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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (8 page)

La caja medía quince centímetros de lado y era transparente, con una placa de latón en la parte frontal. La inscripción era breve y sencilla: «A la mejor de las madres: Te quiero muchísimo. Te fuiste demasiado pronto».

Stefan sacó el ramo de flores del interior del abrigo y las dejó en la almohadilla, delante de las cenizas de su madre.

—Lirios, mamá. Tus favoritos.

El flequillo en punta de Stefan se le había caído por la frente y le tapaba los ojos. Parecía varios años más joven.

—Hemos reclutado a otro Oteador, mamá. Es un buen chico. Inteligente. Esta noche le ha salvado la vida a Mona. Tiene la mente ágil; decididamente, podría ser un buen Sobrenaturalista, pero solo es un niño, un no-patrocinado recién salido del Clarissa Frayne.

Stefan se pasó las manos por la cabeza.

—Pero incluso con Cosmo, hay demasiados de esos bichos azules. Cada día aparecen más. Ahora también salen de día, ¿sabes? Aunque te hagas un simple cortecito en el brazo, tienes que ir con mucho cuidado. Nadie está a salvo. Todas las noches reventamos a cien y, al día siguiente, vienen mil Parásitos más a ocupar su lugar.

Stefan frunció el ceño y en su joven frente aparecieron las arrugas de preocupación propias de una persona tres veces mayor que él.

—¿Estoy loco, mamá? ¿Estamos todos locos? ¿De verdad están ahí fuera esos Parásitos? Y si lo están, ¿cómo va a acabar con ellos una pandilla de críos? Los otros creen que soy su líder. Veo cómo recurren a mí, como si yo tuviera todas las respuestas. Hasta el chico nuevo, Cosmo, ya siente auténtica admiración por mí, y eso que solo lleva despierto unas horas. Bueno, pues no tengo ninguna respuesta. Cada día hay más Parásitos y lo único que podemos hacer es salvar a unas cuantas personas cada vez.

Stefan enterró la cabeza en las manos. Sabía lo que le habría dicho su madre: «Cada persona a la que salvas es el hijo de alguien, o la madre de alguien. Cuando los salvas a ellos, me estás salvando a mí».

«Ojalá... —pensó Stefan—. Ojalá hubiese podido salvarte a ti. Entonces todo habría sido distinto.»

3
Burbujas efervescentes

MONA
Vasquez se sentía como si tuviese los intestinos a punto de salírsele por la boca del estómago. Estaba tumbada en su catre, sudando a mares. Mona se acordaba de todo lo sucedido la noche anterior, pero las imágenes eran borrosas, como si las estuviese viendo debajo del agua. La policía privada le había disparado un dardo y Stefan y Lorito habían conseguido llevarla de vuelta al almacén. Y luego, ¿qué?

Luego, el chico nuevo la había salvado. Después de eso había estado vomitando seis horas y, a juzgar por los ejercicios gimnásticos de su estómago, los vómitos no habían terminado todavía. Mona yacía inmóvil como una estatua. Si no se movía, a lo mejor desaparecerían las arcadas.

Últimamente, aquello sucedía cada vez con más frecuencia; no podías esperar ir por toda Ciudad Satélite disparando varas electrizantes sin que hubiese repercusiones. En los dieciocho meses anteriores, Mona, sin ir más lejos, había acumulado sesenta y siete puntos, tres huesos rotos, una hernia discal y ahora un pinchazo en la pierna. Tenía suerte de estar viva, aunque no se sentía especialmente afortunada en aquellos momentos. La cruda realidad era que llevaba todas las de perder, y cada día sus posibilidades de ganar eran más reducidas.

Pero ¿qué otra opción tenía? La misión de Stefan era su misión; alguien tenía que pararles los pies a aquellos Parásitos. Sus propios padres habían muerto muy jóvenes, tal vez los Parásitos les habían robado unos cuantos años de vida, y las horrendas criaturas se estaban volviendo cada vez más audaces: las atraía cualquier herida o enfermedad, por leve que fuese, y agredían a sus víctimas a plena luz del día.

Mona no compartía el odio visceral que Stefan sentía por los Parásitos. Tras una noche de caza de criaturas con los Sobrenaturalistas, la chica no tenía problemas para dormir ocho horas ininterrumpidas. Stefan, en cambio, se quedaba levantado y se le oía trajinando en las mesas de trabajo, reparando el armamento o poniendo a punto los equipos de escalada. Muchas veces, su obsesión lo mantenía despierto cuarenta y ocho horas seguidas.

