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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (5 page)

—Pero ellos no estaban al frente de la nave.

—Jamás conseguirá que el capitán sea juzgado por un tribunal inglés.

—Quiero que se castigue a los responsables directos de la muerte de mi esposa.

Norton miró por la ventana. Hardin observó el movimiento de sus pupilas azules, que se paseaban de un lado a otro como si el abogado estuviera leyendo alegatos impresos en su cerebro. Luego el hombre se volvió otra vez hacia él con una sonrisa.

—Podríamos proceder contra el barco.

—¿A qué se refiere?

—Podríamos embargarlo: hacer que se «detuviese» al buque.

—¿Cómo quedaría «detenido»?

—Es una antigua costumbre. Pero perfectamente válida. Un alguacil del Almirantazgo clavaría una orden de detención en el palo y lo mantendría bajo arresto hasta que se celebrara el juicio.

—¿Retendría al barco?

—En realidad, tendría que usar cinta adhesiva. Es difícil clavar un clavo en un palo metálico.

—¿Retendría el barco? —repitió Hardin, interesado por la idea de que fuera posible emprender una acción tan material y directa.

—Hasta que los propietarios pagaran la fianza. Entonces, naturalmente…

—Oh —exclamó desilusionado Hardin—. Pagarían el dinero y se largarían.

—Sin embargo —puntualizó Norton— todo esto es bastante especulativo por el momento. Primero tendríamos que convencer al tribunal del Almirantazgo de la validez de su alegación. El peso de la prueba recaería sobre usted —añadió un poco incómodo.

—Mi mujer ha muerto —dijo Hardin—. Mi barco está hundido. Me encontraron en la playa.

—Eso no prueba nada.

—¿Quiere decir que no puedo alegar nada, a menos que la tripulación del
Leviathan
reconozca que me arrolló?

—Lo siento.

Cuando Norton se hubo marchado, Hardin lo comprendió todo. El abogado había ido a verle por deferencia hacia Bill Kline, aun cuando sabia que nada podía hacer para ayudarle, y le había ido exponiendo cortésmente los hechos hasta hacerle comprender cuál era realmente la situación.

Cuando la mancha negra volvió a acercársele, tenía una apariencia demasiado real para ser un sueño. Hardin la esquivó, dando gracias al instinto, cualquiera que fuera, que le había permitido distinguir entre pesadilla y realidad.

Una patrulla de la policía lo encontró renqueando descalzo en un camino oscuro y le condujo otra vez al hospital.

—Buenos días —dijo la doctora Akanke. Le enfocó los ojos con una linterna y le tomó el pulso—. Tiene mucho mejor aspecto.

Hardin asintió con la cabeza. Su cuerpo empezaba a recordarle lo que solía ser antes.

—¿Sabe que ha dormido dos días seguidos? Hardin se encogió de hombros.

—Estábamos empezando a considerar la posibilidad de practicar una taxidermia.

Hardin desvió los ojos de la ventana para fijarlos en la cara de la doctora. Ésta ni siquiera había esbozado una sonrisa. Incluso sus ojos castaños permanecían impasibles. Le introdujo un termómetro electrónico entre los labios. Parecía un termómetro de vidrio y mercurio corriente, pero era de aluminio y en vez de estar graduado en un costado, tenía un diminuto indicador del tamaño de una uña.

Hardin volvió la cabeza para que ella no viera cómo apretaba el instrumento metálico con los dientes.

La doctora puso ojos de asombro cuando retiró el termómetro de su boca.

—¿Ocurre algo? —preguntó Hardin.

—Tiene cuarenta y dos grados de temperatura.

—Me noto un poco caliente.

La doctora le puso una mano en la frente y sus hombros se relajaron con un suspiro de alivio.

—No tiene nada. Debe haberse roto.

—Pruebe otra vez —sugirió Hardin.

Ella bajó el termómetro y se lo puso en la boca. Hardin se lo devolvió al cabo de un instante.

—Treinta y siete. Mucho mejor. Todavía tiene un poco de fiebre.

Se quedó mirando el termómetro dudosa.

—Es curioso. Es la primera vez que me falla.

Hardin se lo cogió de las manos, se lo metió en la boca y apretó los dientes.

—Ahora marca cuarenta y uno —dijo la doctora con una tímida risita—. Usted tiene la culpa.

—Es mi termómetro.

—¿Cómo dice?

—Yo lo diseñé.

—¿En serio? Son muy caros. Debe ser usted terriblemente rico.

—Éste es un primer modelo. Los pediatras se quejaron de errores en las lecturas. Descubrí que era sensible al contacto de los dientes. Algunos tenían un defecto de soldadura. Los nuevos tienen un grado de exactitud de cero coma cero uno aunque lo emplee para tomarle la temperatura a un tigre hambriento.

—Muy interesante —dijo la doctora Akanke—. Empezaba a sospechar que tenia fracturada la mandíbula.

—¿La mandíbula? Mi mandíbula está estupendamente bien.

