El Cortejo de la Princesa Leia (5 page)

»Cuando el Emperador murió, creí que habíamos vencido; pero a cada momento que pasa vuelvo a darme cuenta de que estamos luchando con algo tan enorme, tan monstruoso... Cada vez que parpadeo, otro gran almirante anuncia otro grandioso plan de unificación, o un general de sector del que nadie había oído hablar hasta ese momento levanta su fea cabeza. Algunas noches sueño que estoy luchando con una bestia entre la niebla, una bestia enorme que ruge y devora... No puedo ver su cuerpo, pero su cabeza emerge de repente de la niebla, con los ojos llameantes, y yo me enfrento a ella con un hacha, y por fin consigo cortarle la cabeza. Unos momentos después oigo rugidos entre la niebla, y eso quiere decir que a la bestia le ha crecido una nueva cabeza. No puedo ver de dónde viene, no puedo ver el cuerpo... Sé que está ahí, pero es invisible. Hemos perdido tantas cosas y a tantos, y seguimos sufriendo pérdidas a cada momento...

—¿Te refieres a la guerra? —preguntó Leia—. Sí, supongo que en el frente debe producir esa impresión —dijo intentando calmarle—. Los señores de la guerra se alimentan del miedo y la codicia, al igual que el Imperio al que servían antes; pero como diplomática, casi todo lo que veo son victorias. A cada día que pasa, otro mundo se une a la Nueva República. Cada día hacemos algún pequeño progreso... Puede que estemos perdiendo unas cuantas batallas, pero estamos ganando la guerra.

—¿Y si el Imperio estuviera perfeccionando sus sistemas de camuflaje para aplicarlos a sus Destructores Estelares? —preguntó Han—. No paramos de oír rumores al respecto... ¿Y si Zsinj o algún otro gran almirante construye otra nave como el
Puño de Hierro,
o una flota entera de ellas?

Leia tragó saliva.

—Entonces seguiríamos luchando —dijo—. Un Super Destructor Estelar de ese tamaño necesita mucha energía para funcionar. Zsinj nunca podría permitirse utilizar más de uno o dos al mismo tiempo... Los costos son demasiado altos, y al final acabaríamos dejándole sin recursos.

—Esta guerra no ha terminado —dijo Han—. Puede que no termine durante nuestras vidas.

Leia nunca había visto a Han tan sombrío y abatido, tan agotado y falto de energías.

—Si no podemos conseguir la paz para disfrutarla nosotros mismos, entonces lucharemos por nuestros hijos —respondió.

Han se echó hacia atrás y apoyó la cabeza sobre los senos de Leia, y Leia comprendió que estaba pensando. Había dicho «nuestros hijos», y Han estaría pensando en los hapanianos.

—He de admitir que hoy los hapanianos han hecho una oferta muy tentadora —dijo Han—. Siempre oyes rumores sobre las riquezas de los «mundos escondidos», pero... ¡Uf! ¿Viste una parte muy grande de Hapes cuando estuviste allí?

—Sí —respondió Leia con firmeza—. Deberías ver lo que las Reinas Madres han ido construyendo a lo largo de los siglos, Han. Sus ciudades son preciosas: tranquilas, majestuosas... Pero no se trata sólo de las casas o de las fábricas. Es su gente, sus ideales... Se respira una sensación de..., de paz.

Han alzó la mirada hacia los ojos de Leia, que habían adoptado repentinamente una expresión soñadora.

—Estás enamorada —dijo.

—No, no lo estoy —replicó Leia.

Pero Han se retorció de repente y la agarró por los hombros.

—Sí, lo estás. —La miró fijamente—. Escucha, cariño, puede que no estés enamorada de Isolder, ¡pero te has enamorado de su mundo! Cuando el Emperador destruyó Alderaan, destruyó todo lo que amabas, todo aquello por lo cual estabas luchando... No puedes borrar eso, Leia. ¡Echas de menos tu hogar!

Leia contuvo el aliento y comprendió que Han tenía razón. Sí, era verdad. Nunca había dejado de llorar Alderaan y los amigos perdidos, y la gracia y la sencillez de la arquitectura de Hapes hacía que existiera una cierta similitud entre los dos mundos. Los habitantes de Alderaan habían sentido un respeto tan grande hacia la vida que se negaron a construir sus ciudades en las llanuras porque quienes vivieran en ellas pisotearían la hierba. Sus majestuosas ciudades se alzaban hacia el cielo desde las cimas de acantilados de caliza entre las extensiones ondulantes de los campos, o se incrustaban como cuñas en las cañadas bajo el hielo polar, o eran sostenidas por soportes gigantescos en los poco profundos mares de Alderaan.

Leia se tapó los ojos con la mano. Las lágrimas habían empezado a acumularse en ellos. Aquéllos habían sido tiempos mucho más sencillos.

—Vamos, vamos... —murmuró Han, y le apartó la mano de los ojos y se la besó—. No hay por qué llorar.

—Todo es tan complicado y difícil... —dijo Leia—. Esta misión diplomática ante los verpines, las batallas con los señores de la guerra... He estado trabajando muy duro, y me he encargado de una misión detrás de otra; y mientras hacía todo eso albergaba la esperanza de que encontraríamos un mundo que pudiera servirnos de hogar, pero nada parece salir bien.

