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Authors: Grabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera (6 page)

—Pues no era más que un prófugo de Cayena condenado a cadena perpetua por un crimen atroz —dijo el doctor Urbino—. Imagínate que hasta había comido carne humana.

Le dio la carta cuyos secretos quería llevarse a la tumba, pero ella guardó los pliegos doblados en el tocador, sin leerlos, y cerró la gaveta con llave. Estaba acostumbrada a la insondable capacidad de asombro de su esposo, a sus juicios excesivos que se volvían más enrevesados con los años, a una estrechez de criterio que no se compadecía con su imagen pública. Pero aquella vez había rebasado sus propios límites. Ella suponía que su esposo no apreciaba a Jeremiah de Saint–Amour por lo que había sido antes, sino por lo que empezó a ser desde que llegó sin más prendas encima que su mochila de exiliado, y no podía entender por qué lo consternaba de aquel modo la revelación tardía de su identidad. No comprendía por qué le parecía abominable que hubiera tenido una mujer escondida si ese era un hábito atávico de los hombres de su clase, incluido él en un momento ingrato, y además le parecía una desgarradora prueba de amor que ella lo hubiera ayudado a consumar su decisión de morir. Dijo: “Si tú también decidieras hacerlo por razones tan serias como las que él tenía, mi deber sería hacer lo mismo que ella”. El doctor Urbino se encontró una vez más en la encrucijada de incomprensión simple que lo había exasperado durante medio siglo.

—No entiendes nada —dijo—. Lo que me indigna no es lo que fue ni lo que hizo, sino el engaño en que nos mantuvo a todos durante tantos años.

Sus ojos empezaron a anegarse de lágrimas fáciles, pero ella fingió ignorarlo.

—Hizo bien —replicó—. Si hubiera dicho la verdad, ni tú ni esa pobre mujer, ni nadie en este pueblo lo hubiera querido tanto como lo quisieron.

Le abrochó el reloj de leontina en el ojal del chaleco. Le remató el nudo de la corbata y le puso el prendedor de topacio. Luego le secó las lágrimas y le limpió la barba llorada con el pañuelo húmedo de Agua Florida, y se lo puso en el bolsillo del pecho con las puntas abiertas como una magnolia. Las once campanadas del reloj de péndulo resonaron en el estanque de la casa.

—Apúrate —dijo ella, llevándolo del brazo—. Vamos a llegar tarde.

Aminta Dechamps, esposa del doctor Lácides Olivella, y sus siete hijas a cuál más diligente, lo habían previsto todo para que el almuerzo de las bodas de plata fuera el acontecimiento social del año. La residencia familiar en pleno centro histórico era la antigua Casa de la Moneda, desnaturalizada por un arquitecto florentino que pasó por aquí como un mal viento de renovación y convirtió en basílicas de Venecia a más de cuatro reliquias del siglo xvii. Tenía seis dormitorios y dos salones para comer y recibir, amplios y bien ventilados, pero no lo bastante para los invitados de la ciudad, además de los muy selectos que vendrían de fuera. El patio era igual al claustro de una abadía, con una fuente de piedra que cantaba en el centro y canteros de heliotropos que perfumaban la casa al atardecer, pero el espacio de las arcadas no era suficiente para tantos apellidos tan grandes. Así que decidieron hacer el almuerzo en la quinta campestre de la familia, a diez minutos en automóvil por el camino real, que tenía una fanegada de patio y enormes laureles de la India y nenúfares criollos en un río de aguas mansas. Los hombres del Mesón de don Sancho, dirigidos por la señora de Olivella, pusieron toldos de lona de colores en los espacios sin sombra, y armaron bajo los laureles un rectángulo con mesitas para ciento veintidós cubiertos, con manteles de lino para todos y ramos de rosas del día en la mesa de honor. Construyeron también una tarima para una banda de instrumentos de viento con un programa restringido de contradanzas y valses nacionales, y para un cuarteto de cuerda de la escuela de Bellas Artes, que era una sorpresa de la señora Olivella para el maestro venerable de su marido, que había de presidir el almuerzo. Aunque la fecha no correspondía en rigor con el aniversario de la graduación, escogieron el domingo de Pentecostés para magnificar el sentido de la fiesta.

