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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (9 page)

—No mires abajo —le aconsejó Lorito desde el otro lado.

Cosmo inspiró hondo y empezó a cruzar el puente, aguantando la respiración como si estuviese debajo del agua. Atravesar un puente a aquella altura no es tan fácil como puede parecer: el viento te empuja, el metal cruje bajo los pies y el tiempo juega contigo, alargando cada segundo hasta convertirlo en una hora. Cosmo se concentró en la cara de Mona, que le sonreía.

Había atravesado al otro lado, y se bajó de un salto de la orilla del tejado. Stefan llegó tras él, y volvió a recoger el puente pulsando otro botón. No había tiempo para pensar, no había tiempo para tomar decisiones; solo había tiempo para seguir al resto y sentir miedo.

—¡No os paréis! —ordenó Stefan por encima de su hombro—. No tenemos un segundo que perder. Los Parásitos ya deben de estar allí.

¡Los Parásitos! Cosmo ya casi se había olvidado de ellos. ¿Los estarían esperando? ¿Cómo reaccionaría él cuando volviese a verlos cara a cara?

Avanzó a toda prisa por el segundo puente, el miedo ya se había atenuado un poco. Cosmo no creía que algún día pudiese llegar a sentirse cómodo saltando por los tejados, pero al menos no estaba paralizado por el terror.

Mona corría a su lado.

—Mira —dijo sin resuello—. A nuestro alrededor. ¿Los ves, Cosmo?

Cosmo los veía. Varias docenas de criaturas azules correteaban por las azoteas, atraídos hacia un solo punto como un remolino de agua sucia que se desliza por el desagüe. «Hay tantísimos...», pensó Cosmo, y sus pensamientos parecían jadear casi tanto como sus pulmones. Debía de haber millares. Sin embargo, él seguía adelante, corriendo sin parar, a pesar de la voz del instinto, que le decía que diese media vuelta y saliese huyendo de allí.

Una manzana al sur de allí, había dos áticos torcidos en posición vertical, ambos intentando todavía ocupar el mismo sitio en el edificio Stromberg. Unos engranajes gigantescos chirriaban sin cesar y las llamas provocadas por los cortocircuitos lamían el costado del edificio. Los Parásitos saltaban como si tal cosa por encima del hueco de separación y trepaban hasta las unidades residenciales.

—¿Vamos allí? —preguntó Cosmo con incredulidad.

Stefan asintió vigorosamente.

—Sí, y más vale que sea rápido. Se acercan los pájaros de la televisión y oigo las sirenas.

Cosmo también oía las sirenas: el aullido regular de la policía y los pitidos estridentes de los equipos de abogados. Los pitidos se oían cada vez más cerca. Tenían un par de minutos como máximo.

Mona desplegó un puente y se apartó a un lado.

Stefan desenfundó su vara electrizante y la encendió.

—Muy bien, chicos. Entraremos por el acceso a la azotea. Nos concentraremos en un solo apartamento. Treinta segundos y salimos. Quiero que estemos a años luz para cuando los de Stromberg Prívate lleguen a esta azotea, ¿entendido?

—¡Afirmativo! —exclamó Cosmo, que había oído aquello en televisión.

Mona y Lorito se limitaron a asentir con la cabeza, poniendo a punto sus armas.

Stefan apoyó la mano en el hombro de Cosmo.

—Tranquilízate, Cosmo. Recuerda, no te preocupes por los Parásitos, no te atacarán a menos que estés herido. Preocúpate por los abogados y la policía privada; esos son los que no juegan limpio.

—De acuerdo.

Mona le dio un golpecito en el hombro.

—No te pasará nada, Cosmo. Yo cuidaré de ti.

Atravesaron el último puente. Cosmo sintió cómo se le estremecía la caja torácica con el palpitar acelerado de su corazón. Lo único que lo hacía seguir adelante era la sensación de que nada de aquello estaba ocurriendo en realidad. En verdad, seguramente estaba tendido en la cama de algún hospital, completamente sedado y vigilado por el supervisor Redwood. Más le valía disfrutar de aquel mundo de ensueño mientras durase, pensar en él como si fuera un videojuego. Había que entrar, cargarse a unos cuantos extraterrestres y luego comparar las puntuaciones.

La superficie de la azotea era irregular, combada bajo el peso de gigantescos dientes de engranaje. Unos chorros de vapor y de aceite caliente manaban de los geiseres que había entre las grietas del cemento. El hueco de la escalera estaba bloqueado por unos escalones destrozados. Stefan colocó un trozo de cinta abrasante alrededor de los puntales metálicos. La industria maderera de América Latina había creado la cinta abrasante antes de que fuese ilegal utilizar madera como material de construcción.

—Tapaos los ojos.

Cosmo obedeció una fracción de segundo demasiado tarde. Stefan accionó la espoleta y acto seguido se inflamó una cinta de magnesio, que emitió un fulgor blanco y activó un globo de oxiacetileno. La cinta atravesó los puntales de metal como si se tratara de un cable cortando queso y Cosmo retuvo la imagen en la retina durante varios minutos. Una serie de escalones cayeron al hueco y bloquearon los niveles inferiores.