—Eso parece. Acaba de sonreír.

Hardin apartó la cara.

—No es malo que olvide su dolor, doctor Hardin.

—Gracias —dijo él, intentando cortar la conversación.

—Quiero que hoy se levante de la cama —replicó ella con firmeza.

—Lo pensaré.

—Quiero que se levante y que venga conmigo.

—¿Adónde?

—Quiero que me acompañe a hacer mis visitas.

—Me he retirado de la práctica activa. Ahora diseño instrumentos.

—Acabo de terminar la carrera, doctor Hardin. Desearía su consejo. Hay una mujer en el pueblo…

—No sé si me sentiré con fuerzas.

—Baje a sentarse en el jardín esta mañana. Ya veremos qué tal se siente por la tarde.

Hardin permaneció dos días en el jardín, ignorando la magnífica vista de la costa de Comualles, con la mirada perdida en el mar que se extendía más allá de los acantilados. El hospital estaba situado en la cima de una colina que se alzaba sobre el puerto de Fowey. Éste ocupaba una estrecha rada de aguas profundas, bien protegida, pues su boca, una hendidura entre los altos acantilados de la costa, apenas dejaba entrar los vientos y las olas del Canal de la Mancha.

El pueblecito de Fowey, una mezcla de casitas blancas y color pastel, se aferraba a la inclinada pendiente de la costa occidental de la rada. A un cuarto de milla, al otro lado de la bahía, sobre la ladera este, se alzaba el diminuto villorrio de Polruan. Las granjas se extendían hacia el norte, desde la orilla del mar, y por detrás del hospital, cubriendo el suelo con una manta de cuadros verdes y castañas: las tierras aradas.

Poco a poco, empujado por la doctora Akanke, Hardin fue bajando su mirada sombría de los horizontes marinos para fijarla en la vida que se desarrollaba a su alrededor. Observó que un pequeño ferry cruzaba el puerto cada cinco minutos entre Fowey y Polruan. Era poco más que un bote de remos con motor. Los pasajeros embarcaron en unos muelles de piedra inclinados.

Docenas de embarcaciones a vela se balanceaban sobre las aguas azules, fondeadas entre las boyas. Queches, viejas balandras y relucientes veleros nuevos giraban como las manecillas de un reloj al compás de las mareas, apuntando ora al norte, ora al sur, para volverse luego otra vez hacia el norte De vez en cuando, un pequeño carguero entraba en el puerto y avanzaba echando humo hasta media milla tierra adentro, para amarrar en un muelle gris donde cargaba arcilla de las minas de Cornualles con destino a los alfareros holandeses. Eso le explicó la doctora Akanke.

Al fin, un día Hardin accedió a acompañarla en sus visitas. El vehículo se dirigió hacia el norte y descendió las colinas hasta un transbordador que cruzaba el río Fowey varias millas más arriba del puerto. Luego, enfilaron por una estrecha carretera bordeada de setos hasta llegar a una apartada granja. Hardin se quedó esperando en el Land Rover 2000, con las ventanillas bajadas, y aspiró los aromas primaverales del campo. Se detuvieron en varias casas más y, cada vez, ella aceptó sin insistir la negativa de Hardin a acompañarla.

Los patios de las granjas eran bonitos y las casas estaban bien cuidadas; pero los altos setos que flanqueaban los estrechos caminos le causaban claustrofobia. Llegaron a lo alto de una colina y, de pronto, el mar apareció a sus pies, resplandeciente como un espejo partido en mil pedazos bajo el sol de mediodía. La doctora se detuvo al lado del camino, al borde del acantilado, y bajó del coche. Hardin siguió su ejemplo y echaron a andar por un pisoteado sendero de tierra que bajaba ondulante hasta el borde del acantilado.

—¿Ovejas? —preguntó él.

—Turistas.

La doctora recogió un envoltorio de cigarrillos.

Hardin miró con ojos entrecerrados el agua que lamía las negras rocas del fondo y pensó en Carolyn, tendida sobre la fría arena del fondo del océano o notando a la deriva dentro de su chaleco salvavidas, muerta desde hacía ya varios días, presa de las aves. Quiso arrancar esos pensamientos de su mente.

—¿Qué le sucede? —le preguntó la doctora Akanke.

—Estaba pensando en mi esposa.

—Estoy segura de que no sintió nada. Fue un milagro que usted sobreviviera.

¿Por qué yo?, se preguntó Peter ¿Y qué sintió ella? ¿Cuánto dolor y cuánto miedo? Siguieron andando en silencio, mientras él seguía luchando con su imaginación.

Al fin la doctora Akanke intervino.

—Es un lugar muy hermoso, ¿no cree?

—¿De dónde es usted? —le preguntó él.

—De Nigeria.

Sólo al pronunciar esa palabra habló con un acento que no era británico. El nombre de su país salió como una orgullosa melodía de su boca.

—Habla con perfecto acento inglés.

—He estado estudiando aquí desde que era adolescente.

