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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #cuento,fantástico,literatura argentina

El caos (22 page)

Fuera, en el bosque sin luz, los buhos volvían silenciosamente sus caras chatas meditativas; Kundry había conseguido soltarse las ataduras. Avanzando por el sendero llegó a la cabana; olfateó la puerta y las paredes de troncos mal desbastados, seguida por los perros de la vieja que no le ladraban porque estaban demasiado débiles de hambre. Cuando reconoció el olor a Parsifal, regresó sigilosamente al hogar abierto, frente a la puerta, donde se consumían los últimos restos del fuego; retiró unas brasas, sopló para reavivarlas, y con la ayuda de unas matas secas prendió fuego a la cabaña por los cuatro costados. Las llamas crepitaron, proyectando las sombras inmensas de los tres perros hacia las profundidades de la foresta, y la muchacha huyó corriendo por el sendero.

En ese momento salía Parsifal de la choza, espada en mano y sin sombrero, palmeándose las bragas chamuscadas; al resplandor del fuego parecía más bajo, y el asombro intensificaba su estrabismo. Mientras miraba las llamas anaranjadas sobre el fondo negro de la noche, tratando de comprender de dónde venían, el techo de paja se desplomó sobre la vieja, que no había tenido siquiera tiempo de despertarse.

Oculta en las sombras del bosque sin rumores, Kundry lanzó entonces una carcajada malévola, para atraer la atención de Parsifal. Éste reconoció la voz y se precipitó en su dirección. Reiniciaron la persecución al revés, ella delante y él detrás; pero Kundry compensaba la desventaja de sus piernas cortas con el mayor conocimiento que tenía de esa parte de la montaña. No habían corrido trescientos metros en la tiniebla, cuando Parsifal se cayó en una zanja que Kundry acababa de eludir, y se torció un pie. Salió del agua arrastrándose e imprecando.

Kundry se detuvo y escuchó; después de unos instantes de vacilación volvió lentamente sobre sus pasos.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó cuando estuvo más cerca del joven.

—Me caí al agua y me torcí un pie —contestó Parsifal.

—Entonces me considero vengada —dijo Kundry triunfante. Se inclinó sobre él y le tanteó las pieles de gato que le envolvían las piernas; estaban empapadas. Reflexionó un momento, luego se sentó a su lado y trató de secarlo con el trapo que llevaba en la cabeza. Tanto hizo que Parsifal, olvidando por un momento el dolor del tobillo, se echó sobre ella y volvió a poseerla. Casi sin transición empezó a lamentarse de su mala suerte.

—¿Cómo llegaré? —protestaba.

—¿Adónde? —preguntó Kundry.

—Adonde voy —dijo Parsifal.

Sobre sus cabezas, en las frondas negras, los pájaros se despertaban sobresaltados y cambiaban ruidosamente de lugar; se oía el rumor de un torrente en la lejanía, y a ratos la trompa ominosa del cazador fantasma.

—Yo te ayudaré —dijo Kundry.

Apoyándose en su hombro, Parsifal caminó hasta el amanecer. Las nubes del cielo empezaban a cobrar forma cuando llegaron a una cascada; en las cercanías encontraron una anfractuosidad rocosa que podía servirles de refugio. Allí se tendió Parsifal, sobre un lecho de hierbas olorosas que Kundry le preparó antes de alejarse en busca de comida.

La muchacha volvió con miel y otros alimentos rústicos que Parsifal se apresuró a consumir sin preguntarle cómo los había conseguido. El tobillo se le había hinchado, le dolía; pero más lo impacientaba la idea de tener que quedarse allí tendido, sin moverse, hasta que el dolor le permitiera continuar la marcha. Y también la presencia de Kundry, ahora que había comido, le molestaba.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó—. ¿Por qué no me dejas en paz?

—Todas las mujeres eligen a un hombre —dijo Kundry—, y yo te elegí a ti.

—Acércate —le ordenó entonces Parsifal.

Kundry se acercó; el joven bizco la aferró por la muñeca y le retorció el brazo hasta hacerla gritar de dolor y de rabia. Una urraca, respondiendo al grito, bajó de su rama y se depositó en el suelo, como un paquetito de plumas, entre las ortigas.

—A mí no se me elige —dijo Parsifal.

Y soltando el brazo de la muchacha, le puso la mano en la nuca y le refregó la cara en la tierra.

—Lo que debo hacer, lo debo hacer solo —declaró enfáticamente, con esa voz que parecía repetir algo que alguna vez hubiera oído mientras dormía.

Kundry levantó la cara del suelo, lo miró, y luego se dejó caer otra vez, desilusionada. Entre dos sollozos, preguntó:

—¿Y qué es eso que debes hacer solo?

Parsifal abrió la boca para contestar, intuyendo opacamente que el mero hecho de contestar era una forma de ceder; pero en ese momento se apareció ante él la urraca, que había venido aproximándose inadvertida entre las hierbas más altas que ella.

El pájaro dijo:

—Parsifal, sigue tu camino.

Luego alzó el vuelo y se perdió detrás de la cascada.

