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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (2 page)

En ocasiones, he pensado: ¿acaso mi madre murió por dar a luz al monstruo de Yuriko? ¿Qué puede ser más espantoso que dos personas normales engendren una belleza inimaginable? Hay un cuento popular japonés que habla de un milano que pare a un halcón. Pero Yuriko no era un halcón; no tenía la sabiduría ni la valentía que simboliza esa ave. No era muy lista, y tampoco era malvada. Sin embargo, su rostro era diabólicamente bello. No cabe duda de que este simple hecho fue un verdadero quebradero de cabeza para mi madre, sobre todo porque ella tenía unos rasgos asiáticos normales. Sí, es cierto, a mí también me molestaba.

Para bien o para mal, mi aspecto evidencia de inmediato mi sangre asiática. Quizá por eso a la gente le gusta mi cara. Tiene lo suficiente de extranjero para que los japoneses la encuentren interesante, y es lo bastante «oriental» para que cautive a los occidentales. O, al menos, eso es lo que yo me digo. La gente es extraña. Dicen que los rostros imperfectos tienen un carácter y un encanto humano, pero el rostro de Yuriko inspiraba terror y provocaba las mismas reacciones ya estuviera en Japón o en el extranjero. Yuriko era la niña que siempre destacaba en la multitud, aunque fuéramos hermanas y nos lleváramos un año de diferencia. ¿No es extraño cómo se transmiten los genes al azar? ¿Acaso era ella una mutación? Quizá por esta razón, siempre que miro a un hombre me imagino a nuestros hijos hipotéticos.

Seguramente ya lo sabéis, pero hace unos dos años que murió Yuriko. La asesinaron. Encontraron su cuerpo medio desnudo en un apartamento barato del barrio de Shinjuku, en Tokio. Al principio no supieron quién había sido el asesino. A mi padre no le afectó lo más mínimo cuando se lo dijeron, y ni siquiera volvió a Japón desde Suiza. Me avergüenza decir que, cuando su pequeña y bella Yuriko se hizo mayor, se rebajó a practicar la prostitución. Se convirtió en una puta barata.

Quizá penséis que la muerte de Yuriko me horrorizó, pero no fue así. ¿Odiaba al asesino? No. Al igual que mi padre, no me preocupé mucho por saber la verdad. Durante toda su vida Yuriko había sido un monstruo: era lógico que su muerte fuera inusual. Yo, en cambio, soy absolutamente normal. El camino que ella siguió fue muy diferente del mío.

Supongo que pensaréis que tengo una actitud muy fría al respecto. Pero ¿acaso no me he explicado bien? Yuriko era una niña que, desde el principio, estaba destinada a ser diferente. Puede que la fortuna resplandezca brillantemente para una mujer así, pero la sombra que proyecta es larga y oscura. Era inevitable que al final llegara la desgracia.

A mi antigua compañera de clase, Kazue Sato, la asesinaron menos de un año después que a Yuriko. Murió exactamente de la misma forma. La dejaron en un apartamento del barrio de Maruyama-cho, en Shibuya, con la ropa desgarrada. Dijeron que en ambos casos habían pasado diez días antes de que encontraran los cuerpos. No quiero ni imaginar en qué condiciones debían de estar por entonces.

Me contaron que Kazue trabajaba por el día en una empresa pero que por la noche se dedicaba a la prostitución, por lo que los chismorreos y los rumores no dejaron de circular durante semanas después de lo ocurrido. ¿Que si me horroricé cuando la policía anunció que el culpable era el mismo en ambos asesinatos? Bueno, si he de ser sincera, la muerte de Kazue me impactó mucho más que la de Yuriko. Habíamos sido compañeras de clase y, además, Kazue no era guapa. No era bella y, aun así, murió exactamente de la misma forma que mi hermana. Era imperdonable.

