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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (5 page)

Stefan se encogió de hombros.

—Podría no ser nada. Tal vez uno de nosotros ha mencionado a las criaturas. Tal vez ha sido una alucinación.

Cosmo tosió a causa del humo en sus pulmones.

—Las criaturas azules con electricidad en las venas. Me estaban chupando la vida.

—Pues para ser una alucinación, parece muy exacta —señaló Mona.

Stefan hizo una señal a Lorito.

—Vale, nos lo llevamos. Es un Oteador.

La chica hispana examinó las esposas.

—Muy bien, Stefan. Dame un minuto.

—Un segundo, Mona. Solo disponemos de un segundo.

Mona se quitó un pasador del pelo y maniobró con él en el cierre de las esposas con movimiento experto. En poco más de un segundo, liberó la muñeca de Mordazas, aunque a este ya no le sirviese de nada.

Stefan se echó a Cosmo al hombro.

—Vamos, podemos abrir la otra esposa en el almacén.

Cosmo se dejó llevar como si fuera un costal de carne. Podría haber hablado entonces, haber hecho unas cuantas preguntas más, pero no lo hizo, por miedo a que si molestaba a aquel chico alto este decidiese no llevárselo a dondequiera que fuesen a llevarlo. Y cualquier lugar era mejor que el Instituto Clarissa Frayne para Chicos con Dificultades de Relación con los Padres.

El cerebro de Cosmo decidió que no había espacio para aquella nueva sensación de alivio y decidió cerrar sus puertas para realizar reparaciones temporales.

2
El Oteador

EL
olor despertó a Cosmo. El aroma acre y amargo de alguna no-cafetera cercana le inundó los orificios nasales y le hizo cosquillas, y a pesar de que no era un olor desagradable, era demasiado para sus poco refinados sentidos. Todo hacía que su dolor de cabeza empeorase: la raspadura de aquel material, el martilleo de la luz en sus párpados y ahora aquel olor.

Pero aún peor que el dolor era la sed.

Cosmo trató de abrir la boca, pero tenía los labios pegados por la sequedad. Se le escapó por la nariz un gemido de frustración y oyó el ruido de unos pasos aproximándose sobre una superficie dura.

—Bueno, bueno —dijo una voz. Femenina—. Bienvenido a la calle Abracadabra.

Un paño húmedo le acarició los labios y se los abrió al fin. Cosmo abrió la boca y apretó el material entre los dientes. El agua le supo a vida y le bajó goteando por la garganta.

—Con cuidado, bebe despacio.

Cosmo abrió los ojos un milímetro y los dejó entrecerrados bajo la luz cegadora del sol. La cabeza de la chica estaba rodeada de un halo de luz blanca. Por un momento pensó... pero no, era la chica de la azotea. ¿La azotea?

—Bienvenido de nuevo a la vida. Aunque para el par de días o así que vas a pasar, a lo mejor más te valía estar muerto.

Entonces Cosmo lo recordó absolutamente todo. El accidente, la subida a la azotea, la caída...

—¿Mordazas? —exclamó Cosmo, con voz rara y distante.

La chica se rascó la frente, estirándose la tira de ADN que llevaba tatuada allí. Cosmo sabía que el tatuaje era la marca de una de las distintas bandas callejeras de Ciudad Satélite. Seguramente la tinta estaba cargada con un isótopo que podía verificarse con un escáner de barra, lo que impedía la presencia de policías infiltrados entre los miembros de la banda.

—¿Mordazas? —repitió la chica—. ¿Tienes fuerzas para decir una sola palabra y esa es la palabra que eliges?

Cosmo sintió cómo una lágrima le resbalaba por la mejilla. Mordazas había sido lo más parecido a un amigo que había tenido en su vida.

La chica vio la lágrima e hizo la deducción lógica. Compuso una mueca de fastidio al ver que había metido la pata.

—Lo siento. Mordazas, ¿era ese el nombre de tu amigo?

—¿Está...?

—Lo siento, chaval. Cuando llegamos ya se había ido. Lo dejamos allí, ¿te acuerdas?

Cosmo levantó el brazo. Lo único que llevaba alrededor de la muñeca era una venda.

—La electricidad te fundió parte de las esposas en la piel. Lorito tuvo que arrancártela. Tuviste suerte de que no te reventara la vena.

Cosmo no se sentía tan afortunado, y no solo por su muñeca.

—En realidad, Lorito tuvo que trabajar contigo a base de bien. No habrías llegado con vida a un hospital, así que tuvimos que usar lo que teníamos a mano. El suero analgésico que te dimos estaba un poco caducado, pero oye, no te ha matado, ¿no?

Mona consultó un monitor de pared que había encima de la cama de Cosmo.

—Lorito te ha pegado el tendón de Aquiles del talón izquierdo y te ha reemplazado la rótula con hueso sintético.