—¿Qué hay del Nuevo Alderaan? Los Servicios de Mantenimiento te han encontrado un lugar muy bonito.

—Y hace cinco meses fue descubierto por algunos de los agentes de Zsinj. Tuvimos que evacuarlo, al menos temporalmente.

—Estoy seguro de que ya aparecerá algún otro sitio.

—Quizá, pero aun suponiendo que encontremos algo, no será como el hogar —dijo Leia—. Nos hemos estado reuniendo cada mes con el Consejo de Alderaan. Hemos discutido la posibilidad de terraformar uno de los planetas de nuestro propio sistema, crear una estación espacial o comprar otro mundo, pero la gran mayoría de refugiados de Alderaan son comerciantes pobres o diplomáticos que se encontraban fuera del planeta cuando el Imperio atacó. No disponemos de las enormes cantidades de dinero que se necesitan para comprar un planeta o terraformarlo. Eso nos dejaría en la miseria durante generaciones... Y mientras tanto los exploradores están buscando algún planeta del confín de la galaxia que no figure en los mapas, pero nuestros comerciantes no están de acuerdo con esa solución y tienen muchas razones para no estarlo. Ya han establecido rutas comerciales a otros planetas, y no podemos pedirles que se aislen de sus fuentes de ingresos. Nos estamos aproximando a un callejón sin salida, y algunos miembros del consejo están a punto de rendirse.

—¿Y qué hay de los regalos que te entregaron hoy los hapanianos? Podrían serviros de mucho como cuota de pago inicial en la compra de un planeta.

—No conoces a los hapanianos. Sus costumbres son muy estrictas, Han. Si acepto sus regalos, estoy accediendo a un trato de la variedad todo-o-nada... Si no me caso con Isolder, tendré que devolver todo lo que me han regalado.

—Pues entonces devuélveselo todo —dijo Han—. Creo que no deberías tener nada que ver con los hapanianos, Leia. Son mala gente.

—Ni siquiera les conoces —respondió Leia, asombrada al ver que Han era capaz de decir cosas semejantes sobre una cultura que abarcaba docenas de sistemas estelares.

—Y supongo que tú sí, ¿verdad? —contraatacó Han—. ¿Es que una semana de lavado de cerebro a cargo de sus jefes de propaganda en Hapes te ha convertido en una experta sobre su civilización?

—Estás hablando de todo un cúmulo estelar —dijo Leia—. Hablas de miles de millones de personas... Hasta el día de hoy nunca habías visto a un hapaniano. ¿Cómo puedes hablar así de ellos?

—Los hapanianos han mantenido cerradas sus fronteras durante más de tres mil años —dijo Han—. He visto con mis propios ojos lo que ocurre cuando te acercas demasiado a ellos. Créeme, Leia, están ocultando algo...

—¿Ocultando algo? No tienen nada que ocultar. Lo único que tienen es una forma de vida tranquila y apacible que creen está amenazada por las influencias exteriores.

—Si esa Reina Madre suya es tan fantástica, ¿por qué iba a sentirse amenazada por nosotros? —le preguntó Han—. No, princesa... Está escondiendo algo. Está asustada.

—No puedo creerlo —dijo Leia—. ¿Cómo puedes llegar a pensar algo semejante? Si la situación fuera realmente tan terrible en el cúmulo de Hapes, ¿no crees que veríamos desertores o refugiados? Nadie se marcha nunca de allí.

—Quizá se deba a que no pueden salir de allí —dijo Han—. Puede que esas patrullas hapanianas hagan algo más que mantener alejados a los que podrían crearles problemas...

—Eso es absurdo —dijo Leia—. Te estás volviendo paranoico.

—Paranoico, ¿eh? ¿Y tú, princesa? ¿Es que unas cuantas baratijas te han cegado hasta el extremo de que eres incapaz de ver lo que tienes delante de los ojos?

—Oh, pareces tan seguro de ti mismo... ¿Realmente te sientes tan amenazado por Isolder?

—¿Amenazado? ¿Por esa montaña de músculos? ¿Yo? —Han se señaló el pecho—. ¡Por supuesto que no!

Leia sabía que estaba mintiendo.

—Entonces no te importará que cene a solas con él esta noche, ¿verdad?

—¿Vas a cenar con él? —preguntó Han—. ¿Por qué debería importarme que Isolder vaya a cenar con la mujer a la que amo, la mujer que afirma estar enamorada de mí?

—Oh, eres realmente encantador... —dijo Leia con sarcasmo—. Había venido aquí para invitarte a esa misma cena, pero ahora pienso que quizá, y fíjate que he dicho quizá, será mejor que te deje seguir sentado en tu rincón para que disfrutes royendo tus mezquinas fantasías de celos.

Leia salió de la sala de control del
Halcón Milenario
hecha una furia.

—Bueno, estupendo... ¡Te veré en la cena! —le gritó Han mientras se iba, y después golpeó una pared con el puño.

