Read El caos Online

Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #cuento,fantástico,literatura argentina

El caos (2 page)

Ni Felpino ni Toscok acudieron a mi llamado; mientras tanto, se iba formando a mi alrededor un grupito de curiosos, que después de un rato de muda contemplación empezaron a aclararme, o tal vez a gritarme improperios; no era fácil, en realidad, deducir de sus viles expresiones qué diablos estaban gritando. En pocos minutos el grupo se convirtió en una multitud; los que estaban más cerca de la iglesia, tomándose por las manos, se pusieron de pronto a cantar, con horribles manifestaciones de alegría, una canción probablemente alusiva. Sin duda esta canción les gustaba sobremanera, ya que poco después toda la multitud se balanceaba rítmicamente, hombres y mujeres, todos abriendo la boca de par en par y al mismo tiempo. La escena me recordaba un extraño relato que una vez me había leído el profesor de inglés, acerca de un hombre que desciende al fondo del mar en un batiscafo, y allí se queda prisionero, suspendido sobre las ruinas de una antigua ciudad sumergida, poblada de inmundos seres verdosos que lo observan balanceándose rítmicamente como las algas de las profundidades.

No recuerdo qué le ocurre después al hombre del batiscafo, pero recuerdo perfectamente lo que me ocurrió a mí. Por más que me esforzaba en mirar en otra dirección, haciéndome el distraído, la gente de la plaza seguía agolpándose en semicírculo alrededor de mí. Quizá lo hacían sencillamente impedidos por la curiosidad, quizá no habían visto nunca tan de cerca una persona de mi rango; de todos modos, ya empezaba a sentirme nervioso, cuando un joven disfrazado de limpiachimeneas se trepó al friso de piedra que me circundaba, y con una especie de plumero todo sucio de hollín me refregó la cara; el público, naturalmente, se echó a reír a carcajadas.

Más esfuerzos hacía yo, impedido como estaba de descender del nicho, por limpiarme la nariz con el pañuelo de seda, más se reían los espectadores, o en todo caso más grande abrían la boca, mostrando unos dientes cariados y negros, tan distintos de los míos que por lo menos son falsos. En ese momento, y por primera vez en mi vida, agradecí al destino que me costara tanto trabajo verlos.

Apenas había bajado del nicho el limpiachimeneas, cuando ya se había trepado otro individuo, vestido de jugador de fútbol, para colocarme en la cabeza un gorro adornado con cascabeles, y sobre los hombros un manto de tela ordinaria, a rombos rojos y verdes, con lo cual sin duda creían conferirme un gran honor. Resignado a aceptar el grosero homenaje de esos patanes irrespetuosos, ya me disponía a rogarles que trataran de encontrar a mis lacayos Felpino y Toscok, cuando un joven más atrevido que los anteriores se subió al nicho para volcarme sobre la cabeza el contenido de un tarro de miel, y a continuación todas las plumas de un almohadón. Quién sabe dónde o cómo se lo había procurado; recuerdo que me llamó bastante la atención la idea de que alguien saliera a pasear por la plaza de la Catedral con un almohadón de plumas. Pero era Carnaval, y todas las locuras estaban permitidas.

En cambio no recuerdo tan bien lo que ocurrió después. Sé que me golpearon, tal vez sin querer; sé que me hicieron bajar del nicho y que al ver que no podía caminar, dos muchachos se apoderaron del cómico manto que me habían atado al cuello, cada uno de una punta, y así tirando me arrastraron por toda la plaza, con grandes muestras de hilaridad; sé que a continuación me echaron en la pileta de la fuente del Reloj, y allí seguramente perdí el sentido, porque cuando volví en mí me encontré en un lugar completamente desconocido, suspendido a medio metro del suelo en una posición tan ridícula como nueva para mí, aunque conjeturo que para un joven de baja condición social la cosa habría sido hasta cierto punto admisible y aun divertida.

