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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (4 page)

Mordazas y Cosmo no podían darse el lujo de refugiarse bajo un paraguas con el aguacero que estaba cayendo en aquellos momentos, y no tuvieron más remedio que mantener la cabeza gacha y los hombros encogidos. Los goterones les arponeaban la nuca y la espalda, pero los chicos tenían tanto frío que apenas sentían dolor.

Una ráfaga de gotas empujó a Mordazas contra los barrotes de la escalera de incendios.

—Veo la ciudad. Siempre he querido ver la ciudad sin grilletes en las muñecas. Tal vez pronto podremos hacerlo, Cosmo, pasearnos por ahí sin esposas.

Cosmo se ahorraba las energías para el siguiente tramo. Solo les faltaba un piso para llegar a la azotea; a partir de ahí, tendrían que confiar en la buena suerte. Tal vez lograrían saltar hasta el siguiente edificio. O tal vez no.

Se aferraron a la pared, tratando de resguardarse del azote de la lluvia. Abajo, en las calles, las gotas mutantes activaban las alarmas de los coches. Las empresas de seguridad nunca respondían cuando saltaban las alarmas durante las tormentas: siempre las activaban las condiciones meteorológicas o los ladrones de coches muy tontos.

Cosmo recorrió el último tramo hasta llegar a la azotea, una superficie lisa muy resbaladiza y recubierta de alquitrán presidida por el remate de la caja de una escalera, que parecía la torre de un submarino. El tejado ondulado de la caja se estaba combando bajo la acometida del chaparrón. Y de repente, la lluvia cesó, como si Dios hubiese cerrado el grifo del agua. Otra característica del clima antojadizo de Ciudad Satélite.

—Debemos de caerle bien a alguien ahí arriba —señaló Mordazas.

—Es un poco tarde para eso —comentó Cosmo, al tiempo que se sacudía el agua del pelo—. Vamos.

Atravesaron el suelo empapado. Con cada paso, la superficie se hundía de manera alarmante, y en varios puntos las vigas de soporte se veían a través de los escasos filamentos que la recubrían. El edificio contiguo estaba un piso más abajo. Como pista de aterrizaje dejaba mucho que desear: la cubierta estaba plagada de los restos de un campamento okupa, los bloques de cemento estaban desperdigados como fichas viejas de dominó y salían chispas de la caja resquebrajada de un generador de la azotea.

Cosmo hincó los dedos de los pies en el borde de la azotea, intentando no pensar en la caída.

—¿Crees que lo conseguiremos? —preguntó.

La respuesta de Mordazas fue que retrocediera del borde del edificio.

Cosmo no se inmutó.

—Creo que podemos conseguirlo. De verdad que sí.

—Pues yo creo que no lo conseguiréis, ninguno de los dos —dijo una voz nasal. Cualquiera que hablase con aquel timbre de voz, o bien estaba bastante resfriado, o bien tenía la nariz rota.

Cosmo y Mordazas se volvieron muy despacio: el supervisor Redwood estaba en la puerta de acceso a la azotea, con una amplia sonrisa dibujada en los labios. Unas lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—He cogido el ascensor —explicó—. Vosotros dos sois más tontos que las aguas residuales recicladas. ¿Qué os habíais creído? ¿Que yendo hacia arriba lograríais despistarme?

Cosmo no respondió. En realidad, era una pregunta retórica. El agua le chorreaba de los rizos del pelo hasta los omóplatos; puede que fuera por eso por lo que estaba tiritando.

—Nos rendimos, supervisor. ¿Verdad que sí, Mordazas?

Mordazas estaba demasiado paralizado para responder.

—Demasiado tarde para rendirse. Ahora sois fugitivos armados, no puedo permitirme correr ningún riesgo. Tengo que empaquetaros. —Redwood extrajo el arma paralizadora de la chaqueta.

Cosmo empezó a jadear.

—Por favor, supervisor. Estamos en una azotea. Podrían pasar horas antes de que nos metan en la cubeta.

La cubeta era un compuesto ácido que se empleaba para disolver el celofán.

—Ya lo sé —repuso Redwood, al tiempo que la locura de sus ojos le brillaba entre las lágrimas.

Redwood se acercó a Mordazas y lo agarró de la solapa. Empujó al aterrorizado chico hasta el borde del tejado.

—Esta es la última lección, Francis. Como no aprendas de esta, no aprenderás nunca.

Mordazas empezó a reírse con nerviosismo, con una risa histérica que nada tenía que ver con la felicidad o la alegría.

Redwood apoyó la porra paralizadora en su frente.

—Te recomiendo que cierres la boca, Francis. No querrás que se te meta el plástico ahí dentro.

—Haga lo que quiera, Redwood —gritó Mordazas con los ojos desorbitados—. No puedo estar más asustado de lo que estoy.

Redwood soltó una carcajada y provocó un nuevo chorro de sus conductos lacrimales.

—Pues no sé yo si...

En ese momento, el mono de Mordazas se rompió; demasiados lavados habían dejado la tela como si fuera de cartón mojado. Redwood se quedó con un trozo de tela en forma de rosa en la mano y Mordazas se quedó en un ángulo imposible de corregir.

