El Cortejo de la Princesa Leia (9 page)

La drackmariana alargó un brazo y sus garras se hundieron unos milímetros en la muñeca de Han.

—Quieeeeeto —siseó—. Otrrrra maaaaaaano.

Han pensó a toda velocidad mientras intentaba fingir calma. Tenía la boca y la lengua resecas, pero en vez de lamerse los labios lo que hizo fue apurar una jarra de cerveza corelliana sazonada con especias.

—¿Doble o nada? —preguntó por fin.

La drackmariana asintió y los tubos de metano que se introducían en su casco oscilaron. De entre todos los adversarios contra los que había estado jugando Han, ella era la única que podía poseer lo que quería obtener. Han quería un mundo. Había tanto dinero encima de la mesa que Omogg no podía ofrecer nada de menos valor que un planeta habitable.

Omogg habló en susurros con un androide de seguridad que estaba medio oculto entre las sombras detrás de ella, y el androide giró sobre sí mismo enfilando su armamento hacia Han. Después abrió una bóveda que había disimulada en su parte central, y la drackmariana metió una manaza dentro de ella y extrajo un holocubo.

—Lleeeeeva muchas generrrrrraciones siendo propiedaaaaad de la famiiiiilia —dijo—. Vale dos mil cuatrrrrrrocientos millones de crrrrrréditos, y estoy dispuesta a venderte un interrrrrrés de un terrrrcio. Si gaaaaanas la próxima maaaaano, el planeeeeeeta serrr-rrá tuyo. Si yo gano, taaaaanto el planeta como los crrrrrréditos serrrrraaaaaán míos.

Una garra arañó el botón activador del holocubo, y la imagen de un planeta apareció de repente en el aire. Era un mundo de clase M, con atmósfera de nitrógeno y oxígeno, y tres continentes en un vasto océano. El holograma empezó a rotar mostrando una serie de imágenes de rebaños de bestias de dos patas que se inclinaban para pastar en una inmensa llanura purpúrea, un sol azulado poniéndose sobre una jungla tropical, y una bandada de pájaros de colores deslumbrantes que volaban a toda velocidad sobre el océano haciendo pensar en un montón de cuentas de cristal multicolor desparramadas sobre un suelo de baldosas azules. Todo era perfecto y maravilloso.

Han estaba empezando a sudar de nuevo.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Daaaaaathommmmirrrrrr —jadeó la drackmariana.

—¿Dathomir? —repitió Han, fascinado.

Chewbacca lanzó un gruñido de advertencia y puso una garra sobre el brazo de Han suplicándole que no corriera riesgos.

Cetrespeó se inclinó sobre Han, y la dicción impecable de sus circuitos vocalizadores se abrió paso a través de las nubes de humo.

—Señor, ¿me permite recordarle que las probabilidades de que alguien gane nueve manos seguidas son de una entre ciento treinta y una mil setenta y dos?

Cuando Leia respondió al tintineo de la campanilla de su puerta en el consulado de Alderaan, se encontró con Han, bañado en sudor, el cabello revuelto y la ropa llena de arrugas. Apestaba a humo, y en cuanto la vio le dirigió una sonrisa de oreja a oreja. Sus ojos inyectados en sangre estaban llenos de alegría. En su mano había una cajita envuelta en papel dorado.

—Oye, Han, si has vuelto para disculparte te perdono, pero la verdad es que ahora estoy ocupadísima y no tengo ni un segundo libre. Se supone que he de reunirme con el príncipe Isolder dentro de unos minutos, y un espía de los barabels quiere hablar conmigo.

—Ábrelo —dijo Han poniendo la caja en su mano—. Venga, ábrelo...

—¿Qué es? —preguntó Leia.

De repente se dio cuenta de que lo que envolvía la caja no era papel dorado para regalos, sino una delgada lámina de oro flexible.

—Es tuyo —dijo Han.

Leia deshizo el nudo del cordel y apartó la lámina de oro. Era una ficha de registro, de la variedad antigua que llevaba un holocubo incorporado. Leia pulsó el interruptor, y vio como el planeta se materializaba en el aire delante de ella en una imagen registrada desde el espacio que mostraba todo el globo: unas delgadas nubes rosáceas brillaban en el borde del terminador, separando el día de la noche, y grandes nubarrones de tormenta se arremolinaban surgiendo del océano. Al fondo flotaban cuatro pequeñas lunas. Leia estudió los continentes cubiertos por el verdor de la vida, las inmensas sabanas purpureas y los exquisitamente diminutos casquetes polares.

—Oh, Han... —murmuró con voz entrecortada por la emoción. Todo su rostro parecía haberse iluminado como bajo los efectos de una claridad interior—. ¿Cómo se llama?

—Dathomir.

—¿Dathomir? —Leia frunció el ceño en un visible esfuerzo de concentración—. He oído hablar de él..., en algún sitio. ¿Dónde se encuentra? —añadió, convirtiéndose en la mujer práctica y decidida que podía ser cuando era necesario.

—En el sistema de Drackmar. Lo gané jugando a las cartas con una señora de la guerra llamada Omogg.