—Puentes —dijo Stefan.

Los miembros del equipo colgaron los instrumentos de distintas partes del pasamanos y los dirigieron con mano experta hacia el caos de debajo. Bajaron uno a uno al ático inestable. Cosmo fue el último en bajar por la escalera de Mona, viendo todavía chispas en los ojos.

Aterrizó en medio del caos más absoluto que había presenciado en toda su vida: la gente corría despavorida y en tropel hacia la salida de incendios, ajena a las criaturas azules que se aferraban con curiosidad a las paredes. Pero no todo el mundo era ajeno a ellas; Stefan empuñó su vara electrizante y abrió fuego. Los Parásitos estallaron en burbujas azules, rebotando en el reducido espacio como si fueran bolas de una máquina del millón sideral. No hacían ningún ruido ni se mostraban sorprendidas, sino que se limitaban a hincharse y a explotar.

Mona empezó a disparar con una precisión mortal, acompañada de una retahíla de frases que Cosmo sospechaba que no había aprendido en ninguna escuela. Limpió rápidamente una de las paredes de cualquier criatura restante y se abrió paso a través del tumulto en dirección a los apartamentos descolocados.

Cosmo desenfundó su vara, la preparó, apuntó y vaciló un instante. Los Parásitos lo miraban a través de unos ojos inmensos y redondos, con la cabeza ladeada. Estaban vivos. No podía hacerlo. Ni siquiera el recuerdo de la criatura azul agazapada encima de su pecho, chupándole hasta la última gota de su fuerza vital, podía obligarle a apretar el botón.

En el extremo del pasillo, el apartamento no había conseguido encajar en su lugar, y se abría un abismo de casi dos metros entre el piso y la estructura principal. Stefan desplegó un puente encima del abismo y lo utilizó como cabrestante para levantar el díscolo apartamento. Los Parásitos revoloteaban a su alrededor, ansiosos por llegar hasta los heridos.

El chico volvió la cabeza.

—Treinta segundos, ¿recordáis? —dijo.

Los miraba con los ojos abiertos como platos, poseído. En ese momento solo había una cosa importante para él.

Cruzó el puente, disparando sin cesar mientras cruzaba. Su equipo lo siguió a la boca del lobo. Saltaba a la vista que el apartamento había chocado con una fuerza considerable. Cada astilla de los muebles estaba apilada contra una pared. Los televisores, las sillas y los robots domésticos habían quedado reducidos a poco más que cables y escombros.

Los seres humanos no habían salido mucho mejor parados. Había al menos una docena de hombres, mujeres y niños amontonados en un rincón de la habitación, formando una maraña de extremidades. Los Parásitos estaban encima de ellos como las moscas encima de la carne, devorando con avidez toda su fuerza vital.

Las dudas de Cosmo se esfumaron. Apuntó con su vara electrizante a la criatura azul más próxima y apretó el botón rojo. Para su sorpresa, la vara apenas produjo retroceso, era casi como de juguete. Sin embargo, el efecto no se parecía en absoluto al de un arma de juguete. La descarga chamuscó el aire al atravesarlo y se hundió en el torso del Parásito. La criatura absorbió hasta el último voltio, y no transmitió ni una sola chispa a su víctima. Su ansia de energía fue su perdición: la descarga la llevó hasta más allá de sus límites e hizo estallar a la criatura en mil esferas llenas de chispas.

Lorito no disparaba. Él era el médico, y hacía cuanto estaba en su mano por los heridos: unía los cortes con grapas, rociaba las heridas con desinfectante antiséptico y administraba analgésico líquido a las gargantas de quienes no hubiesen perdido el conocimiento. Para algunos ya era demasiado tarde.

Lorito apoyó la palma de la mano en el corazón de un anciano.

—Ha sido el shock —dijo con tristeza—. Está en estado de shock.

Mona era mitad ninja, mitad pistolera, descerrajando una descarga tras otra sobre las criaturas azules. No fallaba nunca. En un abrir y cerrar de ojos, la habitación bamboleante se llenó de burbujas azules, como si fueran los globos de una fiesta, que se elevaban hasta el techo y se deshacían con un chisporroteo.

Cosmo disparó una y otra vez. Los Sobrenaturalistas tenían razón: las criaturas estaban arrancándole la vida a aquellos pobres desdichados. Y él no lo había sabido hasta entonces, nunca lo había visto. ¿Cómo iban a derrotar a aquella clase de adversarios?

Mona apareció por detrás de su hombro, con la barbilla chamuscada por el fogonazo de los disparos.

—¡Ánimo, Cosmo! Acabas de salvar una vida.

Esa era la forma de seguir adelante, salvando vidas de una en una. Cosmo apuntó a una criatura de color plata reluciente por la vida que ya había absorbido. Disparó su arma y la criatura se disolvió en burbujas.

De repente, el suelo bajo sus pies empezó a calentarse. Las botas de suela de goma de Cosmo dejaban filamentos derretidos allí donde pisaba.

—¡Se está quemando el suelo! —gritó.