El héroe se levantó de un salto; esperanzado, se miró el tobillo. Por la magia de la voz del ave, el pie ya no le dolía. Obedeciendo el mensaje sobrenatural, se inclinó sobre Kundry para recoger sus armas y partir; pero al agacharse sintió el olor del cuerpo de la mujer. Por tercera vez satisfizo en ella su necesidad; cuando hubo terminado, trazó a su alrededor un círculo en la tierra con la espada herrumbrada, para que no pudiera seguirlo. Luego emprendió el camino, y sin volver la mirada penetró en la floresta vibrante de cigarras que saludaban el sol.

Apéndice
La nube de Ross

En las laderas de los Montes Albanos, entre desnudas coladas volcánicas y troncos esqueléticos, se alza bajo el claro de luna la coqueta casa de campo del profesor Cusati, con sus pináculos góticos y sus vitrales liberty. El jardín, una superficie yerma de polvo y rocas salpicada de arbustos secos, desciende hasta la calle, también cubierta de una capa de polvo gris; debajo se extiende la llanura ondulada, inmersa en la niebla.

Por las ventanas abiertas de la casa entra la luz de la luna, clara y fría, e ilumina los estantes devastados de la biblioteca, los pocos libros sin encuadernación. Por las habitaciones revueltas, grises como el jardín por el polvo que cubre los muebles, las cortinas y los numerosos trapos colgados de las sillas, con torpes movimientos de animal enjaulado deambula el profesor. Tiene la barba y el pelo largos, la cara tumefacta por la lepra; sobre el suéter roto, de cuello cerrado, lleva puesto un saco sport de tela inglesa, ahora reducido a harapos. La enfermedad le ha roído parte de las manos y una oreja; renguea, y cada vez que pasa frente a una ventana, un reflejo maligno vuelve a brillar en sus ojos hundidos.

El profesor sale al jardín e inclinándose como un oso sobre la fuente de cemento casi vacía, que en el fondo tiene unos pocos dedos de agua de lluvia estancada, bebe algunos sorbos; luego baja hacia la calle. Entre las ramas secas asoman huesos, alguna calavera. Semioculta junto a un banco de mármol, el profesor ha descubierto una pequeña colonia de hongos, blancos a la luz de la luna. Se arrodilla para examinarlos más de cerca; luego come dos o tres, como si los estuviera catando; una vez convencido de que no son venenosos, inclina la cabeza ávidamente hacia la tierra y arranca con los dientes el manojo entero. Se levanta; junto al portón recoge una pala y una tela impermeable doblada en cuatro, la vieja cobertura de su automóvil, y abandona el jardín.

Del otro lado del portón hay un agujero, una especie de fosa profunda, en el medio de la calle. El profesor extiende la tela impermeable sobre la fosa, recoge cuatro pedazos de ladrillo junto al portón y los coloca sobre los ángulos de la cobertura; luego toma la pala y cubre la tela y los ladrillos con varias paladas del mismo polvo gris de la calle. A veces la pala se le resbala de las manos mutiladas, pero el profesor ya está acostumbrado a estos quehaceres; no tiene prisa, ahora tiene todo el tiempo a su disposición. Puesta la trampa, regresa al jardín; da otra vuelta para ver si por casualidad, junto al muro o bajo las mitades de troncos negros, no han aparecido más hongos. Luego vuelve a entrar y cierra la puerta, empujándola con el pie; deja la pala en la entrada, se dirige a la biblioteca y se sienta frente a la ventana, a contemplar la calle.

Esos libros destrozados exhiben en el lomo nombres ilustres; ahora parece improbable que alguien pueda escribir otros libros. Los labios hinchados del profesor se mueven casi imperceptiblemente, en la penumbra polvorienta, para rezarle a la Nube. Allí, frente a la ventana, en el jardín, están las tres tumbas; las de sus hijos y, más reciente, la de su mujer; tres túmulos irregulares de piedras y tierra roja, su familia. Pero el profesor ya no piensa ni en los libros ni en su familia: observa, en cambio, la calle, la desierta vía Appia por la que todavía puede pasar alguien, algún iluso que se dirija a Roma, que se extiende allá abajo, apagada bajo la niebla blanquecina. La calle silenciosa parece una colada de metal, atravesada solamente por la sombra larga y negra de la casa seudo-gótica, justo frente al portón del jardín.

O bien mira el cielo, sereno y despejado, con su luna redonda de porcelana, y sus estrellas claras e inmóviles; Sirio y la rosada Betelgeuse, Castor y Pólux que se persiguen en el horizonte, y el pequeño rebaño enjoyado de las Pléyades, que la madre del profesor llamaba los Siete Cabritos.

***

El primero en descubrir la Nube fue un joven astrónomo llamado Ross; por eso se la llamó la Nube de Ross. Pero al principio no se hablaba todavía de nube, sino de la «perturbación de las Pléyades».

