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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (10 page)

Se colocó encima de la barra.

—Pon el talón detrás —le aconsejó Mona—. Usa el peso de tu cuerpo como ancla.

Cosmo movió el pie.

—Mantén el morro hacia arriba, es mejor pasarse que quedarse corto.

Morro hacia arriba. Muy bien.

Se oían ruidos abajo. Ordenes a gritos y el ruido sordo de botas al correr.

—Ya vienen.

Cosmo rodeó el carrete con los dedos y disparó. El puente se le enroscó alrededor del pie y le causó una sacudida en la rótula nueva. Hizo caso omiso del dolor y se concentró en dirigir el morro del puente. Pesaba más de lo que parecía, y también era más difícil de manejar. Se retorcía en el viento que soplaba a aquella altura. Cosmo tiró con el peso de su cuerpo de la cuerda para elevar el morro. Acto seguido, el puente ya estaba tendido, ganándole sesenta centímetros al edificio contiguo. Cosmo se relajó y dejó que el puente entrase en contacto con la superficie con un estruendo metálico, mientras dos agarres en forma de gancho sobresalían del otro extremo.

Los miembros del equipo no perdieron el tiempo con parabienes, sino que se precipitaron hacia la seguridad que les proporcionaba la siguiente azotea. Cosmo pasó el último y guardó el puente pulsando el botón de cierre.

La sonrisa de Mona brillaba entre las sombras.

—No ha estado mal para ser tu primera vez, Cosmo.

Lorito también sonrió.

—¿Que no ha estado mal? La primera vez que Mona tendió un puente tuvimos que cortar el cable, porque si no la habría arrastrado por el borde.

Mona arrugó la frente.

—Sí, bueno, al menos soy lo bastante alta para colocar una escalera sobre un hueco grande.

—¡Silencio! —ordenó Stefan—. Tenemos compañía.

El equipo de picapleitos estaba descendiendo en rappel hacia la azotea contigua, deslizándose por el maltrecho acceso a la azotea. La luz de las lámparas portátiles asomaba por el agujero como si fueran reflectores de guerra, y varios abogados estaban cambiando sus cartuchos de empaquetar por una cartuchera de munición letal ilegal.

El escuadrón se reunió formando un amplio círculo, buscando indicios de su presa.

Stefan habló en susurros a un segundo walkie-talkie.

—Todo el mundo al suelo, los abogados están en el tejado. —El primer transmisor, que estaba a dos azoteas de distancia, recogió la frase y la amplificó de manera que fuese claramente audible.

—¡Por aquí! —exclamó el cabecilla legal—. No interroguéis a nadie hasta que hayan firmado una renuncia.

Los abogados siguieron el sonido de la voz de Stefan. En esos momentos estaban muy exaltados, pero no tardarían en sentirse muy estúpidos.

Lorito chasqueó la lengua.

—Es el truco más viejo del mundo. Tenemos una caja entera de walkietalkies como ese en el almacén. Recuerdo una época en que los abogados solían ser más listos.

Mona se asomó por el borde del tejado.

—Algunos lo son.

Dos de los abogados se dirigían hacia ellos, con rifles de descarga eléctrica fuertemente sujetos al hombro.

—Un instrumental fabuloso —señaló Lorito—. Esos equipos de rappel son manos libres, y los rifles pueden disparar eternamente. Solo los pulsos electromagnéticos podrían impedir que esas armas siguieran disparando.

Cosmo estaba demasiado ocupado temblando de miedo para admirar las armas.

—Ya vienen. ¿Qué vamos a hacer?

Stefan se descolgó la mochila y dejó su vara electrizante en el tejado.

—Nos rendimos.

Mona sonrió.

—Observa atentamente, Cosmo. Esto es digno de admiración.

Cosmo advirtió que tanto Mona como Lorito estaban cambiando los cartuchos de sus armas.

Stefan se levantó muy despacio, con las manos encima de la cabeza.

—¡No disparen! —gritó—. No voy armado.

Los abogados se separaron, convirtiéndose de este modo en dos objetivos. Apuntaban con sendas armas a la cabeza de Stefan.

—Has escapado del lugar del accidente —gritó uno desde el otro lado del espacio que separaba ambos edificios—. Tenemos derecho a empaquetarte.

—Ya lo sé, pero venga, chicos... Solo quería ver el espectáculo. No he tocado nada. Además, mi padre es embajador, tenemos inmunidad diplomática.

Los abogados dieron un respingo. La inmunidad diplomática era más o menos superflua desde el Tratado de Un Solo Mundo, pero todavía quedaba alguna que otra república remota que insistía en aferrarse a sus derechos. Si se empaquetaba a un auténtico diplomático, el responsable se enfrentaba a pasar cinco años en los tribunales y los veinte siguientes en la cárcel.