Me rodeaba una multitud en cierto modo distinta de la que pocos minutos antes me había aclamado en la plaza: los hombres eran más torvos, las mujeres de ojos más aviesos y fríos. El lugar era una especie de parque polvoriento, de canteros pisoteados y altos árboles sucios, con ese aire de jardín de nadie que a veces presentan las fondas al aire libre, con sus senderos barrosos cubiertos de papeles grasientos y sus mesas de tablas manchadas de vino. En el centro de este jardín miserable habían instalado una especie de asador de esos que hacen girar a mano con una rueda o manivela, para asar pollos y lechones; y allí estaba yo, rigurosamente atado con alambres al fierro transversal del aparato. Para colmo, completamente desnudo, como un lechón cualquiera. Por suerte no se les había ocurrido atravesarme con el asador, como suelen hacer con los pollos, y además las brasas del fogoncito abierto despedían un agradable calor, que hacía más tolerable mi total desnudez, tan inadecuada en realidad a la estación. Un hombre de anchas barbas negras, vestido como un gitano, hacía girar en esos momentos la manivela del asador, con un lento movimiento circular que me permitía observar más cómodamente todo lo que ocurría en torno.

En realidad, debían de ser todos gitanos; las mujeres ostentaban gruesas trenzas negras, y los hombres unos bigotes exagerados que se prolongaban hasta las patillas, formando una especie de barboquejo negro a través de la cara facinerosa. «¿Estarán por comerme?», me preguntaba yo, con más curiosidad que temor, habiéndome enseñado la experiencia que el destino ama demasiado los golpes bajos e inesperados; basta estar por lo tanto moderadamente atento para que se desinterese por completo de nosotros: basta prever una desgracia para que la desgracia no ocurra. De todos modos, no me habrían comido crudo, y por ahora el fuego parecía más propenso a apagarse que a cocerme.

El hecho de no entender nada de lo que decían, si bien por una parte me evitaba oír quién sabe qué tonterías y groserías, por otra parte era un inconveniente: ante todo, porque me resultaba imposible descubrir, por más que escrutara las hoscas facciones de los gitanos, si se habían propuesto rendirme alguna especie de exótico homenaje, o sencillamente asarme para devorarme, siguiendo un rito bastante difundido entre ciertas tribus salvajes, que una vez al año se comen a su rey para fortificarse y purificarse mágicamente incorporando en sus viles organismos las preciosas entrañas, testículos y demás adminículos del soberano. Verdad que yo no era el rey de nadie, todavía; pero mi clarísimo linaje muy bien podía haberles inspirado esta peregrina idea: así como el populacho me había elegido Rey del Carnaval, así ellos, habiéndome rescatado de las aguas de la fuente —en circunstancias para mí todavía oscuras, ya que en el momento del rescate me encontraba, por así decir, en las nubes—, me habían probablemente nombrado Rey de los Gitanos.

De todos modos la idea no me gustaba nada, y les grité que me desataran y me devolvieran mis ropas; inexplicablemente, en vez de obedecerme, apareció un jovencito apenas vestido con un taparrabos de piel de leopardo, que sin decir esta boca es mía se puso a echar carbón y hojas secas en el fuego. Las llamas crepitaron, y ya estaban por alcanzarme, con las consecuencias que fácilmente son de imaginar, cuando una verdadera horda de cerdos salvajes, que impelidos quizá por qué misterioso instinto habían aprovechado justamente ese momento para bajar de la montaña, atravesó el parque del restaurante, dispersando a los gitanos y derribando todo lo que encontraban a su paso, asador incluido. Por suerte fui a caer dentro de la canasta del carbón, que el adolescente del taparrabos había dejado al lado del fuego, lo que me salvó de ser pisoteado por los salvajes animales.