La chica se incorporó despacio, esperando a que se le revolviese el estómago. Sin embargo, no pasó nada. A lo mejor se había curado del todo por fin. Se examinó la cara en el espejo que había junto a la cama. Tenía el cutis de color verde, de eso no había duda; no es que fuese un verde intenso, pero el tono era decididamente verde. Hasta tenía unos cuantos filamentos verdes en el blanco de los ojos. ¿Qué clase de veneno llevaba aquel dardo? De no haber sido por Cosmo, en esos momentos no sería más que un arbusto con un par de hojas marchitas.

Mona lanzó un suspiro y se estiró la piel de las mejillas con el pulgar y el índice. Hubo un tiempo en que aún se preocupaba por estar guapa, y su madre solía decirle que era tan hermosa como una flor exótica. A Mona nunca se le había olvidado esa expresión, «flor exótica». Aunque a veces ya no se acordase de sus padres, que habían muerto durante unos disturbios por la escasez de alimentos en Booshka.

Mona se encaminó hacia la zona común, rascándose la cabeza. Por supuesto, Stefan ya estaba manos a la obra, al pie de la mesa de trabajo, aplicando una solución limpiadora a las lentes de sus gafas de visión nocturna. Tenía los ojos castaños completamente concentrados en la tarea que tenía entre manos. Mona se detuvo unos instantes a observarlo. Stefan podría tener un gran éxito entre las chicas, eso si algún día dejase de trabajar el tiempo suficiente para pedirle una cita a alguna. Poseía todos los requisitos: era alto, moreno y guapo, con la belleza que otorga el haber recibido muchos golpes en la vida, en sentido literal y figurado. Sin embargo, Mona sabía que Stefan no disponía de tiempo para sí mismo, así que difícilmente podría dedicarle tiempo a otra persona. Solo tenía tiempo para los Parásitos.

Stefan advirtió la presencia de la chica y una sonrisa sincera iluminó las facciones de su rostro.

—Eh, Vasquez, vuelves a estar viva y coleando.

Mona asintió con la cabeza y el movimiento le hizo sentir una náusea en el estómago.

—Más o menos. Gracias al chico nuevo.

—¿Te apetece un poco de acción?

—Siempre estoy lista para un poco de acción, Stefan —respondió Mona, tratando de reunir un poco de entusiasmo.

Stefan le arrojó una vara electrizante.

—Así me gusta. Enséñale a Cosmo a utilizar este cacharro. Tenemos una alerta a tres manzanas de distancia.

—¿Crees que aparecerán los Parásitos?

Stefan la miró a través de las lentes de las gafas de visión nocturna.

—¿Tú qué crees?

En esos momentos, Cosmo estaba teniendo un sueño especialmente horrible en el que aparecían dos Parásitos, Mordazas y un secador de pelo, cuando Mona lo zarandeó y lo despertó.

El chico abrió los ojos, esperando ver el rostro del supervisor de turno del Clarissa Frayne cerniéndose sobre él, pero en su lugar vio a Mona Vasquez. Por increíble que pudiese parecer, seguía estando guapa a pesar de aquel tono verde de su cara.

—Estás espectacular —masculló, aún medio dormido.

Mona hizo una mueca con el labio inferior.

—¿Cómo dices?

Cosmo lanzó un gemido. ¿Era posible que hubiese dicho eso en voz alta?

—Estás espectacular... mente verde. Espectacularmente verde, eso es. Es por el virus, no te preocupes, ya se te irá.

Mona sonrió.

—Me han dicho que eres el experto en medicina.

La sonrisa fue más eficaz para acabar de despertar a Cosmo que un parche de adrenalina.

—No soy un experto exactamente. En realidad, tuve suerte.

—Yo también. —Mona se incorporó—. Vale, ya basta de momentos sentimentaloides. Levanta esa calvorota de la cama, tenemos trabajo.

Cosmo retiró la raída manta.

—Ya lo sé. Entrenamiento.

—¿Entrenamiento? Eso es lo que tú quisieras. Hemos recibido una alerta a tres manzanas de aquí.

Le dio a Cosmo una vara electrizante.

—El botón verde es para encenderla, el rojo es para disparar. Asegúrate de que la parte más estrecha esté apuntando al bicho azul, ¿lo has entendido todo?

Cosmo asió la vara con mucho cuidado.

—Verde, rojo, parte estrecha. Lo he entendido.

Mona volvió a sonreír.

—Muy bien. Considérate entrenado.

Los Sobrenaturalistas se estaban colocando el equipo, una extraña combinación de herramientas de minería y armas policiales. Era como si algunos de los instrumentos solo se mantuviesen unidos y no se descuajaringasen gracias a la cinta aislante y a las plegarias. Todo parecía muy anticuado.

Stefan gritaba mientras trabajaba.

—¡El edificio Stromberg! Casi todo son unidades residenciales. El Satélite transmite los tiempos de rotación a las unidades y, por lo visto, dos apartamentos han sido rotados al sur al mismo tiempo. La colisión ha sido impresionante.

