Todo estaba casi inmóvil, congelado como una fotografía tridimensional, y todo se extendía, como la representación hecha por una sociedad de simulación histórica y dotada de vida, en el Compartimiento General Interior Tres del VGS
Servicio durmiente.
El avatar de la nave llegó a la cima de la chata loma y contempló el campo de batalla a su alrededor. Se extendía varios kilómetros a la redonda sobre las colinas bañadas por el sol: una enorme confusión de hombres preparados, monturas en carrera, cargas de caballería, cañones y humo y sombras.
Lo más difícil había sido el humo. El paisaje había sido un ejemplo de simplicidad: una cobertura de flora artificial sobre una fina capa de suelo esterilizado extendido sobre una estructura de espuma metálica. La gran mayoría de los animales eran solo esculturas de gran calidad creadas por la nave. Las personas eran reales, claro, aunque los destripados o aquellos que habían sufrido mutilaciones especialmente graves también eran esculturas.
Los detalles de la escena eran tan realistas como la nave había podido crearlos. Había estudiado todas las pinturas, grabados y esbozos de la batalla y había leído todos los testimonios, informes militares y reportajes periodísticos referentes a ella. Hasta se había tomado la molesta de revisar los diarios de los soldados, al mismo tiempo que llevaba a cabo una exhaustiva investigación sobre el período histórico en cuestión, incluidos sus uniformes, armamento y las tácticas que se utilizaban cuando la batalla se había librado. Por si todavía podían encontrar algo después de tanto tiempo, un equipo de drones había visitado el escenario real de la batalla y había realizado un escáner profundo del suelo. El hecho de que Xlephier Primero fuese uno de los más o menos veinte planetas que podían en justicia presumir de ser uno de los mundos originarios de la Cultura –aunque esta no admitía tener semejante cosa– había facilitado las cosas.
El VGS había estudiado las grabaciones en tiempo real que a lo largo de los años habían realizado naves de Contacto y sus emisarios en batallas libradas por sociedades humanoides con un nivel tecnológico similar, a fin de extraer una impresión general de tales acontecimientos que no estuviera contaminada por la visión y los recuerdos parciales, y posiblemente llenos de prejuicios, de los participantes o espectadores.
Y, por fin, había conseguido que el humo tuviera el aspecto que debía. Había tardado y al final había tenido que recurrir a una solución mucho más avanzada tecnológicamente de lo que le hubiera gustado, pero lo había logrado. El humo era real y cada una de sus partículas era inmovilizada y aislada por un campo de antigravedad creado por proyectores ocultos bajo el paisaje. En secreto, la nave estaba muy orgullosa de su humo.
Ni siquiera el hecho de que la escena no fuera del todo perfecta –muchos de los soldados parecían mujeres y/o extranjeros o, de hecho, alienígenas cuando uno los miraba de cerca y hasta los machos de la raza apropiada y no muy manipulados genéticamente parecían demasiado altos y demasiado saludables para la época a la que supuestamente pertenecían– molestaba a la nave. La gente no había sido lo más difícil de ajustar, pero era el componente más importante de la escena; la razón de que todo aquello estuviera allí.
Todo había empezado ochenta años antes, a una escala muy pequeña.
Todos los hábitats de la Cultura –fueran Orbitales u otras estructuras de grandes dimensiones, naves, Rocas o planetas– poseían instalaciones de Almacenamiento. El Almacenamiento era el destino escogido por algunas personas cuando alcanzaban una edad determinada o se cansaban de vivir. Era una de las posibilidades que se ofrecía a los humanos de la Cultura hacia el final de los entre tres y medio y cuatro siglos que duraban sus artificialmente extendidas vidas. Podían optar por rejuvenecimiento y/o inmortalidad completa, podían sumarse a una mente colectiva, podían sencillamente morir al llegar su momento, podían abandonar del todo la Cultura, aceptando valientemente una de las invitaciones en esencia inescrutables que dejaban ciertas civilizaciones Ancestrales, o podían ser Almacenados con criterios de resurrección dispuestos a su gusto.
Algunas personas dormían durante –por ejemplo– cien años seguidos y a continuación vivían un solo día antes de volver a sumirse en un estado en el que ni soñaban ni acusaban el paso del tiempo; algunas querían simplemente que las despertaran pasado un tiempo prefijado para ver qué cambios se habían producido; algunas querían regresar cuando estuviera ocurriendo algo especialmente interesante (dejaban la decisión en manos de otros); y algunas solo querían que las trajeran de regreso cuando la Cultura se convirtiera finalmente en una de las civilizaciones Ancestrales, si es que tal cosa ocurría al fin.