Leia contempló el holograma y fue siguiendo la secuencia hasta que volvió a mostrar la primera imagen: unos gigantescos animales verdes, posiblemente reptiles, que pastaban en una llanura púrpura.

—No puede estar en el sistema de Drackmar —dijo, muy segura de sí misma—. Sólo tiene un sol.

Leia fue hasta su consola, tecleó el código de la red de ordenadores de Coruscant y pidió las coordenadas de Dathomir. Los gigantescos bancos de datos debieron necesitar algún tiempo para localizar los archivos, pues tuvieron que esperar casi un minuto antes de que las coordenadas aparecieran en la pantalla. Leia se volvió hacia Han, y vio cómo su alegría casi frenética desaparecía para ser sustituida por un fruncimiento de ceño.

—Pero... ¡Pero eso no puede ser! —exclamó—. Esas coordenadas están en el sector de Quelii... ¡Es territorio del señor de la guerra Zsinj!

Leia sonrió con tristeza y le revolvió los cabellos con la mano como si fuera un niño.

—Oh, mi encantador y despeinado pastor de nerfs... Sabía que era demasiado bueno para ser verdad. Aun así, ha sido muy amable por tu parte ofrecérmelo. ¡Siempre eres muy bueno conmigo, Han!

Le dio un rápido beso en la mejilla.

Han retrocedió un paso. Parecía perplejo.

—¿Está en..., en el sector Quelii?

—Ve a dormir un rato —le dijo Leia, como si estuviera un poco preocupada por Han—. Pensar en ello no te hará ningún bien. Esto debería enseñarte que nunca hay que jugar a las cartas con un habitante de Drackmar.

Le escoltó hasta la puerta del consulado de Alderaan, y Han se quedó inmóvil junto a la entrada durante un momento frotándose los ojos e intentando mantenerse despierto y pensar al mismo tiempo. Después levantó la vista hacia los gigantescos edificios que se alzaban sobre su cabeza, y vio que los rayos de luz que se deslizaban entre ellos eran tan pálidos y débiles como si el sol estuviera atrapado bajo el grueso dosel de una jungla.

Se había imaginado que a Leia le encantaría su nuevo mundo, y había imaginado cómo se derrumbaría en sus brazos abrumada por la alegría. Había planeado esperar hasta ese momento, y luego pedirle que se casara con él; pero lo único que había obtenido de la partida era una propiedad inmobiliaria que no valía absolutamente nada, y, además, Leia le había revuelto el pelo como si Han fuera su hermanito pequeño. «Probablemente tenga un aspecto bastante estúpido en estos momentos —pensó Han—. Sí, parezco un estúpido y además estoy hecho un desastre...» Metió la mano en el bolsillo y agitó el dinero que había dentro haciéndolo tintinear. Tenía una cantidad de fichas de crédito suficiente para poder recuperar el
Halcón,
ya que afortunadamente Chewbacca había sido lo bastante previsor como para sacar un puñado de fichas de sus ganancias antes de la última partida. Casi dos mil millones de créditos ganados y perdidos... Han se sentía demasiado viejo para llorar, pero le faltó muy poco para hacerlo. Empezó a caminar con paso tambaleante por las calles grises de Coruscant para volver a un pequeño apartamento que tenía en el planeta, y esperó poder dormir un rato en cuanto llegara a él.

—No tendrías que acudir a esa cita —dijo Isolder—. No me gusta nada la idea de que viajes sola por el submundo.

Leia miró al príncipe y le sonrió con afable tolerancia. Después de todo, lo único que deseaba era protegerla, pero Leia había pasado los dos últimos días tropezando a cada momento con sus guardaespaldas, y estaba empezando a preguntarse si Isolder no se estaría excediendo en la protección.

—No me ocurrirá nada —le dijo—. Ya he tenido que vérmelas con tipos parecidos en otras ocasiones.

—Si su información es tan importante, ¿por qué no te la ha proporcionado ya? —le preguntó Isolder—. ¿Por qué insiste en verte?

—Es un barabel. Ya sabes lo paranoicos que pueden llegar a ponerse los depredadores cuando están convencidos de que alguien anda detrás de ellos, ¿no? Además, si realmente tiene información sobre las fechas de ataque y los planes de batalla, voy a necesitar esa información antes de que vayamos al sistema de Roche. Hay que advertir a los verpines.

Isolder la estudió con su mirada límpida y profunda. Llevaba una media capa amarilla, un enorme cinturón dorado y gruesos brazaletes dorados que acentuaban el color bronce de su piel. Dio un paso hacia adelante y le puso las manos sobre los hombros con mucha delicadeza, y el contacto hizo que Leia sintiera un cosquilleo en la piel.

—Si insistes en ir al submundo, entonces iré contigo. —Leia se dispuso a protestar, pero Isolder le rozó los labios con un dedo—. Te ruego que me lo permitas... Sospecho que tienes razón. Sospecho que no ocurrirá nada, pero si te ocurriera algo no me lo perdonaría nunca y no podría seguir viviendo.