Los preparativos habían empezado tres meses antes, por temor de que algo indispensable se quedara sin hacer por falta de tiempo. Hicieron traer las gallinas vivas de la Ciénaga de Oro, famosas en todo el litoral no sólo por su tamaño y su delicia, sino porque en los tiempos de la Colonia picoteaban en tierras de aluvión, y les encontraban en la molleja piedrecitas de oro puro. La señora de Olivella en persona, acompañada por algunas de sus hijas y de la gente de su servicio, subía a bordo de los transatlánticos de lujo a escoger lo mejor de todas partes para honrar los méritos del esposo. Todo lo había previsto, salvo que la fiesta era un domingo de junio en un año de lluvias tardías. Cayó en la cuenta de semejante riesgo en la mañana del mismo día, cuando salió para la misa mayor y se asustó con la humedad del aire, y vio que el cielo estaba denso y bajo y no se alcanzaba a ver el horizonte del mar. A pesar de esos signos aciagos, el director del observatorio astronómico, con quien se encontró en la misa, le recordó que en la muy azarosa historia de la ciudad, aun en los inviernos más crueles, no había llovido nunca el día de Pentecostés. Sin embargo, al toque de las doce, cuando ya muchos de los invitados tomaban los aperitivos al aire libre, el estampido de un trueno solitario hizo temblar la tierra, y un viento de mala mar desbarató las mesas y se llevó los toldos por el aire, y el cielo se desplomó en un aguacero de desastre.

El doctor Juvenal Urbino alcanzó a llegar a duras penas en el desorden de la tormenta, junto con los últimos invitados que encontró en el camino, y quería ir como ellos desde los coches hasta la casa saltando por las piedras a través del patio enchumbado, pero terminó por aceptar la humillación de que los hombres de Don Sancho lo llevaran en brazos bajo un palio de lonas amarillas. Las mesas separadas habían sido dispuestas de nuevo como mejor se pudo en el interior de la casa, hasta en los dormitorios, y los invitados no hacían ningún esfuerzo por disimular su humor de naufragio. Hacía un calor de caldera de barco, pues habían tenido que cerrar las ventanas para impedir que se metiera la lluvia sesgada por el viento. En el patio, cada lugar de la mesa tenía una tarjeta con el nombre del invitado, y estaba previsto un lado para los hombres y otro para las mujeres, como era la costumbre. Pero las tarjetas con los nombres se confundieron dentro de la casa, y cada quien se sentó como pudo, en una promiscuidad de fuerza mayor que al menos por una vez contrarió nuestras supersticiones sociales. En medio del cataclismo, Aminta de Olivella parecía estar en todas partes al mismo tiempo, con el cabello empapado y el vestido espléndido salpicado de fango, pero sobrellevaba la desgracia con la sonrisa invencible que había aprendido de su esposo para no darle gusto a la adversidad. Con la ayuda de las hijas, forjadas en la misma fragua, logró hasta donde fue posible preservar los lugares de la mesa de honor, con el doctor Juvenal Urbino en el centro y el arzobispo Obdulio y Rey a su derecha. Fermina Daza se sentó junto al esposo, como solía hacerlo, por temor de que se quedara dormido durante el almuerzo o se derramara la sopa en la solapa. El puesto de enfrente lo ocupó el doctor Lácides Olivella, un cincuentón con aires femeninos, muy bien conservado, cuyo espíritu festivo no tenía ninguna relación con sus diagnósticos certeros. El resto de la mesa quedó completo con las autoridades provinciales y municipales, y la reina de la belleza del año anterior, que el gobernador llevó del brazo para sentarla a su lado. Aunque no era costumbre exigir en las invitaciones un atuendo especial, y menos para un almuerzo campestre, las mujeres llevaban traje de noche con aderezos de piedras preciosas, y la mayoría de los hombres estaban vestidos de oscuro con corbata negra, y algunos con levitas de paño. Sólo los de mucho mundo, y entre ellos el doctor Urbino, llevaban sus trajes cotidianos. En cada puesto había una copia del menú, impreso en francés y con viñetas doradas.