No terminó allí la cosa. El carbón era sucio y lleno de puntas cortantes, para peor entremezclado con astillas de leña que a cada movimiento que yo hacía me pinchaban las carnes desnudas. Atado como estaba todavía a la varilla del asador, salir de la canasta con la ayuda solamente de mis brazos, musculosos pero cortos, habría sido tan inútil como trabajoso; por otra parte, dormir así desnudo bajo los altos árboles no era una idea que me atrajera aun suponiendo que con filosófica paciencia me decidiera a extraer del canasto, con la mano que en la caída se me había por suerte liberado de los alambres, los trozos de carbón y de madera que tanto me fastidiaban. En este dilema estaba, cuando empezó a llover, primero despacio y después con tanta fuerza que en cierto momento hasta cayó granizo, unos pedazos de hielos gordos como huevos de paloma, que amenazaban llenar el canasto y cubrirme totalmente; pero por suerte el granizo duró poco, y con el calor del cuerpo los trozos de hielo terminaron por fundirse. Al rato empecé a estornudar; por más que lo intentara, no conseguía distraerme pensando en mis problemas filosóficos favoritos. A ratos me asomaba al borde de la canasta, pero no se veía un alma: el restaurante había apagado todas sus luces, y de los gitanos y los jabalíes no quedaban más rastros que una gran confusión de mesas derribadas y papeles mojados.

Así pasé la noche, maldiciendo la estúpida idea que había tenido que salir de casa para ver si el contacto con mis semejantes me revelaba el sentido del universo. Cuando vinieron a buscarme los emisarios de mis tías, angustiadas por mi prolongada ausencia y sobre todo por la noticia de que un mayordomo había hallado a los lacayos Felpino y Toscok completamente borrachos en los aledaños de la plaza de la Catedral, era ya de día.

Una semana me duró el resfrío, para no hablar de los arañazos y contusiones sufridos durante esa noche de perros; y no una sino mil veces, mientras yacía en mi camita adornada con plumas de avestruz y de faisán, juré no volver a intentar el más mínimo contacto con el populacho. Y debo confesar que por muchos años no me costó ningún esfuerzo mantener el juramento.

Discutidores no faltan en este mundo, personas que no sólo no se contentan con la opinión de sus interlocutores sino que además pretenden, en cualquier ocasión que se les presente, imponer la suya propia, como si por el solo hecho de ser suya fuera más valiosa o más fundada; no me asombraría por lo tanto que, llegados aquí, alguien alzara la voz para objetarme que los hechos materiales, incidentes u ocurrencias personales del filósofo poco pueden influir en su visión del mundo, cuando ésta es un producto imparcial de la especulación introspectiva sobre la realidad que nos rodea. A esos disidentes me apresuro sin embargo a responder que en ningún caso dicha especulación es imparcial, y que nuestras ideas son desdichadamente una consecuencia directa de nuestra educación, de nuestro ambiente, de nuestras circunstancias. Demasiado se ha visto que la frustración, ya sea ésta de origen económico o simplemente sexual, conduce al marxismo; que el odio a los valores sociales o la afirmación de estos valores dependen casi siempre de los sentimientos que en nuestro subconsciente infantil han sabido suscitar nuestros padres o nuestros familiares; que los hombres de baja estatura son en general más violentos; que las mujeres sin hijos escriben versos; que las personas de edad manifiestan una cierta propensión a creer en la inmortalidad del alma; y así sucesivamente.

No es raro por lo tanto que el recuerdo de mis aventuras carnavalescas me indujera a rechazar de plano la hipótesis de que sólo a través de la comunicación con nuestros semejantes nos será dado comprender el enigma del universo. Para esa época había empezado sin embargo a llamarme la atención una hipótesis más atrayente. En pocas palabras, se trataba de la posibilidad de llegar al sentido recóndito de las cosas por medio del éxtasis místico; si la divinidad era, como decían mis tías princesas, la única fuente de verdad, pues entonces lo mejor que podía hacer era tratar de comulgar con la divinidad.

Así fue que, después de haber leído y estudiado con detención las obras de los místicos más famosos de los siglos XVI y XVII, en parte por consejo de mis tías, y en parte por mi propia inclinación, ya manifestada durante la primera infancia, para no hablar de los años decisivos de la adolescencia, decidí un día renunciar francamente no sólo a los placeres del mundo material, como hasta ahora había hecho, sino también a los placeres del pensamiento sistemático, para sumergirme en los calmos y abiertos lagos de la pura contemplación. Con este propósito —no había pasado un año todavía del episodio antes mentado— me trasladé a un monasterio de la costa, un tranquilo asilo suspendido en la ladera boscosa de unos montes que descienden casi a pico hasta el mar, eternamente agitado por los vientos contrarios característicos de la región.

