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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (41 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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En cuanto a Maestlin, había conseguido el bastón por nada, unos años antes. Mejor dicho, lo había robado. Es verdad que, según la confesión que le hizo en una de sus numerosas cartas, Maestlin no tenía más que dieciséis años cuando cometió aquella fechoría. ¿Pero era ésa una excusa? Acababa de marchar de Cracovia, donde había cerrado los ojos de su antiguo maestro Rheticus. Antes de volver a Tubinga, decidió dar un rodeo para pasar por Frauenburg, como un peregrino de san Copérnico. Una señora muy anciana y medio ciega, que no era otra que Ana Schillings, lo acompañó en la visita a la famosa torre de las murallas en la que había vivido Copérnico los últimos años de su vida. Todos sus objetos y sus muebles habían sido religiosamente conservados en su lugar, como si el maestro fuera a volver de un momento a otro. Antes de abandonar aquel templo divino, en el vestíbulo, Maestlin besó la mano de la vieja ama de llaves, valiéndose de todo su encanto de adolescente, al que ella respondió con coqueterías maternales. Él se apoderó entonces del «bastón de Euclides» en lugar del suyo propio, que había colocado a su lado adrede, junto a la puerta de entrada. Si Ana se hubiera dado cuenta del cambio, él siempre habría podido alegar una confusión debida a su inmensa emoción por haber visitado la morada del dios Copérnico. Pero los ojos de la pobre mujer, que la vejez velaba con lágrimas sempiternas, no advirtieron la sustitución.

Tan pronto como hubo regresado al albergue, Maestlin se precipitó a su habitación para desenroscar el pomo de marfil amarillento que representaba una esfinge, secreto que le había revelado Rheticus en su lecho de muerte. El estuche de seda roja estaba en su lugar. Desató el cordel de cuero y extrajo un rollo de papel. El título del manuscrito era:
La vida y la obra de Nicolás Copérnico de Thorn, escrita por su discípulo Georg Joachim Rheticus
.

En el primer momento, la decepción de Maestlin fue grande, porque no era la obra que esperaba encontrar en el escondite. En su lecho de muerte, Rheticus le había contado que había guardado allí un tesoro desaparecido hacía mucho tiempo: las
Hipótesis sobre el sistema del mundo
, de Aristarco de Samos, el misterioso astrónomo de Alejandría que, diecisiete siglos antes que Copérnico, había afirmado no sólo que la Tierra gira sobre su eje, sino también que recorre una órbita circular alrededor del Sol. Ana Schillings había autorizado al joven Maestlin a buscar entre los papeles de su biblioteca. No encontró el menor rastro de aquella obra preciosa. Más extraño aún, en el prefacio del manuscrito original de las
Revoluciones
, dirigido al papa Paulo III y en el que rendía homenaje a los antiguos, de los que se declaraba simple heredero, Copérnico había tachado el nombre de Aristarco. ¿Por qué ese arrepentimiento? ¿Había temido Copérnico sufrir la misma suerte que su lejano predecesor, o bien era una pequeña trampa para demostrar que él, y sólo él, era el inventor del heliocentrismo?

Ese era uno de los secretos que Maestlin había querido descubrir al redactar su propia versión de
La vida de Copérnico
, que confió después a Johannes por entregas, por miedo a que la descubriesen en su cómoda vivienda de profesor de Tubinga. Su antiguo maestro, por lo demás, nunca se había mostrado tan locuaz como en aquellas cartas de la época de su juventud. Ni tan valeroso. Porque más tarde, cuando se trató de apoyar y prestar ayuda a su discípulo y amigo, Johannes, en sus propias Revoluciones, Michael no dio otra cosa que evasivas y silencio. Tenía demasiado apego a su pequeña cátedra de Tubinga, a la comodidad bienestante en la que transcurrían los días de su ancianidad con una salud indestructible. Y Johannes había tenido que recorrer solo los peligrosos caminos que conducían a la verdad.

Es más, ¿no había exagerado los hechos Maestlin, mentido tal vez? Johannes descubrió algunas incoherencias en su relato. Por ejemplo, ¿cómo había podido el autor seguir los cursos de Rheticus, en Cracovia, cuando no tenía más que catorce años en la época de la muerte del único discípulo de Copérnico? Y la vieja ama de llaves de la torre de Frauenburg ¿habría llegado a centenaria para que él la encontrara allí en el año 1574? Y, más aún, los pensamientos y las palabras que ponía en boca del autor de las
Revoluciones
parecían a veces una justificación a sus envidias y cobardías…

Pero todo aquello ya no tenía importancia. Porque después él, Johannes había ido más lejos, mucho más lejos, y relegado a Copérnico al rango de simple predecesor, al mismo lugar al que el propio polaco había relegado a Aristarco y Tolomeo. ¿No había recibido a su vez el bastón de Euclides de las propias manos de Tycho, casi treinta años antes?

Johannes pensó un instante con orgullo que tal vez había sido digno de poseerlo. Gracias a él, en efecto, los pies del viajero podían asentarse con más firmeza en el camino abrupto que conducía a la Verdad del mundo, durante el eterno viaje que es la filosofía natural. El Universo se había hecho más simple, más armonioso, con la ayuda de las tres leyes de la perfección, ese secreto divino que hace girar los planetas en órbitas elípticas alrededor del Sol, su hogar.