Mona le explicó la situación a Cosmo mientras le sujetaba un puente extensible a la espalda.

—El Gran Colador es una ciudad de veinticuatro horas, así que las fábricas hacen rotar sus edificios igual que sus turnos. Todo el mundo disfruta de ocho horas de reposo y ocho horas de orientación al sur. Las ocho horas restantes las pasas trabajando, así que te da lo mismo dónde esté tu apartamento. El Satélite ha intentado meter dos apartamentos en un solo espacio. Muy desagradable.

Cosmo se estremeció. El Satélite había vuelto a fastidiarla. Aquello se estaba convirtiendo en el pan de cada día.

Lorito le dio un par de enormes gafas de plástico de visión nocturna que le tapaban la mayor parte de la cara y la coronilla.

—Todos llevamos estas placas de cráneo, que repelen los rayos X. Si los de la privada te hacen una radio del cráneo, pueden generar tu cara por ordenador. Y eso hoy día se acepta como prueba en los tribunales.

—Ah... Vale —murmuró Cosmo.

Se sentía como si estuviese acercándose al borde de un precipicio, con la intención decidida de saltar al vacío. En el orfanato, todo había sido tan predecible como que después de una tormenta vuelve a lucir el sol, pero con los Sobrenaturalistas cada momento traía alguna nueva e inquietante aventura. ¿Era aquella la vida que quería? ¿Acaso tenía elección?

—¿Listo todo el mundo? —gritó Stefan—. Entonces, ¡vamos!

Se subieron al ascensor, nerviosos y en estado de máxima tensión. Cosmo no podía creerse que estaba a punto de salir a disparar contra unas criaturas sobrenaturales. El resto del grupo estaba realizando sus rituales previos al momento de entrar en acción: Lorito se estaba embadurnando los brazos con pintura de camuflaje, Mona estaba haciendo crujir cada nudillo de los dedos y Stefan estaba haciendo un agujero en la pared con la mirada.

Cosmo advirtió que estaban subiendo.

—¿Tenemos un helicóptero? —preguntó en tono esperanzado.

—¿Un helicóptero? Sí, claro —soltó Lorito—. Dos helicópteros y un Transformer.

—Entonces, ¿por qué subimos?

—Porque los abogados están en el suelo —contestó Mona—. Y arriba es donde están los Parásitos.

—Ah —dijo Cosmo, sin demasiada convicción. No había tenido demasiada suerte en las azoteas últimamente.

El almacén de los Sobrenaturalistas estaba en un edificio relativamente bajo según los estándares internacionales. Apenas ciento cuarenta pisos de altura. Salieron a la azotea entre una deprimente nube tóxica de color verde.

En Westside, todos los edificios eran más o menos de la misma altura, piso arriba piso abajo, lo que garantizaba la nitidez de la señal desde el Satélite a las antenas parabólicas de los tejados. También facilitaba a los vigilantes la tarea de desplazarse entre los edificios, siempre que estuviesen dispuestos a arriesgar su vida y su integridad física en el intento.

Westside se desplegaba ante ellos como una hilera de fichas de dominó, y solo los dibujos gráficos en los edificios y los carteles de neón distinguían unos rascacielos de otros. En el aire, los pájaros de la policía y de la televisión competían por ganar espacio, zarandeados por el viento que zigzagueaba entre las columnas de hierro colado.

Stefan desplegó un puente extensible que llevaba a la espalda. Cosmo lo observó con atención; era obvio que no iba a haber tiempo para practicar aquello. Había visto a los limpiacristales del Clarissa Frayne encaramarse a aquellos artilugios, corriendo entre un edificio y otro con una naturalidad suicida, y siempre se había dicho para sus adentros: «¡Eso no lo haría yo ni en un millón de años!». Las cosas cambian. Las circunstancias cambian.

El puente, en su estado cochambroso, parecía una bandeja de acero con hileras dobles de agujeros semicirculares. En uno de los extremos de la bandeja había un carrete de cable; Stefan se ajustó firmemente el otro extremo al talón y envolvió los dedos alrededor de la empuñadura del carrete. Soltó unos cuantos centímetros de cable y luego pulsó el botón de activación del teclado del carrete. El puente se desplegó al instante, accionado por un pequeño depósito de gas, y se extendió por encima de la separación entre los edificios. Stefan manejó el carrete con movimiento experto, manteniendo el morro del puente en el aire hasta que alcanzó el borde del edificio vecino.

—¡Adelante! —ordenó, al tiempo que se apartaba a un lado.

Mona y Lorito echaron a correr a través del puente, con cuidado pero con seguridad al mismo tiempo.

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