La señora de Olivella, asustada por los estragos del calor, recorrió la casa suplicando que se quitaran las chaquetas para almorzar, pero nadie se atrevió a dar el ejemplo. El arzobispo le hizo notar al doctor Urbino que aquel era en cierto modo un almuerzo histórico: allí estaban por primera vez juntos en una misma mesa, cicatrizadas las heridas y disipados los rencores, los dos bandos de las guerras civiles que habían ensangrentado al país desde la independencia. Este pensamiento coincidía con el entusiasmo de los liberales, sobre todo los jóvenes, que habían logrado elegir un presidente de su partido después de cuarenta y cinco años de hegemonía conservadora. El doctor Urbino no estaba de acuerdo: un presidente liberal no le parecía ni más ni menos que un presidente conservador, sólo que peor vestido. Sin embargo, no quiso contrariar al arzobispo. Aunque le habría gustado señalarle que nadie estaba en aquel almuerzo por lo que pensaba sino por los méritos de su alcurnia, y ésta había estado siempre por encima de los azares de la política y los horrores de la guerra. Visto así, en efecto, no faltaba nadie.

El aguacero cesó de pronto como había empezado, y el sol se encendió de inmediato en el cielo sin nubes, pero la borrasca había sido tan violenta que arrancó de raíz algunos árboles, y el remanso desbordado convirtió el patio en un pantano. El desastre mayor había sido en la cocina. Varios fogones de leña habían sido armados con ladrillos en la parte de atrás de la casa, al aire libre, y apenas sí habían tenido tiempo los cocineros de poner los calderos a salvo de la lluvia. Perdieron un tiempo de urgencia achicando la cocina inundada e improvisando nuevos fogones en la galería posterior. Pero a la una de la tarde estaba resuelta la emergencia, y sólo faltaba el postre encomendado a las monjas de Santa Clara, que se habían comprometido a mandarlo antes de las once. Se temía que el arroyo del camino real se hubiera salido de madre, como ocurría en inviernos menos severos, y en ese caso no sería posible contar con el postre antes de dos horas. Tan pronto como escampó abrieron las ventanas, y la casa se refrescó con el aire purificado por el azufre de la tormenta. Luego ordenaron que la banda ejecutara el programa de valses en la terraza del pórtico, pero sólo sirvió para aumentar la ansiedad, porque la resonancia de los cobres dentro de la casa obligaba a conversar a gritos. Cansada de esperar, sonriendo al borde de las lágrimas, Aminta de Olivella dio la orden de servir el almuerzo.

El grupo de la escuela de Bellas Artes inició el concierto, en medio de un silencio formal que alcanzó para los compases iniciales de La Chasse de Mozart. A pesar de las voces cada vez más altas y confusas, y del estorbo de los criados negros de Don Sancho que apenas si cabían por entre las mesas con las fuentes humeantes, el doctor Urbino logró mantener un canal abierto para la música hasta el final del programa. Su poder de concentración disminuía año tras año, hasta el punto de que debía anotar en un papel cada jugada de ajedrez para saber por dónde iba. Sin embargo, todavía le era posible ocuparse de una conversación seria sin perder el hilo de un concierto, aunque sin llegar a los extremos magistrales de un director de orquesta alemán, grande amigo suyo en sus tiempos de Austria, que leía la partitura de Don Giovanni mientras escuchaba Tannhaüser.