Sí, todo gracias a él, a Johannes Kepler.

NOTAS DE AUTOR

L
a recreación, aunque sea libre, de un personaje real —en este caso Nicolás Copérnico—, que ha dejado su huella en la historia, no puede prescindir de apoyarse en fuentes fidedignas. Es de rigor que el novelista biógrafo se sumerja con pasión y minuciosidad en el dossier de su héroe, tal como lo ha ido acumulando la tradición histórica. Yo no he escapado a esa regla, y las fuentes antiguas y modernas que he consultado son demasiado numerosas para enumerarlas aquí
[1]
. Quiero recordar, no obstante, que los documentos originales (correspondencia, manuscritos, etc.) sobre la vida de Copérnico brillan por su ausencia. La biografía más antigua que poseemos del fundador de la nueva astronomía fue escrita cien años después de su muerte, por Pierre Gassendi (1592-1655). Este último, cuando compulsaba las cartas y los manuscritos dejados por Tycho Brahe para componer la biografía del célebre astrónomo danés, descubrió entre sus papeles unos versos latinos que Tycho había dedicado
post mortem
a Copérnico. Esa circunstancia fortuita inspiró a Gassendi la idea de reunir también las informaciones y notas relativas a Copérnico, y añadir, como suplemento a su voluminosa biografía de Tycho Brahe
[2]
, una corta reseña sobre el astrónomo polaco.

Esas cincuenta páginas son preciosas por los hechos y los detalles que incluyen. Probablemente Gassendi pudo consultar la correspondencia que se cruzaron Copérnico y Rheticus. También hubo de tener conocimiento de las cartas del obispo de Warmie, Dantiscus (algunas de ellas elogiosas, otras amenazadoras cuando se trataba de ordenar, reiteradamente, al recalcitrante canónigo que se separara de Ana, el ama con la que vivía en concubinato), y las cartas sin la menor duda amistosas del obispo de Kulm, Tiedemann Giese, el mejor amigo del astrónomo. Y fue en esa correspondencia donde Gassendi pudo reunir toda la información que necesitaba.

Es curioso que la mayor parte de los biógrafos de Copérnico no citen nunca el texto latino de Gassendi. Después, y posiblemente en parte debido a ello, de una manera progresiva y se diría que insidiosa, se ha ido montando en contra de Copérnico una especie de conspiración de olvido, o por lo menos una leyenda gris. Como lo ha recordado oportunamente Louis Figuier
[3]
, en el siglo XVII el nombre de Copérnico era muy conocido (Leibniz dio testimonio de su admiración por los conocimientos y el carácter de Copérnico, llamándole uno de los ocho sabios de la Tierra), pero la difusión de su libro, condenado en 1616 por la congregación del índice bajo el pontificado de Paulo V, fue muy escasa. En efecto, aparte la primera edición de 1543, casi imposible de encontrar, no hubo más que otras dos, una en 1566 y la otra en 1617.

Por una parte, el proceso a Galileo había mostrado hasta qué punto podía ser peligroso un elogio público a Copérnico y a su sistema. Polacos instruidos, que habían pasado un tiempo considerable recogiendo hechos y recuerdos relativos a su ilustre compatriota, no se atrevieron a publicar una historia de su vida, o si la publicaron, la Inquisición romana encontró la forma de hacerla desaparecer.

En el siglo XIX tuvieron lugar algunos intentos honorables: el eminente sabio François Arago escribió una hermosa reseña biográfica
[4]
, mientras que en Polonia, en 1818, Jean Sniadecki
[5]
, y más tarde, en 1847, Jean Czynski
[6]
, hicieron revivir (en polaco pero también en francés ¡tiempos felices de la francofonía!) el nombre del sabio más ilustre de su país.

Luego, algunos historiadores empezaron a difundir la imagen convencional del sabio solitario y temeroso, errando medio loco por su torre, sobre una laguna brumosa.

Otros insistieron en sus errores de cálculo, olvidando que Copérnico no disponía, por razones de peso, del observatorio de Tycho Brahe. ¿Por qué ese encarnizamiento? ¿Tenían esos biógrafos una visión excesivamente romántica del Renacimiento (heredada del Siglo de las Luces), que les llevaba a lamentar, por ejemplo, que Copérnico no fuera un mártir de la ciencia frente al oscurantismo medieval?

La guinda la puso Arthur Koestler en 1959, en un ensayo por lo demás apasionante,
Los sonámbulos
[7]
, al presentar al genio como un viejo canónigo timorato, rutinario, avaro, ingrato, hipocondríaco, libidinoso… En suma, cargado con todos los pecados capitales. Y Arthur Koestler no se para en barras: «De lejos, Copérnico parece un intrépido héroe revolucionario. A medida que nos aproximamos, lo vemos transformarse poco a poco en un pedante aburrido, desprovisto del olfato y de la intuición de sonámbulo de los verdaderos genios; es un hombre que, después de apoderarse de una buena idea, la convierte en un mal sistema, al dedicarse pacientemente a acumular los epiciclos y los deferentes en el más triste y más ilegible de los libros célebres».