—¿Ha pensado regresar alguna vez a Nigeria?

—Saldré para Lagos dentro de un mes.

Se protegió los ojos con las morenas manos llenas de gracia y oteó el mar.

—Su esposa también era médico.

—¿Cómo lo sabe?

—Su padre me lo dijo.

Al regresar de su primer largo paseo a solas, Hardin entró por la puerta principal del hospital. Una inglesa de mediana edad, sencillamente vestida, se levantó rápidamente con expresión de alivio. Luego, el desánimo volvió a invadir sus facciones.

—¿Sí? —inquirió Hardin, interesado por su aspecto transido de dolor.

Una tos húmeda y gorgoteante resonó detrás de una puerta cerrada.

La mujer movió la cabeza, mordiéndose los labios.

—Le había confundido con mi hijo. Tiene que llegar de Plymouth.

Se le quebró la voz y se sentó en el sillón del que acababa de levantarse. Hardin se arrodilló a su lado.

—¿Puedo hacer algo por usted?

Volvió a oírse la tos. La mujer irguió la cabeza y escuchó atentamente mientras el espasmo se prolongaba más y más, subiendo de tono hasta transformarse en un desgarrado rasgueo que lastimaba los oídos. Cuando por fin cesó el ruido, el cuerpo tenso de la mujer se desplomó aliviado.

—Es mi marido. Cáncer de garganta. Ha sido tan rápido —dijo en tono asombrado—. Hace dos días estaba sano y ahora el médico dice que morirá antes de que caiga la noche… El chico debe llegar de Plymouth.

Hardin asintió. La doctora Akanke le había mencionado el caso el día antes.

—Al principio no quería avisarle porque tenía exámenes, pero todo habrá terminado muy pronto.

La mujer parecía agotada, su cara redonda estaba pálida, sin color. Volvió a escucharse la tos.

—Debe dolerle mucho. Deseo que muera pronto.

—Lo comprendo —dijo Hardin y le estrechó la mano.

—No es malo pensar así.

—No.

Y de pronto se encontró llorando, derramando su angustia sobre el pecho de esa desconocida. El hijo, un apuesto estudiante universitario los encontró así. Le dio las gracias a Hardin por haber consolado a su madre.

CAPÍTULO IV

El apacible clima de mayo que Hardin había disfrutado en Cornualles se transformó, a su llegada a Londres, en una helada lluvia primaveral.

Tras un día de infructuosas idas y venidas entre el Almirantazgo británico y la Embajada de los Estados Unidos, una ráfaga de fría indignación barrió los últimos restos de depresión que aún quedaban en su mente.

Harto de recibir evasivas, telefoneó a Bill Kline a Nueva York. Ante la imposibilidad de convencerle de que era inútil intentar una acción legal, el abogado se puso en contacto con algunos conocidos de Washington.

Y al día siguiente, quienquiera que detentase el poder en la Embajada decidió que Peter Hardin era merecedor de la atención personal de un adjunto del encargado de negocios, un aburrido joven llamado John Cave que lucía una corbata del Links Club y ocupaba un bonito despacho con ventanas sobre el jardín.

—Sin duda ya debe de saber usted que tengo intención de presentar una demanda contra el capitán del barco que me arrolló. He averiguado que se llama Cedric Ogilvy y tengo entendido que es ciudadano británico. Quiero una carta de presentación aceptable para alguna personalidad del Almirantazgo británico que esté en situación de dar el visto bueno para que se abra una investigación.

—El
Leviathan
está registrado en Liberia —replicó Cave—. Es una bandera de conveniencia.

—Me importa un carajo quién sea el propietario. Quiero que juzguen al capitán.

—¿Cómo está John?

—Acabo de conocerle —respondió Hardin, a punto de perder la paciencia.

La rodilla le había estado doliendo toda la mañana y sentía un calor febril en el ambiente excesivamente caldeado del despacho del funcionario del Almirantazgo a quien había acudido con una recomendación de Cave. Se aflojó la corbata y se desabrochó el ajado cuello de la camisa.

—Bien, señor Hardin. He comentado el asunto con algunos de nuestros subalternos, las personas con quienes habló usted ayer, y creo conocer todos los detalles. Desgraciadamente, señor, no podemos hacer nada para ayudarle Si hubiera otros testigos, aparte de usted, y se tratara de un caso bien definido de actuación incorrecta, podríamos retener la nave. Pero no se cumple ninguno de los dos supuestos, al menos que nosotros sepamos. Y un simple proceso no serviría de nada, pues no tenemos poderes para obligar a comparecer en juicio a un barco liberiano.

—Pero el capitán es inglés —insistió obcecadamente Hardin.

Se apartó el mechón que le había caído sobre la frente. Llevaba el pelo incómodamente largo, y se sentía desaliñado y fuera de lugar en aquellos ordenados edificios. Un recuerdo intrascendente le atenazó el corazón: Carolyn se ocupaba de cortarle el pelo. Hacía diez años que no iba a la peluquería.

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