Read El caos Online

Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #cuento,fantástico,literatura argentina

El caos (4 page)

Fue entonces cuando me decidí a organizar mi primera fiesta realmente caótica. Ante todo, los lacayos tenían orden de no conducir a los invitados directamente al gran salón, sino a las diversas dependencias del palacio, cada uno a un lugar distinto: al cuarto de las lámparas, a la cocina, al dormitorio de una mucama en el último piso, a la capilla, al gallinero. Allí los dejaban, que se arreglaran como mejor pudieran. Para los que a pesar de todo lograban llegar al gran salón, donde ni yo ni nadie de la familia los esperaba, la orquesta debía tocar piezas de baile que empezaban normalmente, para volverse cada vez más lentas, hasta un punto en que el baile se hacía imposible. Los criados ofrecían atrayentes refrigerios, en las tradicionales bandejas de plata, que luego resultaban ser —pero no siempre, porque entonces no habrían causado tanto efecto— sandwiches de gusanos, albóndigas de aserrín, o bocadillos con tajadas de víbora. Además circulaban por los salones labradores y mozos de mercado, con sus ropas de trabajo, y una multitud de obreros que efectuaban reparaciones en las puertas, los techos y los muebles de las habitaciones, sin preocuparse por la presencia de la flor y nata de nuestra aristocracia. En los jardines hice instalar además una cantidad de trampas: pozos disimulados con hojas, lazos atados a las puntas de los árboles, jaulas como cenadores que se cerraban apenas entraba en ellas la pareja adúltera deseosa de aislamiento.

La fiesta en cuestión fue un gran éxito; superado el primer momento de desconcierto, los invitados se entregaron a la exploración del caos con renovadas energías y —exceptuando claro está a los más ancianos y a los hipócritas, que se retiraron en seguida— tanto se divirtieron que era ya de día cuando hubo que echarlos con mangueras y regaderas, porque no se querían ir. Pero yo, en cambio, no estaba plenamente satisfecho del resultado: me parecía que al fin de cuentas se había tratado de una fiesta un poco más movida que las anteriores, y nada más. Nada, en verdad, que pudiera compararse con un verdadero caos. Debía refinar mis métodos, aplicar en mayor escala mi ingenio; debía, sobre todo, convertir a los infieles: no era admisible que los huéspedes se volvieran a sus casas, a proseguir la existencia ordenada de todos los días. Debía introducir el azar hasta el fondo mismo de sus vidas.

Una empresa imposible; es decir, imposible para cualquiera que no contara con mis infinitos recursos y mis casi infinitas energías. Creo, aunque más no fuera porque lo he demostrado, que con suficiente dinero y suficiente voluntad, son pocas las cosas que no se pueden obtener en este mundo. Y con paciencia; porque no fue a la primera fiesta, ni a la segunda, que di con el verdadero método que me permitiría llevar adelante mi plan de confusión, sino mucho después, como resultado por un lado de la observación, y por otro de la práctica. Pero una vez hallado el método, lo demás era fácil.

Mi método consistía, ni más ni menos, en una imitación, sólo que mucho más confusa, de la vida: si la única realidad de la vida era el azar, la intrascendencia, la confusión y la continua disolución de las formas en la nada para dar origen a nuevas formas igualmente destinadas a la disolución, no hacía falta exprimirse el cerebro inventando artificios: bastaba ofrecer a mis huéspedes una imagen tolerable de la vida que nos rodea, un poco más desordenada que de costumbre, para sumirlos en el caos.

Alguien podría objetarme que ya la fiesta en sí era una imagen desordenada de la vida, y que por lo tanto bastaba dejarlos que hicieran lo que quisieran, para que ellos mismos, sin ayuda de nadie, se encargaran de crear el caos, de difundirlo y de mantenerlo. Hasta cierto punto la objeción es válida; sólo que parecía pasar por alto un detalle importante: el hecho de que mis invitados, una vez en mi casa, no hacían nunca lo que querían, se comportaban de acuerdo con normas que no habían inventado ellos, normas impuestas por la tradición, siempre conservadora; es decir, opuesta al azar. Y en consecuencia, apenas se hallaban en mi presencia, o mejor dicho en presencia de los demás, cesaban por así decir de vivir, se convertían en muñecos, en prototipos, en abstracciones. Había ante todo que hacerlos vivir.

Fue así que mis huéspedes empezaron a encontrarse con toda clase de sorpresas, algunas agradables y otras en un primer momento desagradables. En un rincón del gran salón se exhibía una multitud de jóvenes desnudas que se ofrecían graciosamente a los caballeros, y también a las damas; en otro rincón, los más fuertes y hermosos mocetones de la ciudad, vestidos con ropas deportivas, e igualmente promiscuos o accesibles, competían en atracción con las mencionadas jóvenes. A continuación surgía una especie de capilla, donde los concurrentes podían recibir los consuelos de varias religiones al mismo tiempo, y sin solución de continuidad seguía un comedor espléndidamente provisto de manjares y licores; un mercado de objetos usados, donde los huéspedes podían entregarse libremente al dulce vicio de comprar y vender ropas y adornos; un pequeño banco, donde depositar el producto de las transacciones, y una sala de juegos de azar, donde disiparlo; rompecabezas y ajedreces para los más reposados, aparatos de gimnasia y mesas de ping-pong para los más inquietos; teléfonos y altoparlantes para los habladores, niñitos recién nacidos en sus cunas para las mujeres de instintos maternales. Y todo esto mezclado, superpuesto, confundido; había para todos, y si alguien pedía alguna cosa, mis criados tenían orden de procurársela inmediatamente.