Supongo que se podría decir que yo fui el nexo de unión entre Kazue y Yuriko, lo que dio lugar a que se conocieran. De modo que, al fin y al cabo, yo también contribuí a su muerte. Quizá de alguna forma la mala suerte de Yuriko se apoderó de la vida de Kazue. ¿Por qué pienso esto? No lo sé, simplemente lo hago.

Yo conocía un poco a Kazue. Éramos compañeras de clase en el mismo prestigioso instituto privado para chicas. En aquella época, ella estaba tan flaca que era toda huesos, y se la conocía por su manera desgarbada de andar. No era en absoluto atractiva pero sí inteligente, y sacaba buenas notas. Hablaba sin contemplaciones frente a cualquier persona, y solía alardear de su inteligencia sólo para llamar la atención. Era altanera y tenía que ser la mejor en todo lo que hacía y, como sabía perfectamente que no era atractiva, daba mucha importancia a todas las otras cosas. Irradiaba una sensación siniestra, una energía negativa tan palpable que parecía que pudieras cogerla con la mano. Fue mi sensibilidad la que la atrajo. Confiaba en mí y hacía cualquier cosa para hablar conmigo. Incluso me invitó a su casa.

Después de que pasamos a la universidad asociada a nuestro instituto, el padre de Kazue murió repentinamente y ella cambió. Se dedicó a estudiar con ahínco y empezó a alejarse de mí. Ahora, cuando pienso en ello, me doy cuenta de que probablemente estaba más interesada en Yuriko que en mí porque mi bella hermana, un año más joven que yo, estaba en boca de todo el colegio.

Sea como sea, parece que algo ocurrió entre ellas. ¿Dos personas cuya vida era tan distinta, tan diametralmente opuestas en apariencia e inteligencia, habían acabado ejerciendo la prostitución y luego habían sido asesinadas por el mismo hombre? Cuanto más pienso en ello, más difícil me resulta encontrar una explicación. Lo que les ocurrió a Yuriko y a Kazue ha cambiado mi vida para siempre. Personas a las que nunca antes había visto se enteraron de la historia, metieron las narices en mis asuntos y me bombardearon con todo tipo de preguntas impertinentes sobre ellas. Indignada, me cerré en banda y rechacé hablar con nadie. No obstante, ahora mi vida personal ha vuelto a la normalidad. He empezado un nuevo trabajo y, de repente, me muero por hablar de Yuriko y Kazue. No puedo evitarlo. Seguramente seguiré hablando incluso si intentáis interrumpirme; con mi padre en Suiza y Yuriko muerta, estoy completamente sola. Siento que necesito alguien con quien hablar, o quizá sólo necesite pensar sobre este suceso extraño.

Tengo los diarios de Kazue y otras cosas de las que dar cuenta, y aunque posiblemente me llevará algún tiempo referir toda la historia, estoy decidida a seguir hasta que lo haya contado todo con pelos y señales.

2

P
ermitid que me avance un momento. Durante este último año he trabajado para la oficina del distrito P, al este de la ciudad. La prefectura de Chiba está al otro lado del ancho río.

Hay cuarenta y ocho guarderías autorizadas en el distrito P y, puesto que la mayoría tienen todas las plazas ocupadas, hay listas de espera para los nuevos ingresos. Mi trabajo en la sección de guardería de la división de Bienestar Social consiste en evaluar a los candidatos de las listas de espera. «¿Necesita esta familia enviar a sus hijos al jardín de infancia?» Ésa es la clase de preguntas que debo responder con mis investigaciones.

En el mundo en el que vivimos hay muchas madres increíbles. Si bien existen aquellas que no tienen ningún reparo en enviar a sus hijos a las guarderías sólo porque quieren salir y pasarlo bien, también hay quienes están tan acostumbradas a depender de los demás que no confían suficientemente en sí mismas para pensar que son buenas madres y prefieren solicitar una plaza de guardería para sus hijos. También hay familias tacañas que no quieren pagar por los jardines de infancia —aunque abonan las tarifas de las escuelas normales—, porque insisten en que es responsabilidad del sistema de bienestar social. ¿Cómo es que las mujeres de hoy en día se han vuelto tan depravadas? Esta pregunta me causa una angustia considerable.