La segunda pieza del programa, que fue La Muerte y la Doncella, de Schubert, le pareció ejecutada con un dramatismo fácil. Mientras la escuchaba a duras penas, a través del ruido nuevo de los cubiertos en los platos, mantenía la vista fija en un muchacho de rostro sonrosado que lo saludó con una inclinación de cabeza. Lo había visto en alguna parte, sin duda, pero no recordaba dónde. Le ocurría con frecuencia, sobre todo con los nombres de las personas, aun de las más conocidas, o con una melodía de otros tiempos, y esto le provocaba una angustia tan espantosa, que una noche hubiera preferido morir que soportarla hasta el amanecer. Estaba a punto de llegar a ese estado cuando un fogonazo caritativo le alumbró la memoria: el muchacho había sido alumno suyo el año anterior. Se sorprendió de verlo allí, en el reino de los elegidos, pero el doctor Olivella le recordó que era el hijo del Ministro de Higiene, que había venido a preparar una tesis de medicina forense. El doctor Juvenal Urbino le hizo un saludo alegre con la mano, y el joven médico se puso de pie y le respondió con una reverencia. Pero ni entonces ni nunca cayó en la cuenta de que era el practicante que había estado con él esa mañana en la casa de Jeremiah de Saint–Amour.

Aliviado por una victoria más sobre la vejez, se abandonó al lirismo diáfano y fluido de la última pieza del programa, que no pudo identificar. Más tarde, el joven chelista del conjunto, que acababa de regresar de Francia, le dijo que era el cuarteto para cuerdas de Gabriel Fauré, a quien el doctor Urbino no había oído nombrar siquiera a pesar de que siempre estuvo muy alerta a las novedades de Europa. Pendiente de él, como siempre, pero sobre todo cuando lo veía ensimismado en público, Fermina Daza dejó de comer y puso su mano terrestre sobre la suya. Le dijo: “Ya no pienses más en eso”. El doctor Urbino le sonrió desde la otra orilla del éxtasis, y fue entonces cuando volvió a pensar en lo que ella temía. Se acordó de Jeremiah. de SaintAmour, expuesto a esa hora dentro del ataúd con su falso uniforme de guerrero y sus condecoraciones de utilería, bajo la mirada acusadora de los niños de los retratos. Se volvió hacia el arzobispo para darle la noticia del suicidio, pero ya la conocía. Se había hablado mucho de eso después de la misa mayor, e inclusive había recibido una solicitud del coronel Jerónimo Argote, en nombre de los refugiados del Caribe, para que fuera sepultado en tierra consagrada. Dijo: “La solicitud misma me pareció una falta de respeto”. Luego, en un tono más humano, preguntó si se conocía la causa del suicidio. El doctor Urbino le contestó con una palabra correcta que creyó haber inventado en ese instante: gerontofobia. El doctor Olivella, pendiente de sus invitados más próximos, los desatendió un instante para terciar en el diálogo de su maestro. Dijo: “Es una lástima encontrarse todavía con un suicidio que no sea por amor”. El doctor Urbino no se sorprendió de reconocer sus propios pensamientos en los del discípulo predilecto.

—Y peor aún —dijo—: fue con cianuro de oro.

Al decirlo sintió que la compasión había vuelto a prevalecer sobre la amargura de la carta, y no se lo agradeció a su mujer sino a un milagro de la música. Entonces le habló al arzobispo del santo laico que él había conocido en sus lentos atardeceres de ajedrez, le habló de la consagración de su arte a la felicidad de los niños, de su rara erudición sobre todas las cosas del mundo, de sus hábitos espartanos, y él mismo se sorprendió de la limpieza de alma con que había logrado separarlo de pronto y por completo de su pasado. Le habló luego al alcalde de la conveniencia de comprar el archivo de placas fotográficas para conservar las imágenes de una generación que acaso no volviera a ser feliz fuera de sus retratos, y en cuyas manos estaba el porvenir de la ciudad. El arzobispo se había escandalizado de que un católico militante y culto se hubiera atrevido a pensar en la santidad de un suicida, pero estuvo de acuerdo con la iniciativa de archivar los negativos. El alcalde quiso saber a quién había que comprárselos. El doctor Urbino se quemó la lengua con la brasa del secreto, pero logró soportarlo sin delatar a la heredera clandestina de los archivos. Dijo: “Yo me encargo de eso”. Y se sintió redimido por su propia lealtad con la mujer que había repudiado cinco horas antes. Fermina Daza lo notó, y le hizo prometer en voz baja que asistiría al entierro. Por supuesto que lo haría, dijo él, aliviado, ni más faltaba.

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