Uno de los primeros resultados de esta liberalidad fue que, por lo menos mientras se encontraba en mi casa, nadie era lo que había sido hasta el momento de entrar: los más eminentes políticos se volvían peluqueros de señora, los actores de teatro salían al jardín a jugar a la pelota con los cocineros, las famosas libertinas resolvían problemas de ajedrez. Naturalmente, esta transformación no tenía lugar en seguida: porque si bien es cierto que nadie es lo que quisiera ser, también es cierto que son muy pocos los que saben lo que realmente quisieran ser. Poco a poco, a medida que asistían a mis fiestas, y a medida también que éstas se hacían más complejas, más totales, las personas iban aproximándose a su verdadero ideal.

Y esto, aunque en un principio no se contaba entre mis intenciones, me los volvía cada vez más esclavos, más sumisos, más supeditados a mi voluntad. Es así que cuando, satisfaciendo uno de los tantos anhelos tácitos que yo me entretenía en descubrir en los ojos de mis invitados, me decidí a incorporar a las ya múltiples actividades del salón una «salita de conspiradores», éstos terminaron por derribar al gobierno constituido para instaurar otro, cuyos componentes eran todos asiduos concurrentes a mis fiestas, lo que en poco tiempo me convirtió en virtual dictador del país. Privilegio que en realidad yo no había buscado, ya que soy el primero en reconocer que el poder es un vano espejismo, una ilusión organizada; pero que de todos modos me servía para dar un carácter más oficial a las fiestas. Las cuales fueron así adquiriendo proporciones nunca soñadas.

En mi primera época, o sea el período de las bromas inocentes, muchos personajes de la aristocracia y de las clases gubernativas, ofendidos por alguna trivialidad de mi invención (por ejemplo porque al salir se habían encontrado un monito en el sombrero, o sencillamente cuatro terrones de azúcar en el bolsillo de la capa), preferían mantenerse alejados de mis fiestas, y algunos ni siquiera se excusaban de no poder venir. Pero con el correr del tiempo la curiosidad fue más fuerte que el orgullo. No en vano he hablado de una religión, la religión del caos; porque en efecto sólo podría dar una imagen adecuada de lo que ocurría recordando la curiosa observación de una de mis viejas tías: que, tarde o temprano, todos se convertían a mis fiestas.

Sin excluir, por supuesto, al pueblo. Al principio me conformaba con dejar entrar algunos grupos de vecinos, escogidos entre los centenares de curiosos que al anuncio de una fiesta indefectiblemente se agolpaban frente a las verjas del palacio. Costureras, pequeños comerciantes, repartidores de pan, soldados, o sencillamente obreros de alguna fábrica cercana, estos intrusos se diseminaban, al principio con respeto y desconfianza, luego con creciente aplomo, entre los más refinados exponentes de nuestra aristocracia, que empeñados cada uno en su peculiar diversión ni siquiera se daban cuenta de esta contaminación social, de esta nueva confusión que en otras circunstancias les habría parecido intolerable. Gradualmente fui aumentando el número de estas personas que no habían sido invitadas oficialmente; por suerte el palacio era grande, y en el caso necesario podía extender la fiesta a las casas y las calles contiguas.

Mientras tanto, en una sillita de manos criselefantina, mandada a hacer especialmente para estas ocasiones, yo me paseaba entre mis huéspedes, con mi peluca rubia y mi severo smoking de seda negra, los dedos de las manos cubiertos de piedras preciosas, y un dictáfono portátil a mi lado, con el cual grababa las conversaciones y los comentarios, para después oírlos amplificados por medio de un aparato especial que se aplica directamente sobre la caja craneana. Por suerte, y en esto me parecía advertir la mano de la Providencia, desde la noche terrible en que había tenido la visión del caos universal en la gruta del águila marina, mis ataques epilépticos habían cesado completamente, y ya no era tan fácilmente presa de resfríos como antes. Gozaba, para decir verdad, de una salud de hierro; de modo que en ninguna ocasión me encontré impedido de asistir personalmente a las fiestas que con tanta asiduidad organizaba.