De modo que me ha parecido urgente limpiar la imagen del «canónigo timorato» (tal es el título del capítulo que Koestler dedica a nuestro héroe) y devolverle su auténtica dimensión: bajo la pluma del novelista biógrafo, el canónigo blando y aburrido vuelve a convertirse en el arquetipo del hombre del Renacimiento que sin duda fue, enamorado de la vida, la buena mesa, las artes y las ideas nuevas.

Sin embargo, después de haber consultado las fuentes antiguas y modernas, no he pretendido plasmar tanto la estricta realidad histórica de Copérnico, como su verdad oculta. Su secreto. Porque hay un secreto. ¿Cómo un hombre que, aparentemente, no se distinguía en nada de los demás hombres, se atrevió a derribar quince siglos de astronomía? ¿Por qué prodigio, por qué gigantesco esfuerzo del pensamiento pudo sacar a la Tierra del centro del Universo y colocar en su lugar al Sol? Se necesitaba un genio de una singular rebeldía para atreverse a romper con los viejos sistemas, recibidos con un respeto supersticioso y transmitidos como artículos de fe por profesores que, sin más ambición que hacerlos un poco menos oscuros, no osaban plantear la menor duda acerca del legado que venía de las antiguas escuelas.

Por supuesto, antes que Copérnico hubo otros hombres, y no de los menores, que intuyeron ese enorme trastorno del cosmos. Plutarco cuenta del sistema de Filolao que en él la Tierra gira alrededor de la región de fuego recorriendo el zodíaco, igual que el Sol y la Luna. Los principales pitagóricos enseñaban la misma doctrina. La Tierra, según ellos, no está inmóvil en el centro del mundo; gira en círculo, y está lejos de ocupar el primer lugar entre los cuerpos celestes. Timeo de Lócride llamaba a los cinco planetas conocidos los «órganos del tiempo», a causa de sus revoluciones, y añadía que era preciso suponer que la Tierra no era inmóvil, sino que por el contrario giraba sobre sí misma y se trasladaba en el espacio. Y, sobre todo, lo intuyó Aristarco de Samos, mucho tiempo antes que Tolomeo
[8]
. Pero, cosa curiosa, las primeras menciones de ese otro sabio alejandrino no fueron exhumadas de los sótanos del Vaticano hasta un año después de la muerte de Copérnico. Mucho más próximos a él, Nicolás de Cusa, Regiomontano, Marsilio Ficino y su propio maestro Novara, no se sintieron satisfechos con el sistema astronómico de Tolomeo.

Así pues, aquellos hombres extraordinarios intuían que el Universo no podía ser tal como lo había descrito Tolomeo. Su sistema era demasiado complicado, y a fuerza de remiendos tenía todo el aspecto de un monstruo horrible. ¿Por qué no se atrevieron entonces a acabar con él? Poseían genio para hacerlo y no les amenazaban la hoguera ni el índice. Al contrario, parecía que la Iglesia romana lo estaba deseando, no aspiraba sino a que fuera revelada la Creación en toda su belleza y equilibrio. Y, sin embargo, no se atrevieron. Fue uno de sus más oscuros discípulos quien se encargó de hacerlo.

Tal vez hablaron del tema entre ellos, en el seno de las academias que florecían en aquella época en las ciudades italianas, en las que se reunían las mentes más preclaras a la manera de Pitágoras y sus discípulos. Tanto como éstos temían la escritura, de la que pensaban que mataba la memoria y el discurso, desconfiaban aquéllos de la imprenta, que editaba sin criterio lo mejor y lo peor, y si ayudaba por un lado a reconstruir el templo armonioso levantado por los antiguos, por otro lado difundía entre la muchedumbre las necedades acumuladas durante los siglos oscuros. La imprenta iba a engendrar los peores desórdenes, en tanto que ellos se afanaban en descubrir el gran orden del Universo. Así Marsilio Ficino, el hombre que, sin embargo, hizo renacer completos a Platón y a Aristóteles al traducirlos al latín, se encolerizaba porque otros hacían lo mismo con Arquímedes, Tolomeo y los geómetras alejandrinos, temeroso de que, si se daba una explicación mecánica del Universo al alcance de todos, el hombre, para quien ese Universo había sido creado, olvidaría o negaría a Aquel que lo creó.

Esa desconfianza de los grandes espíritus de la época hacia lo impreso, y la parsimonia con la que se sirvieron de ese recurso, tal vez explica en parte la extraña fórmula utilizada por Copérnico en su prefacio a
Sobre las Revoluciones
, dirigido al papa Paulo III, donde afirma haber dudado en «dar a la luz la obra que había estado oculta en mi interior no ya nueve años, sino ya muy cerca de cuatro veces nueve años». La alusión jocosa al tiempo de la gestación de la mujer esconde sin duda otros símbolos pitagóricos, tales como las nueve musas, o las nueve esferas celestes en las que Hesíodo decía haberse inspirado al principio de su
Teogonia
; pero, sobre todo, el nueve era el número de Prometeo.

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