Dirigió sus últimas palabras a Cosmo.

—Lo siento —dijo, y cayó por el borde de la azotea.

La altura no era nada del otro mundo; hay colegiales que han saltado de árboles mucho más altos sin torcerse siquiera el tobillo, pero cuando Mordazas cayó, lo hizo de espaldas, y arrastró a Cosmo consigo.

No hubo tiempo de rezar ni de gritar. La vida de Cosmo no pasó a toda velocidad por delante de sus ojos. Si en un momento estaba suplicando por su vida ante el supervisor Redwood, al cabo de un segundo la tierra y el cielo dieron una voltereta en el aire y acabó boca abajo encima del generador de la azotea del edificio contiguo.

Pero vivo, decididamente. Con grandes dolores, eso sí, pero vivo al fin y al cabo. El dolor lo demostraba. Cosmo tenía la visión borrosa, con una nube multicolor de cables, chispas, transformadores antiguos y chips oxidados que le revoloteaban alrededor de la cabeza como copos de nieve sanguinolentos.

Sintió una sacudida en el brazo: Mordazas se estaba moviendo.

—No —le susurró, sin aire en los pulmones para gritar—. No te muevas.

Mordazas se movió otra vez. Tal vez lo había oído o tal vez no, Cosmo nunca lo sabría. El movimiento de su compañero arrastró el grillete metálico por encima de dos cables pelados e hizo que diez mil voltios de los cables de suministro se desviaran hasta los dos chicos.

La descarga hizo saltar a los jóvenes de lo alto del generador y los hizo girar y rebotar en los charcos de la azotea como piedras sobre la superficie de un lago. Se detuvieron al estrellarse contra una barandilla, y cayeron de espaldas, mirando hacia arriba.

Redwood miró hacia abajo desde lo alto de la azotea. Los patrones de ambos chicos habían desaparecido de su localizador. El generador podía haber fundido las microperlas halógenas electronegativas de sus poros, pero lo más probable era que hubiesen muerto.

Era evidente lo que podía haber sucedido: la tormenta podía haber tirado a los dos fugitivos de la azotea. Era una mentira muy simple y creíble, siempre y cuando no permaneciese por allí el tiempo suficiente para que lo fotografiase algún satélite curioso. El supervisor se precipitó hacia la escalera. Era mejor dejar que otro encontrase los cadáveres. Él estaría en el restaurante ayudando a los heridos cuando eso ocurriese.

Cosmo no tenía fuerzas para hablar. Era como si la descarga eléctrica le hubiese devorado todo el cuerpo; lo único que oía eran los latidos de su corazón, que iba ralentizándose con cada nueva inhalación. Unas palpitaciones cada vez más espaciadas, hasta que acabasen por desaparecer del todo. Por cerrarse del todo.

La vista le estaba jugando una mala pasada. Estaba teniendo alucinaciones, o al menos eso suponía: unas extrañas criaturas inhumanas aparecieron en las paredes de los edificios que los rodeaban, gateando a velocidades asombrosas sin respetar la fuerza de la gravedad. Se precipitaron por el borde del edificio y dieron un viraje brusco hacia abajo, hacia el lugar de la colisión. Dos de ellos se separaron del grupo y se desviaron hasta los chicos malheridos. Uno se puso encima del pecho de Cosmo. Ingrávido, lo observaba con grandes ojos inexpresivos. La criatura era del tamaño de un niño, con la piel lisa, azul y translúcida, cuatro extremidades esbeltas y la cara ovalada. Tenía unos rasgos delicados e impasibles, y la cabeza calva y lisa. Por las venas le corrían chispas en lugar de sangre.

La segunda criatura ¿pareció parpadeante en la comisura de sus ojos, se arrodilló junto a Mordazas y le acunó la cabeza humeante. Cosmo sintió cómo el corazón se le detenía un segundo, puede que dos. ¿Quiénes eran aquellas criaturas? El miedo hizo que un escalofrío le recorriese el pecho, como si fuera una nueva descarga del generador.

Arqueó la columna vertebral en un arrebato de estupor y de pánico, tratando de sacudirse a la criatura de encima, pero esta continuó aferrada a su pecho, sin apenas hacer esfuerzo. Extendió una mano azul. «Cuatro dedos — pensó Cosmo—. Solo cuatro.» La criatura colocó la mano encima del corazón de Cosmo y empezó a absorber. De algún modo, la criatura le estaba arrancando el dolor del cuerpo. La agonía fue mitigándose poco a poco hasta extinguirse por completo. Cuanto más absorbía la criatura, más brillante se hacía la luz que emitía, hasta que el brillo azul se transformó en un dorado cálido. Cosmo empleó las últimas energías que le quedaban para mirar hacia abajo: algo manaba de su cuerpo como un reguero de estrellas. Supo lo que era: la vida. Cosmo sintió cómo sus días y sus meses se escapaban escurriéndose de su cuerpo como el agua a través de las grietas de una presa. La criatura lo estaba matando. El pánico volvió a apoderarse de él: quiso luchar, tratar de agarrar a aquella criatura, pero los músculos no le obedecían.