Después de que Leia se hubiera marchado, Han se concentró en el
Halcón
y siguió trabajando en la nave hasta que su mente se entumeció y el sudor chorreó por su cara. Utilizó unos cuantos trucos que había aprendido para mejorar los escudos deflectores de energía traseros elevando su eficiencia en un catorce por ciento sobre el índice de eficiencia máxima anterior, y después se metió debajo de la nave para trabajar en las torretas giratorias mientras Chewie se quedaba a bordo y sacaba las lentes de centrado principal de los desintegradores ventrales. Dos horas de duro trabajo más tarde, una delegación con el gordo y viejo Threkin Horm al frente entró en el muelle de atraque. El presidente del Consejo de Alderaan avanzó flotando sobre su sillón repulsor y guió al príncipe Isolder, las guardaespaldas del príncipe y media docena de políticos de segunda fila llenos de curiosidad por el hangar.

—Como pueden ver, éste es uno de nuestros muelles de reparaciones —dijo Threkin Horm con su inconfundible voz nasal mientras introducía firmemente un pulgar entre su tercera y su cuarta papada—. Y éste es nuestro estimado general Han Solo, un héroe de la Nueva República, que está trabajando en su nave..., eh..., uh..., particular, el
Halcón Milenario.

El príncipe Isolder contempló con gran atención el
Halcón
y recorrió con la mirada el oxidado casco exterior y la extraña panoplia de componentes. Han no habría sabido explicar por qué, pero nunca se había sentido tan incómodo y avergonzado en todos los años que llevaba siendo capitán del
Halcón.
La nave parecía un auténtico montón de chatarra depositado sobre el reluciente suelo negro de un Destructor Estelar. Isolder era más alto que Han, y su robusto pecho y musculosos brazos resultaban vagamente intimidantes, pero no tanto como su majestuoso porte o la tranquila energía de su rostro, los ojos color gris mar, la nariz impecablemente recta y la abundante cabellera que se desparramaba sobre sus hombros. Se había cambiado de ropa, y llevaba una media capa de seda distinta de la anterior sobre un peto blanco muy ceñido que no ocultaba los músculos que parecían esculpidos en su estómago ni el intenso bronceado del príncipe. Isolder parecía un dios bárbaro que hubiese cobrado vida.

—Han es un viejo amigo de Su Alteza la Princesa Leia Organa —añadió Threkin Horm—. De hecho, y si no estoy equivocado, le ha salvado la vida en varias ocasiones...

Isolder concentró su atención en Han y le sonrió afablemente.

—Así que no sólo es usted el amigo de Leia, sino también su salvador, ¿verdad? —preguntó, y Han creyó ver auténtica gratitud en sus ojos—. Nuestro pueblo ha contraído una gran deuda con usted.

La voz potente y suave de Isolder tenía un acento bastante extraño. Las vocales largas quedaban muy marcadas, como si el príncipe temiera no pronunciarlas con suficiente claridad al hablar.

—Oh, supongo que se podría decir que soy más que su salvador —respondió Han—. Para ser exactos, ella y yo estamos enamorados.

—¡General Solo! —balbuceó Threkin, pero el príncipe Isolder alzó una mano.

—No, no... —dijo Isolder—. Leia es una mujer muy hermosa, y me parece muy comprensible que se haya sentido atraído hacia ella. Espero que mi aparición aquí no haya resultado demasiado... perturbadora.

—La palabra adecuada es «irritante» —replicó Han—. Quiero decir que... Bueno, no es que desee verle muerto ni nada por el estilo, príncipe. Neutralizado... Sí, eso quizá sí, pero no muerto.

—¡Os pi-pido dis-disculpas, príncipe Isolder! —tartamudeó Threkin, y después fulminó con la mirada a Han—. Esperaba más educación de un general de la Nueva República. Pensaba que al menos sabría cómo debe comportarse...

El fruncimiento de ceño de Threkin sugería que si tuviera algún grado de control sobre ese tipo de decisiones, Han estaría corriendo un serio peligro de perder su rango.

Isolder contempló en silencio a Han durante unos momentos y después se inclinó levemente ante él, con lo que los mechones de su larga cabellera rubia bailaron sobre sus hombros, y le sonrió.

—Le aseguro que no me siento ofendido —dijo—. El general Solo es un guerrero, y desea luchar por la mujer a la que ama. Ésa es la forma de ser del guerrero...

»Bien, general Solo, ¿tendría la bondad de enseñarme el interior de su nave?

—Será un placer, Alteza —respondió Han, y precedió a Isolder por la pasarela de acceso.

Threkin Horm emitió un balbuceo ininteligible e intentó seguirles, pero dos de las mujeres que actuaban como guardaespaldas de Isolder se interpusieron en su camino. Una hermosa pelirroja dejó caer su mano sobre la culata de su desintegrador como en un gesto casual, y una alarma silenciosa sonó en la mente de Han. Había visto a personas como ella con anterioridad, personas muy seguras de sí mismas y tan familiarizadas con sus armas que el desintegrador casi parecía una extensión de sus cuerpos. Aquella mujer era peligrosa. Threkin Horm también debió comprenderlo, pues detuvo inmediatamente su sillón repulsor.

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