—Y si tienes inmunidad diplomática, ¿por qué llevas esas placas de cráneo?

«Placas de cráneo» era el término en jerga para referirse a las máscaras de visión nocturna que llevaban Stefan y su equipo. Los bajos niveles de radiación del plástico significaban que no solo podían repeler los rayos X, sino también eliminar el vídeo. Aunque los Sobrenaturalistas quedasen grabados en una cámara, sus cabezas solo aparecerían como una imagen borrosa e irreconocible.

—Protección ultravioleta, eso es todo. Lo juro, no quiero que me frían el cerebro.

Uno de los dos abogados empuñó su arma aún con más fuerza.

—¿Rayos ultravioleta? ¿De noche? Vale, señor Inmunidad Diplomática, enséñanos algún tipo de documentación, anda. Y más te vale que no sea falsa, o no verás una cubeta hasta mañana por la mañana.

Stefan se metió la mano en el interior del abrigo y, con solo dos dedos, sacó un documento de identidad

—Os lo voy a tirar, ¿de acuerdo? No os emocionéis con el gatillo, ¿eh? Que mi padre conoce al alcalde Sol.

—Con una mano. Pon la otra encima de la cabeza.

Stefan hizo lo que le decían y lanzó el carnet al aire. El viento lo atrapó en sus garras y elevó la tarjeta plastificada otros veinte metros más arriba.

—Imbécil —masculló el abogado número uno sin desviar la mirada del rectángulo de plástico.

—Ya lo tengo —dijo el número dos.

En ese momento, mientras los dos abogados miraban el carnet, Lorito y Mona abrieron fuego simultáneamente y dispararon una ráfaga entera de sus cartuchos nuevos.

Dos balas verdes atravesaron a toda velocidad el edificio Stromberg, dejando tras de sí una estela viscosa. Se estrellaron contra las viseras de los abogados, y una especie de papilla pegajosa y verde se les desparramó por la cabeza y los hombros. Los dos abogados de emergencia cayeron redondos al suelo, hincando las uñas en la porquería cegadora y verde.

—Bolas de chicle —explicó Mona, esbozando su sonrisa deslumbrante—. La sustancia más repugnante de todo el planeta. Esos cascos son historia; una vez me tiraron una bola de chicle y me destrozaron mi chaqueta antibalas favorita. Esos tíos están fuera de combate hasta que aparezcan los de su escuadrón.

Stefan vio cómo la tarjeta de plástico en blanco trazaba una espiral descendente y caía entre las calles de Ciudad Satélite. A continuación, su teléfono empezó a emitir pitidos leves en su bolsillo, así que lo sacó y consultó la pantalla diminuta.

—Es un mensaje del ordenador. Un anciano ha pulsado su botón de pánico entre la Octava y la avenida del Periplo. Vamos, iremos por la calle.

—Un segundo —repuso Lorito.

Tendió un puente y liberó rápidamente a los forcejeantes abogados de sus equipos de rappel y sus armas. Los Sobrenaturalistas no contaban con un gran presupuesto y aquel equipo era demasiado bueno para desperdiciar la ocasión y dejarlo ahí tirado. En un visto y no visto, el niño Bartoli ya había regresado junto a los demás.

—Creía que te habías quedado sin gas —señaló Cosmo en tono acusador.

Lorito se encogió de hombros.

—¿Quedarme sin gas? ¿Yo? Eso dije, ¿verdad? Bueno, y tú has aprendido a tender un puente, ¿o no? Y nadie se ha hecho daño.

Los Sobrenaturalistas recogieron sus cosas, guardando los puentes y enfundando sus varas electrizantes. Cosmo los imitó, con el corazón en algún punto entre el estómago y la garganta. Los demás parecían completamente tranquilos, ajenos a la locura de sus cacerías nocturnas. Tal vez llevaban tanto tiempo cazando Parásitos que aquella era una noche normal para ellos. O tal vez, y eso era mucho más probable, estaban todos locos.

Cosmo se ajustó el cinturón de su mochila y siguió a Lorito a través de la puerta de acceso a la azotea.

Eso significaba que él también estaba loco.

4
El Gran Colador

LOS
Sobrenaturalistas volvieron agotados al almacén a las cinco de la madrugada. El botón de pánico de la avenida del Periplo había sido una falsa alarma. Un viejo había metido la mano en el microondas mientras todavía estaba en marcha y había disparado su alarma personal. Muchos ciudadanos llevaban alarmas personales que podían activarse en caso de peligro o enfermedad y así avisar a los equipos médicos o de protección. Era un servicio caro, pero los equipos privados llegaban un promedio de dos minutos antes que la policía local, y esos dos minutos podían ser el tiempo que separaba la vida de la muerte.