Luego, todo sucedió muy rápido. Aparecieron tres niños en el tejado, dos niños y una niña. No eran médicos ni enfermeros, saltaba a la vista por la vestimenta que llevaban y por su edad, pero al menos eran humanos.

—Aquí hay dos —dijo el primero, un chico alto y mayor, vestido de negro de pies a cabeza—. Yo me encargo de ellos. Vosotros mirad abajo.

Sus compañeros salieron disparados al borde de la azotea y se asomaron a la calle.

—Están mirando, pero no se están posando —dijo la chica, de aspecto hispano y unos quince años, con el tatuaje de una banda callejera encima de una ceja—. Demasiada agua. Los bomberos están rociando el furgón con la manguera.

El primer chico extrajo lo que parecía una linterna de su sobaquera y tiró de una anilla que había en la base. Unas chispas blancas saltaron en el cañón del cacharro: apretó el gatillo y dos ráfagas de electricidad pura manaron a chorros de aquella arma tan extraña. El efecto fue espectacular: los rayos blancos se clavaron en la piel de las criaturas fantasmales y se dividieron en un millar de ramificaciones. Cada una de ellas localizó una vena y se fusionó con las chispas que ya había en ellas. Las criaturas se estremecieron y empezaron a sufrir convulsiones, y su piel empezó a hincharse hasta que parecía que estaba a punto de reventar. Y eso fue lo que ocurrió: las dos criaturas explotaron en multitud de esferas perfectas de luz que se volatilizaron en el aire.

—¡Dios! —exclamó Cosmo, malgastando su último aliento.

—¡Este está vivo! —gritó el tercer miembro del grupo, que parecía tener unos seis años. Era rubio y tenía la cabeza desproporcionadamente grande para ser un niño. Se arrodilló junto a Cosmo, le comprobó el pulso y le iluminó la pupila con una linterna.

—No hay dilatación y el pulso es irregular. Necesita un desfibrilador, Stefan. Hay que ponerle el corazón en marcha cuanto antes.

Una alucinación. Tenía que ser una alucinación.

El chico alto, Stefan, apareció en el campo de visión de Cosmo, cada vez menos nítido.

—¿Qué hay del otro, Lorito?

Lorito apoyó la mano en el pecho de Mordazas. Por un segundo, Cosmo creyó ver una corriente de vida revoloteando por sus dedos. Y luego...

—¿El otro? No. Nada de nada. Se nos ha ido.

Stefan ajustó su arma.

—Bueno, pues como no tengo ningún desfibrilador...

Lorito se apartó unos pasos apresuradamente.

—¿Estás seguro? Mira que esta azotea está muy mojada...

Stefan apuntó con el arma al pecho de Cosmo.

—No —dijo, y a continuación disparó.

Cosmo sintió cómo la descarga le penetraba por las costillas como si fuera un mazo. Seguro que le había roto todos los huesos del tórax. Seguro que aquella era la última gota que colmaba el vaso: su cuerpo ya no podía más. Sintió cómo se le ponían los pelos literalmente de punta, tirando de los poros del cuero cabelludo. Se le prendió fuego al mono que llevaba, que se separó de su piel deshaciéndose en trozos llameantes. Lorito le arrojó el contenido de un cubo de agua, pero Cosmo no sintió el frío: estaba ocurriendo algo más.

Pu-pum.

Su corazón. Había emitido un latido. Y luego otro.

Pu-pum, pu-pum.

—Lo tenemos —exclamó Lorito—. Este tío tiene más ganas de vivir que un perro hambriento, pero necesita atención médica inmediata. Tiene la cabeza abierta como un melón.

Stefan suspiró con alivio al ver que su truco había surtido el efecto deseado. Se guardó la vara electrizante.

—Vale. Los abogados lo encontrarán, no quiero que nos encuentren a nosotros también.

Cosmo contuvo la respiración por primera vez en más de un minuto.

—Por favor...

No podían dejarlo allí tirado, no después de todo aquello.

—Llevadme con vosotros.

Stefan no se volvió a mirarlo.

—Lo siento, pero ya tenemos suficientes problemas nosotros solos.

Cosmo sabía que Redwood nunca le dejaría volver al instituto con vida.

—Por favor...

La chica se inclinó por encima de él.

—Stefan, ¿sabes qué? A lo mejor podría encargarse de hacer el no-café o algo así.

Stefan lanzó un suspiro y aguantó la puerta para que pasara su equipo.

—Mona, todas las noches es la misma historia.

Mona suspiró.

—Mala suerte, chico.

El corazón de Cosmo latía ya con normalidad, bombeando la sangre al cerebro regularmente.

—Si me dejáis aquí —dijo con voz ronca—, volverán.

Y de repente, parecía que Stefan recuperaba el interés.

—¿Quiénes volverán? —preguntó, volviendo sobre sus pasos.

Cosmo se esforzó por mantenerse consciente.

—Las criaturas.

Lorito dio una palmada de entusiasmo.

—¿Lo habéis oído? Las criaturas, Stefan. Es un Oteador. Que me empaqueten si no lo es.

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