Esta era una decisión que la Cultura había estado posponiendo muchos milenios. En teoría, hacía ya ocho mil años que podía haber sublimado cuando lo deseara pero, mientras que algunos individuos y grupos pequeños de personas y Mentes sublimaban constantemente y otras partes de la sociedad se habían encapsulado y segregado para poder tomar la decisión por sí solas, la Cultura en su conjunto había decidido no hacerlo y seguir navegando por la línea de la eterna rompiente de la continuidad de la vida galáctica.
En parte era por una especie de curiosidad que sin duda se le antojaría pueril a las especies sublimadas, la sensación de que aún había cosas por descubrir en la realidad básica, a pesar de que sus leyes y reglas fueran ya conocidas a la perfección (y, además, ¿qué ocurría con las demás galaxias, con los demás universos? ¿Acaso los Ancestrales tenían acceso a ellos pero nunca habían creído conveniente comunicarle la verdad a los no-sublimados? ¿O todas estas consideraciones dejaban sencillamente de importar después de la sublimación?)
En parte era una expresión de la extrovertida moralidad de la Cultura. Los sublimados Ancestrales, convertidos en dioses a todos los efectos, parecían desatender los deberes que las sociedades más ingenuas y menos desarrolladas a las que dejaban atrás asociaban con tales entidades. Con ciertas excepciones muy limitadas, las especies Ancestrales no mantenían el menor contacto con el resto de la vida en la galaxia, cuyas limitaciones físicas trascendían inevitablemente. Los tiranos se permitían, las hegemonías no se desafiaban, los genocidios no se impedían y civilizaciones jóvenes sufrían la aniquilación completa por la sencilla razón de que su planeta topaba con un cometa o se encontraba demasiado próximo a una supernova, a pesar de que estos sucesos tenían lugar delante de las mismas y metafóricas narices de las civilizaciones sublimadas.
Lo que todo esto implicaba era que las mismas ideas, los conceptos del bien y de la justicia dejaban de importar una vez que uno emprendía el camino de la sublimación, por muy encomiable, progresista y desinteresado que hubiera sido su comportamiento como especie antes de ella. De un modo que resultaba curiosamente puritano en una sociedad que parecía consagrada por completo a la búsqueda del placer, la Cultura opinaba que esto estaba mal, así que procuraba encargarse de aquello que, según parecía, no podía confiarse a los dioses: descubrir, juzgar y alentar –o desalentar– el comportamiento de aquellos cuyos poderes no distasen demasiado de los de una divinidad. Su propia Ancestralidad acabaría por llegar, sin duda, pero que se pudriera en el infierno si permitía que esto ocurriera antes de que se hubiera cansado de hacer (lo que esperaba que así fuera) el bien.
Para aquellos que querían llegar al día del juicio sin tener que vivir todos los días que faltaban, la respuesta era el Almacenamiento, así como para muchos otros, por muchas otras razones.
La tasa de cambio tecnológico en la Cultura, o al menos el impacto de este cambio sobre la vida de los humanos que formaban parte de ella, era muy modesta. Durante milenios, el método normal y aceptado de Almacenar a un individuo era colocarlo en una caja parecida a un ataúd, de unos dos metros de longitud, justo debajo de otra de un metro de anchura y medio metro de profundidad. Las unidades eran fáciles de fabricar y suficientemente fiables. Sin embargo, ni siquiera unos artículos tan poco atractivos podían escapar para siempre a la modernización y el refinamiento. Con el tiempo, paralelamente al desarrollo de los trajes de gelcampo, se hizo posible ofrecer a los humanos servicios de Almacenamiento en un medio que era aún más fiable que las antiguas cajas-ataúd y que, al mismo tiempo, no era más grueso que una segunda piel o una capa de tela.
La
Servicio durmiente
–que en aquellos tiempos no se llamaba así– había sido simplemente la primera nave en aprovechar esta posibilidad. Cuando Almacenaba personas, normalmente lo hacía en escenas que imitaban cuadros de pintores famosos, al principio, o en poses humorísticas. Los trajes de Almacenamiento permitían que sus ocupantes pudieran disponerse en cualquier posición natural para un cuerpo humano, de modo que lo único que hacía falta era añadir a la superficie una capa de pigmentación que imitaba tan bien la piel que un humano hubiera tenido que mirar con mucho detenimiento para percibir la diferencia. Por supuesto, la nave siempre pedía permiso a sus Almacenados para utilizar sus cuerpos dormidos de este modo y respetaba los deseos de los pocos que preferían no ser Almacenados en situaciones donde otros pudieran verlos como figuras de un cuadro o esculturas.
En aquellos tiempos, el VGS se llamaba la
Confidente silencioso
y su dirección no estaba en manos de una Mente, como era habitual en las naves de su clase, sino de tres. Lo que había ocurrido después depende de quién lo contara.