Durante el camino de vuelta desde el Periplo, el ordenador del almacén les había informado de un tiroteo en el exterior de un banco de la zona cara del Periplo. Los Sobrenaturalistas se habían apostado en un tejado y habían disparado al tuntún contra todos los Parásitos que habían acudido en tropel al escenario del tiroteo. El sol asomaba con timidez a través de un arco iris de niebla tóxica cuando por fin regresaron a casa. Hasta Lorito estaba cansado y no tenía el cuerpo para chistes, con la carita de niño demacrada y los pantalones salpicados con la sangre de los heridos a los que había atendido.

Se sentaron alrededor de la mesa, masticando cenas procesadas de paquetes de comida súper rápida. Cosmo tiró de la pestaña de su paquete de comida y esperó diez segundos a que el calor se extendiese por todas las raciones.

—Me parece que esta noche hemos hecho un buen trabajo —comentó—. Nadie ha resultado herido y nos hemos cargado a un centenar de bichos de esos.

Stefan tiró la cuchara del ejército.

—Y mañana habrá doscientos que ocuparán el lugar de ese centenar.

Cosmo se terminó la comida en silencio, masticando despacio.

—¿Sabes lo que creo? Stefan se recostó en su silla, cruzándose de brazos. Su lenguaje corporal debería haber hecho callar a Cosmo.

—No, Cosmo, ¿qué es lo que crees?

Mona lanzó a Cosmo una mirada de advertencia, pero él insistió en hablar.

—Creo que podríamos averiguar dónde viven, y entonces sí les podríamos hacer daño.

Stefan se echó a reír ruidosamente, frotándose la cara con ambas manos.

—Llevo casi tres años haciendo esto y nunca se me había ocurrido semejante idea. ¡Caramba! Debes de ser una especie de genio, Cosmo... Averiguar dónde viven, realmente increíble...

De pronto, Cosmo sintió un picor insoportable en la nueva rodilla.

—Yo solo lo decía...

Stefan se levantó de golpe, con brusquedad, y su silla cayó al suelo. Supo controlar su mal genio, pero le costó un gran esfuerzo.

—Ya sé lo que decías, Cosmo. Ya sé lo que pensabas. Yo también he pensado en eso: encontrar el nido y hacerlos salir a todos a la vez. Es una idea estupenda, salvo por un pequeño detalle: no podemos encontrarlos.

Stefan arrojó el tenedor en las sobras de color marrón de su paquete de comida.

—Se me ha quitado el hambre de repente —dijo—. Me voy a la cama.

El chico alto se fue arrastrando los pies a su cubículo y cerró la cortina tras él.

Pese a todo, Lorito soltó una carcajada.

—Eres un as haciéndole la pelota al jefe, novato.

—Déjalo en paz, Lorito —repuso Mona—. O te pondré de cara a la pared.

Lorito se echó a reír y levantó los puños diminutos.

—Ya sé que soy pacifista, Mona, pero contigo haré una excepción.

Cosmo apartó a un lado su comida.

—No era mi intención hacer que se enfadase.

Mona se echó las sobras de las comidas inacabadas en su plato.

—No es culpa tuya, Cosmo. Toda su vida se centra en los Parásitos, tanto dormido como despierto. Stefan vive por y para esto, y todas las noches debe enfrentarse al hecho de que no estamos ganando la partida.

—Sigo pensando que hay algo que se me escapa. ¿Hay alguna otra razón por la que hacemos esto?

Lorito abrió una cerveza y se bebió media de un sorbo.

—Para ayudar a la gente, ¿no es eso suficiente?

—¿Para ayudar a la gente? ¿No hay ninguna otra razón...?

Mona y Lorito se intercambiaron una mirada y Cosmo lo vio.

—Ah, ya lo entiendo. Todavía no formo parte del grupo.

Mona le rodeó los hombros con el brazo.

—¿Sabes una cosa, Cosmo? Estás demasiado tenso, necesitas salir a dar una vuelta.

De repente, Cosmo se acordó de Mordazas.

—No he salido a dar una vuelta en catorce años.

—Pues no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —dijo Mona, al tiempo que cogía su chaqueta—. Yo puedo permanecer despierta unas horas más si tú también puedes. Venga, vamos.

Cosmo la siguió al ascensor.

—¿Adónde vamos?

—Espera y verás.

—Lorito, ¿vienes?

El diminuto niño Bartoli se recostó en su asiento y encendió el televisor.

—¿Que si voy? No, gracias. Ya salí a dar una vuelta con Mona una vez y tuve suerte de volver con todos mis dedos intactos.

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