«¿Por qué una mujer tan atractiva como tú tiene un trabajo tan convencional?», me preguntan a menudo. En realidad, no soy tan guapa. Como ya he dicho, soy medio europea y medio asiática pero, aun así, mi rostro es mucho más asiático que europeo y, por tanto, mucho más cercano. No poseo los rasgos propios de una modelo de Yuriko, ni soy tan escultural. Ahora sólo soy una mujer regordeta de mediana edad. En la oficina incluso tengo que llevar uno de esos uniformes azul marino que no son en absoluto favorecedores. Aun así, al parecer hay, alguien que se interesa por mí, y la verdad es que está empezando a fastidiarme.

Hace más o menos una semana que un hombre llamado Nonaka se me acercó y se dirigió a mí. El señor Nonaka tiene alrededor de cincuenta años y trabaja en la división de Sanidad. Por lo general, está en el edificio gubernamental número uno, pero de vez en cuando busca una excusa para venir a la sección de guardería en el anexo —a la que todo el mundo llama la «oficina de avanzadilla»— y bromear un poco con el jefe de sección de mi departamento. Siempre que pasa por allí, aprovecha la oportunidad para mirarme de reojo.

Creo que él y el jefe están en el mismo equipo de béisbol. El jefe juega de campocorto y el señor Nonaka en la segunda base, o algo así. No me importa mucho lo que hagan, sólo es que me molesta que alguien de otra oficina venga aquí en horas de trabajo con la sola intención de charlar. «¡El señor Nonaka te ha echado el ojo!», me dice una compañera, la señorita Mizusawa, que es ocho años más joven que yo. Ha empezado a bromear al respecto, lo que me indigna todavía más.

Nonaka siempre lleva una cazadora, tiene la tez tostada y la piel seca, seguramente debido a la cantidad de cigarrillos que fuma. Sus ojos tienen un brillo gris y, siempre que me mira, tengo la impresión de que un fuego me atraviesa, como si me estamparan una marca ardiente en la piel. Hace que me sienta mareada.

—Cuando usted habla, su voz es aguda, pero cuando ríe es grave. «Jo, jo, jo», así suena su risa —me dijo. Y luego añadió—: Puede que por fuera parezca usted recatada, pero estoy convencido de que interiormente es una mujer muy fogosa, ¿me equivoco?

Me cogió completamente desprevenida. ¿Quién le había dado a ese completo extraño el derecho a venir y decirme cosas como ésa? Estoy segura de que la consternación debió de reflejarse en mi rostro. El señor Nonaka miró al jefe algo confuso y luego se fueron juntos a alguna parte.

—Lo que me ha dicho el señor Nonaka me ha parecido acoso sexual —me quejé más tarde al jefe de sección.

Él me miró con expresión avergonzada. «¡Vaya, ya veo! —me dije—. Sólo porque por mis venas corre sangre extranjera piensan que soy más problemática que una japonesa normal. Dejemos que la occidental ponga una demanda, ¿no?»

—Estoy de acuerdo en que no es apropiado decir lo que dijo a una compañera de trabajo —repuso el jefe de sección después de pensarlo un poco, haciendo que sonara como si no fuera un motivo de preocupación. Luego comenzó a revolver los papeles que tenía sobre el escritorio, fingiendo ordenarlos.

Yo no quería empezar una discusión, así que no dije nada más. Si lo hubiera hecho, él simplemente se habría enfadado conmigo.

