban a visitarlo. Pero sólo cuando venía ese viejo, mi abuelo quería que me fuera y, claro, a mí eso me parecía extraño.

Los días en los que esperaba su visita, el abuelo estaba nervioso. Me preguntaba si tenía deberes que hacer. Yo preparaba el té y fingía que volvía a mi habitación, pero los escuchaba a hurtadillas desde el otro lado de la puerta corredera. El hombre interrumpía los cumplidos de mi abuelo y luego empezaba a interrogarlo:

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