Stefan puso la mano encima de la moqueta.

—Los abogados —dictaminó—. Vienen a través del suelo. Hemos bloqueado la escalera. Es hora de irse.

—Pero ¿y los Parásitos? ¡Hay más!

Stefan asió a Cosmo por la solapa.

—Hemos hecho lo que hemos podido. Si te detienen no podrás ayudar a nadie.

Un haz de luz anaranjada proyectada por un cortador atravesó el suelo, emergió a tres centímetros del pie de Cosmo y trazó un pequeño círculo en la superficie. El haz de luz desapareció y lo sustituyó una cámara de fibra óptica.

Mona cogió el cable y tiró de él repetidas veces hasta que este se separó de la caja.

—Recogedlo todo. ¡Es hora de largarse!

El haz de luz reapareció, esta vez de color azul para poder quemar con rapidez. A través del agujero se oyeron los chasquidos de las armas al cargarse.

Stefan encabezó la retirada, disparando a diestro y siniestro. A los ojos de los residentes, los Sobrenaturalistas debían de parecerles una panda de locos, disparando a la nada, al aire, cuando había personas heridas a las que ayudar.

Atravesaron el puente extensible que conectaba con el edificio principal. Cosmo miró abajo, al abismo: una docena de abogados de emergencia se agolpaban en una plataforma elevada, con el logo de la Balanza de la Justicia inscrito en los cascos, esperando a que el haz cortador terminara de hacer un agujero. Uno de ellos vio a Cosmo.

—¡Eh, tú! Ese de ahí —gritó—. No puedes abandonar el lugar de un accidente. Hay que firmar documentos de renuncia.

—¡Sigue andando! —le ordenó Lorito—. Esos tipos tienen mejores equipos que los nuestros.

El abogado se arrancó una tira de velero de su chaleco de combate y dejó al descubierto una cuerda y un mosquetón de rappel.

—¡Es ilegal abandonar el lugar de un accidente! —gritó—. ¡Quieto, o la Stromberg Corporation no será responsable si sufres algún daño!

El abogado se agachó debajo de la barandilla de seguridad de la plataforma, y disparó el mosquetón a través de una abertura que había en las barras torcidas del hueco de la escalera. Cosmo consiguió agacharse a tiempo y el mosquetón fue a hundirse en el techo. El abogado pulsó un botón de su equipo y la cuerda del mosquetón tiró de él y lo izó a gran velocidad. Pasó a través de dos capas de yeso y aterrizó en el pasillo detrás de Lorito.

—Quieto, acusado —dijo al tiempo que le apuntaba con una vara electrizante—. Tienes derecho a que te caiga un buen puro si tratas de escapar.

Lorito abrió los ojos como platos, una imitación perfecta de un inocente crío de seis años.

—¿Que me caiga un buen puro? Pero, señor, soy un menor...

El abogado se rió, burlándose.

—Ya no lo serás para cuando tu caso llegue a los tribunales.

—Protesto —repuso Lorito al tiempo que propinaba un derechazo en el estómago de su adversario.

El abogado, atónito, se cayó por el agujero del suelo, y solo la cuerda de rappel evitó que cayera en picado a la calle.

Stefan y Mona ya estaban en la azotea.

—Daos prisa, vosotros dos. Vienen los helicópteros.

Era un caleidoscopio de caos: distintos frentes se abrían ante los ojos de Cosmo y se mezclaban entre sí y volvían a cerrarse antes de que le diese tiempo a reaccionar ante cualquiera de ellos. Unos abogados asesinos y un niño Bartoli violento, Parásitos que te chupaban la vida y ahora esos helicópteros. Y todo porque trataban de ayudar a la gente. ¿No podían decírselo a alguien?

Cosmo se precipitó por el puente en dirección a la azotea. El cielo nocturno estaba tachonado de helicópteros que convergían en un mismo punto. Docenas de reflectores iluminaban el edificio. La mayoría de ellos eran pájaros de la televisión, y es que las catástrofes llenaban los titulares de los noticiarios. Incluso una catástrofe pequeñita como aquella seguramente encabezaría todos los boletines.

Mona y Stefan estaban agazapados en el borde de la azotea del edificio Stromberg. Stefan cogió un walkie-talkie a prueba de golpes de su cinturón y puso el volumen al máximo. Arrojó la radio a un edificio contiguo.

—Necesitamos un puente —anunció Stefan—. ¿Mona?

—Yo no. Yo ya he puesto tres. Ya casi no me queda gas.

—¿Lorito?

—Y yo igual.

Stefan se masajeó las sienes.

—Cosmo: un puente, ahora.

—¿Quién, yo?

—No habrá mejor momento. Nadie más tiene combustible suficiente para un gran salto, y no hay tiempo de intercambiar los depósitos.

El Sobrenaturalista novato retiró el puente de su soporte, en la espalda. Parecía muy sencillo: colocarse encima de la barra, accionar el morro y guiarlo con el cable. Muy sencillo. No tan sencillo como caerse de un edificio pero más sencillo que enhebrar una aguja con un espagueti.

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