Las cuales me ofrecían, como es de imaginar, motivos continuos y siempre renovados de satisfacción; sobre todo cuando se me ocurrió la idea de soltar entre los invitados no solamente personajes reclutados entre las clases más bajas de la sociedad, sino también animales: perros, gatos, gallinas, patos y pavos; ovejas, cabras y lechones; papagayos, palomas, perdices, y uno que otro caballo. Con el agregado, más tarde, de algunas bestias salvajes moderadamente peligrosas, que hice traer del jardín zoológico nacional.

Provistos de escopetas, que mis mismos lacayos les ofrecían, los apasionados de la caza se pusieron naturalmente a cazar en el interior del palacio, lo que provocó de inmediato numerosos heridos, y me permitió agregar al ya complicado servicio de las fiestas un puesto de primeros auxilios, que a causa sobre todo de las mordeduras de las bestias, pronto adquirió proporciones de hospital. Pero una vez instalado el hospital, nada me impedía organizar modestos accidentes, pequeños asaltos de bandidos, y hasta algún incendio en las casas de los alrededores (ya que para esta época las fiestas abarcaban todo el barrio). Recuerdo que me sorprendió la extraordinaria cantidad de financistas que se presentaban como voluntarios para desempeñar el cargo de bomberos, al parecer no solamente impelidos por la secreta ambición de vestir el llamativo uniforme rojo con galones verdes.

En una antigua iglesia de esta ciudad puede verse un fresco medieval llamado «La danza de la Muerte»; en él el anónimo pintor, movido por quién sabe qué impulso profético, parecería haber querido representar una de mis fiestas. Sólo que en el fresco en cuestión quien conduce la danza es la muerte, y en mi palacio era yo quien la conducía. Por lo demás, los personajes son los mismos, fijados para la eternidad en las mismas actitudes: la vieja apergaminada que se abraza al jovenzuelo inexperto, el invertido que se depila las cejas frente al espejo, el avaro que cuenta sus monedas y el ebrio que rueda bajo la mesa, la beata que se planta el cilicio en las carnes y la Venus que se acuesta con el mono.

Fue justamente delante de este famoso fresco, mientras reflexionaba una mañana en la extraordinaria semejanza entre la danza imaginada por el pintor y la fiesta permanente que pocos días antes un decreto mío acababa de extender —respondiendo a los innumerables pedidos de los pobladores— a todo el perímetro metropolitano, cuando surgió en mi mente la duda. Hasta ese día había creído ser yo el que conducía la danza, pero ¿quién me aseguraba que no fuera en realidad una presencia invisible, como tal vez lo era la muerte en el fresco medieval? ¿Acaso no era yo también una figura del fresco? ¿Quién, si no yo, era ese rey sentado en un trono al borde del abismo, a punto de precipitarse en el vacío, empujado por la misma multitud de sus cortesanos enloquecidos?

Y esa fiesta permanente de ficción y extravío que algunos días antes tan generosamente yo había decretado, ¿qué sentido podía tener sino el de un retorno a la vieja vida, rutinaria y al fin de cuentas ordenada, de antes? ¿Qué importaba si ahora los verduleros eran ex marqueses y los bomberos ex financistas; qué importaba si el verdugo había sido obispo y los ministros basureros? El caos era siempre el mismo; el viejo orden sólo se había llamado orden porque al hombre le encanta usar esa palabra, pero con un poco de buena voluntad también podía haberse llamado el viejo caos. El fresco que tenía delante de los ojos me demostraba que no bastan cinco o seis siglos para cambiar la fisonomía del hombre; probablemente cuarenta siglos antes Venus ya se acostaba con el chimpancé, y la humanidad danzaba al borde del abismo, y alguien se hacía la ilusión de dirigir la danza.

Nadie en efecto se dio cuenta cuando el estado de fiesta permanente se convirtió en estado de normalidad. Los más habían perdido la memoria, o preferían creer que la habían perdido, ya que lo que ahora hacían todos los días estaba más de acuerdo con sus verdaderas inclinaciones. Ninguna condesa vino a verme para quejarse de su obligada reclusión en un lupanar; ningún escritor abandonó la pocilga que le había sido confiada en calidad de porquerizo; los almaceneros no eran menos atentos que sus predecesores en sus nuevas obligaciones de sacerdotes, y en la función de la Ópera los jockeys no cantaban con menos brío que los pretenciosos tenores y barítonos de antes. Y yo, por mi parte, no encontré mayor dificultad, con el correr de los años y el acumularse de la experiencia, en resignarme a desempeñar el papel de gobernante justo, laborioso y progresista.

La fiesta de los enanos

I

La señora Marín vivía sola con dos enanos, que físicamente más que personas parecían animales, aunque desde el punto de vista intelectual hubiera sido difícil imaginar compañía más agradable. De noche, una vez apagadas todas las luces de la casa, la señora se tendía en su cama de bronce, exhalando un suspiro de satisfacción, y así se quedaba las horas, inmóvil, con los ojos bien abiertos, generalmente fijos en el cielo raso; en la penumbra cambiante de un lejano aviso luminoso que se encendía con isócrona regularidad, los enanos la entretenían con su conversación. Temas no faltaban, y todos parecían interesarles.

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