La versión oficial era que cuando una de las tres Mentes había decidido abandonar la Cultura, las otras dos habían discutido con ella y finalmente habían tomado la extraña decisión de dejar la estructura del VGS a la Mente disidente, en lugar de, como hubiera sido más normal, entregarle una nave más pequeña.
Los rumores, acaso más plausibles y desde luego más interesantes, aseguraban que se había librado una batalla a la vieja usanza entre las Mentes, dos contra una, y que las dos habían sido derrotadas a pesar de su ventaja numérica. Las dos Mentes perdedoras habían sido expulsadas en UGC controladas, como si fueran los oficiales en botes salvavidas después de un motín. Y por esa razón, aseguraba esta versión, la
Confidente silencioso
entera –que poco después cambió su nombre por el de
Servicio durmiente
– había quedado en manos de la Mente disidente. No había sido un acuerdo entre caballeros. Había sido una revolución.
Al margen de la versión a la que uno prestara crédito, no era ningún secreto que la Cultura había decidido encomendar a otro VGS, de menor tamaño, la tarea de seguir a la
Servicio durmiente
allá donde fuese, presumiblemente para mantenerla vigilada.
Tras cambiar de nombre, y sin prestar atención aparente a la nave que la seguía, el siguiente paso de la
Servicio durmiente
fue evacuar a todos los que seguían a bordo. La mayor parte de las naves ya se había marchado y al resto se le pidió que lo hiciera ahora. A continuación, todos los drones, alienígenas y el personal humano con sus mascotas fueron desembarcados en el siguiente Orbital en el que recaló la nave. Las únicas personas que quedaron a bordo fueron las que estaban en Almacenamiento.
Después de esto, la nave partió en busca de otros (y de uno en particular) y, utilizando la red de información de la Cultura, hizo saber que estaba dispuesta a viajar a cualquier parte para recoger a quienes quisieran ser Almacenados embarcados en ella, pero siempre con la condición de que se prestaran a participar en uno de sus "cuadros".
Al principio la gente se mostró reacia. El suyo era uno de esos comportamientos que le valían a una nave el título de Excéntrica y todo el mundo sabía que las naves Excéntricas eran cosas raras, e incluso peligrosas. No obstante, la Cultura no estaba desprovista de almas valientes y unos pocos aceptaron la extraña invitación de la nave, sin sufrir aparentemente efectos secundarios. Cuando las primeras personas que habían sido Almacenadas a bordo del VGS, cumplidos los criterios para su resurrección, fueron devueltas a la vida sin que parecieran haber sufrido ningún daño por efecto de su insólito alojamiento temporal, el lento goteo de individuos aventureros empezó a convertirse en una corriente constante de sujetos románticos o, sencillamente, un poco perversos. La reputación de la
Servicio durmiente
se extendió y dio a conocer hologramas de las cada vez más ambiciosas escenas que acometía (importantes incidentes históricos primero y luego pequeñas batallas y episodios de conflictos más grandes). Poco a poco, cada vez más gente empezó a pensar que podía resultar divertido ser Almacenado por aquella excéntrica Excéntrica, que les permitía presumir de haber formado parte de una obra de arte durante su sueño, en lugar de ser enterrados en una aburrida caja debajo de su Plato local.
Así que hacer un viaje a bordo de la
Servicio durmiente
como una especie de alma errante se convirtió nada más y nada menos que en una moda y, lentamente, la nave fue llenándose de muertos vivientes vestidos con trajes de Almacenamiento, que utilizaba para componer escenas cada vez mayores, hasta que por fin pudo copiar batallas enteras y disponerlas en los dieciséis kilómetros cuadrados de territorio que poseía en cada uno de sus Compartimientos Generales.
Amorphia completó el recorrido que su mirada estaba haciendo de la brillante y silenciosa quietud del vasto matadero. Como avatar que era, no poseía capacidad de pensamiento autónomo, pero a la Mente que era la
Servicio durmiente
le gustaba dirigir la criatura por medio de una pequeña subrutina que era poco más inteligente que el ser humano medio, aunque siempre conservaba la capacidad de tomar el control si era necesario. En tales casos, la contradicción entre ambas voluntades podía provocar que el avatar se comportara de una manera confusa y distraída que, según creía la nave, reflejaba sus propias perplejidades filosóficas, solo que a la infinitamente más pequeña escala humana.
Así fue como la subrutina semihumana contempló la gran escena y sintió una especie de tristeza al pensar que todo aquello podía ser desmantelado. También sintió otra melancolía, puede que más profunda, al pensar que ya no podría seguir siendo anfitriona de las criaturas vivientes que llevaba a bordo; las criaturas del mar y del aire y de la atmósfera gaseosa, y la mujer.