Leia le miró a los ojos y sintió el deseo de protestar, pero lo cierto era que se habían producido amenazas contra su vida. Isolder había dado a entender que ciertas facciones de Hapes no estarían de acuerdo con el matrimonio, y Leia ya había recibido informes de las redes de espionaje de la Nueva República en los que se aseguraba que los señores de la guerra del otro confín de la galaxia estaban haciendo esfuerzos para sabotear la unión matrimonial. No querían que las flotas hapanianas añadieran sus naves a las de la Nueva República. Leia ya estaba empezando a hacerse una idea de lo que significaría ser como la Reina Madre y contar con su poder.

—De acuerdo, puedes acompañarme —dijo.

Leia admiraba a Isolder por haber tenido la cortesía de pedirle permiso para acompañarla. Han se lo habría exigido. Se preguntó si los magníficos modales de Isolder eran una parte natural de su personalidad, o si los había adquirido sencillamente por haber sido criado en una sociedad matriarcal donde se mostraba mucho más respeto hacia las mujeres. Fuera cual fuese la razón, a Leia le parecían encantadores.

Isolder la cogió del brazo, y fueron hacia la acera flanqueados por las amazonas-guardaespaldas de éste para esperar debajo de la gran puerta de mármol de entrada y salida de vehículos a que llegara el aerodeslizador de Leia. El viejo Threkin Horm apareció por la calle sentado sobre su sillón repulsor y fue hacia ellos acompañado por el zumbido de los motores. Las espaciosas calles de esa parte de la ciudad estaban casi desiertas a aquella hora de la mañana, y sólo se veía a una pareja de ishi tibs dando un paseo y a un viejo androide que estaba pintando las farolas. Threkin les saludó jovialmente, como si su encuentro hubiera sido fruto de la casualidad, pero después no sólo no dio ninguna señal de querer marcharse, sino que presionó el botón que desactivaba su sillón y se quedó junto a ellos esperando la llegada del aerodeslizador.

—He oído comentar que arriba hace un día tan precioso que casi siento la tentación de tomar un baño de sol —dijo moviendo la cabeza hacia los edificios que se alzaban sobre ellos y los aerodeslizadores que iban y venían por entre los rayos de sol que caían en ángulo sobre la ciudad—. No sé, quizá lo haga... —añadió.

Los dedos de Isolder se curvaron con ternura sobre el brazo de Leia, y de repente Leia se encontró deseando que Threkin se esfumará lo más deprisa posible. Alzó la mirada hacia Isolder, y él le sonrió como si estuviera compartiendo su pensamiento.

—¡Ah, aquí viene su vehículo! —exclamó Threkin.

Un aerodeslizador negro avanzó por la calle, redujo la velocidad y giró para ir hacia ellos. El cristal ahumado de la ventanilla lateral se hizo añicos de repente al ser atravesado por el cañón de un desintegrador.

—¡Al suelo! —gritó una de las guardaespaldas de Isolder.

La mujer saltó colocándose delante de Leia justo cuando la primera salva de rayos rojizos hendió el aire. Un rayo chocó contra su pecho, la levantó del suelo y la hizo salir despedida hacia atrás. Una rociada de gotitas de sangre brilló en el aire, y Leia pudo oler la pestilencia familiar del ozono y la carne calcinada.

Threkin Horm lanzó un gemido ahogado y presionó un botón de su sillón repulsor, y un instante después salió disparado en dirección sur tan deprisa como si el sillón fuera un dardo de superficie mientras gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.

Isolder empujó a Leia poniéndola a cubierto detrás de una de las grandes columnas de la puerta de vehículos, y pareció convertirse en un torbellino de movimientos. Se quitó su cinturón de un manotazo y sostuvo una parte de él —un pequeño escudo dorado— en su mano izquierda mientras en su mano derecha aparecía un pequeño desintegrador. Leia oyó un zumbido y una segunda andanada surgió del aerodeslizador, pero los rayos rojizos hicieron impacto en el aire delante de ellos y estallaron sin causarles ningún daño.

Una delgada calina iridiscente de forma circular con los bordes blancos había surgido de la nada y chisporroteaba delante de Isolder, como un anillo alrededor de una luna en una noche fría. «Un escudo personal», comprendió Leia, y fue repentinamente consciente de que la segunda amazona-guardaespaldas estaba detrás de ella y que aprovechaba la protección del escudo para gritar por un comunicador portátil solicitando refuerzos.

Un torbellino de energía desintegradora pasó silbando junto a la cabeza de Leia para estrellarse contra el mármol por encima de ellos, y Leia giró sobre sí misma. El androide que había estado pintando las farolas en la esquina les estaba disparando con un desintegrador.

—¡Acaba con el androide, Astarta! —gritó Isolder.

El escudo del príncipe no podía protegerles del fuego cruzado, y las columnas de mármol no les ofrecían mucha cobertura. Leia se lanzó sobre el desintegrador de la amazona muerta y disparó dos rayos que bastaron para hacer que el androide se escondiera detrás de la farola que había estado pintando. Sólo entonces se fijó en el torso extrañamente erguido, la cabeza en forma de bala y la longitud de las piernas. Era un androide asesino, un modelo Eliminador 434. Astarta también empezó a disparar contra él.

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