Cosmo asintió con la cabeza, horrorizado.

—También tuvimos que abrirte el tórax y plastificarte unas cuantas costillas. Te he quitado las grapas esta mañana. Ah, y por supuesto, he tenido que afeitarte la cabeza.

—¿Qué?

Mona se encogió de hombros.

—O te la afeitaba o dejaba que el cerebro se te desparramase por el suelo. Por suerte para ti, Lorito tenía por ahí guardadas un par de placas base robóticas y ha usado una para remendar la fractura de cráneo. Esas placas robóticas están hechas del mismo material que se usa para revestir los tanques de asalto. Cuando se te cure la piel, Lorito dice que serás capaz de atravesar una pared de ladrillo de un cabezazo.

De repente, Cosmo se acordó de algo.

—¿Lorito? ¿El niño pequeño?

Mona miró por encima de su hombro.

—¡Chsss...! No lo llames así. Es muy sensible. —La chica se acercó a él y bajó el tono de voz—. Lorito es un niño Bartoli. Ese «niño pequeño» en realidad tiene veintiocho años.

Ahora todo tenía sentido: los experimentos genéticos del doctor Ferdinand Bartoli eran un capítulo tristemente famoso de la historia moderna. El doctor había hecho pruebas de selección genética en varios recién nacidos con el propósito de crear un superhumano. Sin embargo, en lugar de cumplir su objetivo, había modificado el ADN de los bebés y había provocado una serie de mutaciones no deseadas. La percepción extrasensorial había sido uno de los efectos secundarios, pero el más frecuente era la atrofia física. El escándalo Bartoli tuvo como consecuencia la prohibición de realizar experimentos genéticos durante más de diez años.

Cosmo se frotó el cuero cabelludo con cuidado y sintió una parte de la frente endurecida y como agujereada.

—En esa placa hay poros de liberación de presión, así que no te la toques.

Placas robóticas en la cabeza y niños Bartoli. Eran demasiadas novedades para asimilarlas todas.

—¿Algo más?

—No, más o menos, eso es todo. Por supuesto, todavía llevas cien grapas o así en los cortes y magulladuras, pero las he disimulado con espray de piel.

En general, estás peor de lo que aparentas.

«Pero no peor de como me encuentro», pensó Cosmo.

Mona retiró la cubierta de un parche y se lo pegó en el brazo.

—Ahora lo mejor será que descanses y te recuperes. Con este parche sedante dormirás durante un buen rato. La próxima vez que despiertes, a lo mejor ya puedes andar un poco.

—No —protestó Cosmo, pero era demasiado tarde: el sedante ya estaba penetrando en su sistema circulatorio.

—Buenas noches —dijo Mona con dulzura.

Cosmo sintió que los miembros de su cuerpo le iban pesando cada vez menos y que la cabeza se le meneaba como a uno de esos muñecos de resorte.

—Buenas noches —repitió.

O tal vez solo lo pensó, porque el mundo se estaba deshaciendo y le resbalaba por los globos oculares como el óleo derritiéndose en un lienzo.

Cosmo se despertó de nuevo cinco segundos más tarde, o eso le pareció. Pero eso no podía ser, porque las lámparas halógenas estaban encendidas y unas estrellas apagadas se asomaban por los jirones de niebla tóxica, detrás de unas anticuadas cortinas. No había mucha gente que usase cortinas todavía; por lo general, los cristales fotosensibles venían de serie con el edificio.

Cosmo buscó entre sus recuerdos como si fueran archivos en la pantalla de un ordenador. ¿Quién era? Cosmo Hill, de catorce años. No-patrocinado fugitivo. ¿Dónde estaba? En un almacén, tal vez, rescatado por una panda de cazadores de criaturas. Un adolescente alto, una chica hispana y un niño Bartoli. ¿Podía ser verdad? Parecía imposible. ¿Podía él entrar a formar parte de aquella extraña panda? ¿Era eso lo que quería?

El cerebro de Cosmo se detuvo un momento: ¿qué era lo que quería? Esa era una pregunta que nadie en toda su vida le había hecho. Rara vez se la hacía él mismo. Lo único que había querido en su vida era escapar del Clarissa Frayne y, ahora que lo había conseguido, no tenía ni idea de qué era lo que iba a hacer a continuación. Sin embargo, sí había algo que Cosmo sabía con una certeza absoluta: no pensaba volver nunca más al Clarissa. Nunca jamás.

Cosmo se concentró en las heridas. El dolor seguía ahí, agazapado, pero ahí. Como un trol debajo de un puente, listo para atacar si él se movía demasiado rápido. La venda le había desaparecido de la muñeca y tenía la totalidad del antebrazo recubierta de espray de piel.