Desdeñando sin embargo el consejo de los monjes, todas las tardes me hacía transportar en mi sillita de ruedas hasta un promontorio que sobresalía a gran altura sobre los acantilados de la costa; allí me dejaban solo, bien envuelto en mi bufanda blanca, sumido en la pura contemplación del crepúsculo y de la inmensidad de la naturaleza en general. En realidad, tanto los monjes como los textos místicos, que en esa época constituían mi única lectura, me recomendaban insistentemente la conveniencia de entregarme a la contemplación, siempre que me fuera posible, encerrado entre las cuatro paredes de mi diminuta celda; pero hasta el momento este forzoso encierro no me había dado ningún resultado digno de mención: abandonado a mí mismo, entre esas paredes blancas y sin adornos, si se exceptúa una horrible cruz de madera comida por la polilla, me aburría espantosamente, y en vez de ser visitado por las prometidas iluminaciones, después de una o dos horas de mirar la cruz terminaba durmiéndome, masturbándome o leyendo algún místico divertido, especialmente los españoles que describen la unión con la divinidad en términos francamente eróticos y a menudo excitantes.

En cambio frente al mar —si bien no me fuese dada en ningún momento la prometida transfiguración, el éxtasis que por fin me permitiría contemplar la realidad frente a frente, y no como en un espejo oscuro— el mero espectáculo de las nubes, de las sombras que éstas proyectaban sobre las olas, y de las mismas olas, bastaba para entretenerme durante horas. Nervioso y difícil de carácter como soy por naturaleza, no puedo decir que el magnífico espectáculo de ese mundo virgen me concediera inmediatamente la posibilidad de comulgar con su infinita calma, la calma grandiosa de todo lo que se mueve sin obedecer ni a directivas ni a finalidades; pero de todos modos debo confesar que en ninguna parte me había sentido más cerca del anhelado éxtasis contemplativo que en ese promontorio sólo habitado por las águilas marinas.

Allí estaba pues un día, admirando un sol pálido que se sumergía no exactamente en las aguas sino en una faja azulada de nubes que como una zona vaporosa ceñía el horizonte, cuando de pronto, con un estremecimiento avieso cuyo recuerdo todavía me hiela la sangre, todo el promontorio sobre el cual me encontraba se desprendió del flanco de la montaña y se precipitó a pico en el mar. En realidad, el desastre no me habría tomado tan de sorpresa (ya que hacía por lo menos media hora que mis oídos, aunque sordos, percibían la interna vibración de unos desgarramientos o crujidos premonitores, a menudo acompañados de un rodar de piedras y escombros desprendidos de la pared de roca), si no hubiera sido justamente por ese estado singular de alejamiento de las cosas terrenas en el cual el esfuerzo de contemplación me había sumido. Es más: extasiado en la serena intemporalidad de ese crepúsculo inmóvil, una especie de presentimiento, incapaz sin embargo de expresarse en palabras, parecía anunciarme que por fin estaba por producirse en mí la soñada transfiguración, la revelación de la Ver dad. La sangre empezaba a hervir en mis arterias, el pulso se me aceleraba, el vaivén de las olas se hacía cada vez más lejano e indistinto; y no me habría asombrado si me hubieran dicho que en vez de estar sentado en mi sillita con ruedas en realidad estaba flotando sobre una nube. ¿Qué podían importarme en ese momento, por lo tanto, esas vibraciones y esos guijarros que se soltaban de las grietas para hundirse sin ruido en la vorágine inaudible del oleaje espumoso? ¡Ah, quién se hubiera imaginado que en el instante mismo en que yo creía por fin desprenderme de la tierra, era la tierra la que se desprendía de mí!

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