No me había llevado el almuerzo, así que decidí ir a la cafetería del edificio número uno, que está a dos pasos. No me gustan las aglomeraciones, por lo que no voy allí a menudo. Pero el edificio es nuevo y alberga un comedor muy agradable para los empleados. Un cuenco de
ramen
sólo cuesta 240 yenes, y puedes pedir el almuerzo especial por 480. Se supone que la comida es buena.

Estaba echando pimienta molida sobre el cuenco de
ramen
que tenía en la bandeja cuando el jefe de sección se me acercó.

—Estará demasiado picante con toda esa pimienta, ¿no?

Él llevaba el almuerzo especial en la bandeja: pescado frito y col cocida. Los copos de atún seco que habían espolvoreado sobre la col parecían virutas de metal, y la col me recordó al bigos. Escenas de mi infancia empezaron a pasar por mi cabeza: la mesa del comedor en la cabaña de la montaña, un silencio sepulcral, mi madre triste, mi padre comiendo con entusiasmo, sin decir palabra. Me dejé absorber por los recuerdos, tal vez durante un minuto, pero mi jefe de sección no pareció darse cuenta.

—¿Nos sentamos por allí? —me preguntó, muy risueño.

Tiene cuarenta y dos años y, puesto que juega al béisbol durante la pausa del almuerzo, viene a trabajar todos los días con ropa de deporte y unas zapatillas que chirrían. Es la clase de hombre que vive permanentemente preocupado por su físico. Siempre bronceado, está tan lleno de vigor que resulta deprimente. En general no me llevo bien con ese tipo de hombres, pero vuelvo a caer en mi costumbre: ¿cómo serían nuestros hijos si los tuviéramos?

Si fuera una niña, tendría mi piel blanca. Su rostro, una mezcla de la barbilla angulosa del jefe de sección y mi rostro ovalado, tendría una redondez atractiva. Tendría la nariz algo respingona de él, mis ojos castaños y sus hombros caídos. Los brazos y las piernas serían robustos para una chica pero, dada su vitalidad, serían bastante bonitos. No está mal.

Seguí al jefe hasta la mesa. Las voces de los empleados y el estrépito de los camareros ajetreados con bandejas y otros utensilios llenaban la cafetería, pero yo me sentía como si todo el mundo me mirara. Después de lo ocurrido a Yuriko y a Kazue, la gente está enterada de todo, y no puedo evitar pensar que todo el mundo me mira.

El jefe clavó sus ojos en mí.

—Respecto a lo que ha sucedido antes —empezó—, el señor Nonaka sólo estaba bromeando. Sólo quería caerle simpático, supongo. Si eso es acoso… —se interrumpió un instante—, entonces la mitad de lo que dice cualquier hombre lo sería, ¿no cree?

Me estaba sonriendo. Tiene los dientes pequeños, como los de los dinosaurios herbívoros, o al menos eso fue lo que pensé al mirarle la boca. Recordé las ilustraciones del período cretácico. Nuestra hija con toda probabilidad tendría una hilera de dientes como ésa. Si así fuera, la forma de su boca no sería muy bonita. Sus dedos y sus nudillos resaltarían por ser cortos y gruesos y, en sus manos grandes, serían demasiado angulares para una chica. La hija que el jefe de sección y yo íbamos a tener antes era mona, pero ahora se había convertido en algo por completo diferente. Y yo me estaba enfadando por momentos.

—En mi opinión, vejar a una persona como él lo ha hecho también es acoso sexual.

Mi respuesta había sido directa, pero el jefe de sección replicó con un tono moderado.

—El señor Nonaka no la estaba vejando. Lo único que ha hecho ha sido constatar que su tono al hablar y al reír es diferente, nada más. Está claro que no es apropiado bromear de esa manera, así que permítame que me disculpe en su nombre. Y ahora, por favor, ¿podría dejarlo usted correr?

—De acuerdo.

Cedí porque pensé que no había motivo para continuar con la discusión. Hay personas perspicaces y personas imbéciles. El jefe de sección pertenece a esta última categoría.

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