Tras varios minutos de respiración y parpadeos básicos, Cosmo decidió poner a prueba sus extremidades. Se sentó despacio, con una sensación de mareo por el parche sedante que llevaba en el brazo. Se lo arrancó y comprobó la esponja: estaba blanca, no quedaba más líquido. Eso explicaba por qué estaba despierto.

Tenía la rodilla nueva cubierta con plexiescayola. La escayola transparente estaba llena de antiinflamatorio, que aceleraría el proceso de curación. Un piloto con una luz verde encima del panel de rayos X de la escayola le indicaba que podía caminar con aquella pierna.

Cosmo probó el suelo igual que un nadador probando la temperatura del agua en el Polo Norte. Sintió una punzada en la rodilla, pero nada más. Debía de haber dormido al menos cuarenta y ocho horas para que la escayola hubiese hecho su trabajo. La frente era otra historia. Cada movimiento, por leve que fuera, hacía que el dolor de un clavo de acero le martillease el cráneo. Casi tan malo como el dolor era el picor que le producía la piel nueva al crecer por encima de la placa robótica de la frente.

Hizo rechinar los dientes y empezó a caminar, proponiéndose como meta inicial la jarra de agua filtrada que había en la mesa, a cinco metros de distancia. No es que fuese una maratón precisamente, pero no estaba mal teniendo en cuenta por todo lo que había pasado.

Cosmo estuvo a punto de alcanzar la mesa, y lo habría conseguido de no ser por un pequeño obstáculo: un espejo de acero colgado en la pared. Cosmo vio la imagen de su propio reflejo y, por un momento, creyó que había otra persona en la habitación.

Separó los labios resecos para formar una sola sílaba:

—Oh.

La figura del espejo le recordó uno de aquellos niños de la guerra de los documentales de historia: magullado y escuálido, abatido y demacrado. Parecía un pequeño Frankenstein en miniatura, cosido por distintas partes y con multitud de remiendos, ninguno de ellos del tamaño adecuado, y algunos ni siquiera diseñados para seres humanos. La cabeza era especialmente grotesca: afeitada al rape, con numerosas cicatrices y grapas trazando un zigzag por todo el cuero cabelludo. La placa robótica de la frente sobresalía ligeramente bajo la piel hinchada, y los poros de presión se dibujaban con nitidez en el tejido cutáneo rosado. Lo único que reconoció fueron los ojos espaciados, redondos y castaños.

Cosmo completó su recorrido con movimiento tembloroso y agarró la jarra con ambas manos para beber de ella. La mayor parte del agua le salpicó la frente, pero alguna entró. «Todo se está curando —se dijo—. Es provisional.»

Pero no para Mordazas. Era demasiado tarde para poder curarle a él.

Mordazas. Su amigo tendría que estar allí con él... pero ¿qué quería decir «allí» exactamente? Cosmo miró a su alrededor por primera vez. Estaba en un enorme almacén construido de polímero de hierro colado. Las ventanas eran altas y estrechas, del estilo de las iglesias, con cortinas opacas colgando a cada lado. Unas mesas de trabajo y distintos equipos electrónicos aparecían repartidos por el suelo de cemento, y los cables de electricidad salían de cada enchufe de la pared como serpientes multicolor. Había varios cubículos divididos por módulos de separación móviles y una docena de discos duros zumbaban en el interior de las habitaciones improvisadas. Sin embargo, no había rastro de gente. Aparte de él, el almacén estaba completamente desierto.

Cosmo se movió despacio, para acostumbrarse a su nueva rodilla. Había una zona de cocina en un rincón, nada demasiado acogedor: apenas una encimera con dos fogones, muebles de jardín enmohecidos y una no-cafetera. Había un ramo de lirios encima de la mesa, envueltos en celofán y con una burbuja de agua en la base. Flores de verdad, muy caras. Había una tarjeta entre dos de los lirios: «Madre —decía—, te echo de menos más que nunca».

Había un par de esposas de acero en la mesa que había junto al simulador. A Cosmo se le hizo un nudo en la garganta; era la última prueba que evidenciaba que Francis Murphy había vivido, la que dejaba constancia de su existencia, y ni siquiera sabían su verdadero nombre.

—Vamos, Francis —dijo Cosmo, al tiempo que cogía las esposas—. Es hora de que veas la ciudad.

Una de las ventanas del almacén daba al río, hacia el famoso perfil del centro de Ciudad Satélite recortado contra el horizonte, dominado por el cilindro de la Torre Myishi. El edificio de la Cuzzy Cola burbujeaba al otro lado, con las paredes animadas por unas burbujas efervescentes generadas por ordenador, y una luz roja parpadeaba en la mano de piedra de la Estatua de la Voluntad, un coloso de doscientos cuarenta metros de altura que señalaba al Satélite de arriba.

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