Por pura casualidad, Ross había observado que algunas de las estrellas que conforman esta constelación aparecían con frecuencia sobre las placas fotográficas ligeramente corridas, a veces hacia la derecha, a veces hacia la izquierda; o bien desaparecían, se volvían más brillantes, manifestaban un lento movimiento rotatorio alrededor de un punto fijo. En el telescopio, las amarillas se veían azules y las rojas, blancas.

Los diarios se interesaron en la noticia; pero como a simple vista no había mucho para ver, el público no quiso o no supo asociarse a su interés. Mientras tanto Ross había propuesto la hipótesis, inmediatamente aceptada, de que la perturbación se debía a una nube o nebulosa de materia cósmica, la cual, al interponerse entre las Pléyades y el observador terrestre, provocaba los diversos fenómenos de difracción, ofuscación y superposición registrados hasta ese entonces. Una nube sin embargo invisible, de moléculas livianas, muy dispersas; o bien un campo de fuerzas electromagnéticas o de otro tipo, cuya verdadera naturaleza estaba aún por descubrirse.

Confirmaba esta hipótesis acerca de la nube el hecho de que por más que las Pléyades se alejaran de su lugar tradicional en el cielo, el centro de los desplazamientos coincidía en cada caso con la posición primitiva de la estrella; esto demostraba que la perturbación en realidad se debía a un fenómeno óptico producido por la interposición de un agente extraño. El interés de los observadores se concentró por lo tanto no ya en la constelación, sino en la llamada Nube de Ross.

Dado que ahora no sólo las Pléyades se mostraban inestables, sino también muchas otras estrellas a su alrededor, se podía pensar que la nube se estaba expandiendo; o bien que se estaba acercando a la tierra. De la velocidad aparente de expansión de la perturbación se podía deducir cuál de las dos hipótesis era la verdadera; los cálculos confirmaron la segunda.

Esta noticia sacudió, en forma contundente y definitiva, la curiosidad popular. Ahora no se hablaba de otra cosa; los periódicos publicaban fotografías a doble página del cielo estrellado, o bien dibujos fantásticos poblados de seres espaciales; cada semana aparecía una nueva secta religiosa consagrada a la Nube; los gobiernos de las grandes potencias se acusaban el uno al otro, como es habitual, y se preparaban a lanzar cohetes de inspección hacia la Nube, con un hombre e incluso con un matrimonio dentro: Italia ofreció inmediatamente una familia entera de calabreses, con niños, para el experimento, pero luego todo quedó en la nada. De hecho, la mayor de las potencias envió cuatro de estos cohetes, pero extrañamente los cuatro fallaron: uno cayó a pocos metros de la torre de lanzamiento, el segundo en las selvas del Brasil, los dos restantes se perdieron en la negrura del espacio.

Mientras tanto, los astrónomos habían logrado determinar la órbita probable de la perturbación. Ahora parecía confirmado que ésta pasaría muy cerca de la tierra; es más, considerando la obvia vastedad de la perturbación, no se excluía que en determinado momento el planeta se encontrase completamente inmerso en la Nube. De todos modos, el cielo presentaba un aspecto cada vez más insólito. Muchas estrellas habían cambiado de color, y lo mismo ocurría con los planetas; a veces Júpiter parecía un huevo de Pascua iluminado desde adentro, para luego imprevistamente apagarse y desaparecer; Sirio giraba; Arturo se encendía intermitentemente como la luz de un faro; la Osa Mayor se había duplicado. La Vía Láctea era verde una noche, y rosa la siguiente. La luna aparecía erizada de puntas grises, y cuanto más lejos estaba, más roja se la veía; el azul oscuro del cielo nocturno se había vuelto, en cambio, amarillo.

Estos fenómenos celestes, sumados al anuncio de un choque inminente entre el planeta y esa masa gaseosa, que según los más exaltados amenazaba con incendiar la atmósfera, suscitaban en los seres humanos una expectativa que a menudo rozaba el éxtasis. Cada uno descubría en sí deseos ocultos, ambiciones reprimidas, resentimientos silenciados; cada uno esperaba de la Nube una culminación y una satisfacción todavía imprevisibles. Algo mucho más terrible y perturbador estaba por suceder; el miedo luchaba contra la esperanza, pero la esperanza triunfaba siempre. La Nube se había vuelto la esperanza del mundo, y amenazaba con transformarse en su religión, desde el momento en que también ésta, como toda religión, estaba en condiciones de ofrecer a sus neófitos su promesa de beatitud y su amenaza de castigo.

Nadie puede decir en qué momento la tierra penetró en la Nube. Pero no había duda que se hallaba dentro de ella. En pocos minutos el sol pasaba del verde al violeta, como cuando se lo mira a través de un vidrio coloreado; o bien cambiaba de forma y de posición como una ameba bajo el microscopio. A menudo se duplicaba, y a veces en el mismo cielo se divisaban dos soles azules y dos medias lunas rojas. El orden natural de las estaciones también parecía haberse alterado; Rusia se cubría de flores extrañas. En medio de la alegría delirante provocada por la Nube, una joven república había abolido sus fronteras, y en Sudáfrica una mujer blanca se había casado con un negro.

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