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Authors: Grabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera (32 page)

Era un fantasma tan notorio, que el doctor Urbino se dio cuenta a tiempo de hasta qué punto amenazaba la armonía de su casa, y tan pronto como lo vislumbraba se apresuraba a decirle a la esposa: “No te preocupes, mi amor, fue culpa mía”. Pues a nada le temía tanto como a las decisiones súbitas y definitivas de su esposa, y estaba convencido de que siempre tenían origen en un sentimiento de culpa. Sin embargo, la confusión por el rechazo de Florentino Ariza no se resolvió con una frase de consuelo. Fermina Daza siguió abriendo el balcón por las mañanas durante varios meses, y siempre echaba de menos el fantasma solitario que la acechaba en el parquecito desierto, veía el árbol que fue suyo, el banco menos visible donde se sentaba a leer pensando en ella, a sufrir por ella, y tenía que volver a cerrar la ventana, suspirando: “Pobre hombre”. Sufrió incluso el desencanto de que él no fuera tan pertinaz como ella lo había supuesto, cuando ya era demasiado tarde para remendar el pasado, y no dejó de sentir alguna vez la ansiedad tardía de una carta que nunca llegó. Pero cuando tuvo que enfrentar la decisión de casarse con Juvenal Urbino sucumbió en una crisis mayor, al darse cuenta de que no tenía razones válidas para preferirlo después de haber rechazado sin razones válidas a Florentino Ariza. En realidad, lo quería tan poco como al otro, pero además lo conocía mucho menos, y sus cartas no tenían la fiebre de las cartas del otro, ni le había dado tantas pruebas conmovedoras de su determinación. La verdad es que las pretensiones de Juvenal Urbino no habían sido nunca planteadas en términos de amor, y era por lo menos curioso que un militante católico como él sólo le ofreciera bienes terrenales: la seguridad, el orden, la felicidad, cifras inmediatas que una vez sumadas podrían tal vez parecerse al amor: casi el amor. Pero no lo eran, y estas dudas aumentaban su confusión, porque tampoco estaba convencida de que el amor fuera en realidad lo que más falta le hacía para vivir.

En todo caso, el factor principal contra el doctor Juvenal Urbino era su parecido más que sospechoso con el hombre ideal que Lorenzo Daza había deseado con tanta ansiedad para su hija. Era imposible no verlo como la criatura de una confabulación paterna, aunque en realidad no lo fuera, y Fermina Daza estaba convencida de que lo era desde que lo vio entrar en su casa por segunda vez para una visita médica no solicitada. Las conversaciones con la prima Hildebranda acabaron de confundirla. Por su propia situación de víctima, ésta tendía a identificarse con Florentino Ariza, olvidándose incluso de que quizás Lorenzo Daza la había hecho venir para que influyera en favor del doctor Urbino. Dios conocía el esfuerzo que hizo Fermina Daza para no acompañarla cuando la prima fue a conocer a Florentino Ariza en la oficina del telégrafo. También ella hubiera querido verlo otra vez para confrontarlo con sus dudas, hablar con él a solas, conocerlo a fondo para estar segura de que su decisión impulsiva no iba a precipitarla a otra más grave, que era capitular en la guerra personal contra su padre. Pero lo hizo, en el minuto crucial de su vida, sin tomar en cuenta para nada la belleza viril del pretendiente, ni su riqueza legendaria, ni su gloria temprana, ni ninguno de sus tantos méritos reales, sino aturdida por el miedo de la oportunidad que se le iba y la inminencia de los veintiún años, que era su límite confidencial para rendirse al destino. Le bastó ese minuto único para asumir la decisión como estaba previsto en las leyes de Dios y de los hombres: hasta la muerte. Entonces se disiparon todas las dudas, y pudo hacer sin remordimientos lo que la razón le indicó como lo más decente: pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas. Lo único que se permitió fue un suspiro más hondo que de costumbre, el último: “¡Pobre hombre!”.

Las dudas más temibles, sin embargo, empezaron tan pronto como regresó del viaje de bodas. No bien acabaron de abrir los baúles, desempacar los muebles y desocupar las once cajas que trajo para tomar posesión de ama y señora del antiguo palacio del Marqués de Casalduero, y ya se había dado cuenta con un vahído mortal que estaba prisionera en la casa equivocada, y peor aún, con el hombre que no era. Necesitó seis años para salir. Los peores de su vida, desesperada por la amargura de doña Blanca, su suegra, y el retraso mental de las cuñadas, que si no habían ido a pudrirse vivas en una celda de clausura era porque ya la llevaban dentro.

El doctor Urbino, resignado a rendir los tributos de la estirpe, se hizo sordo a sus súplicas, confiando en que la sabiduría de Dios y la infinita capacidad de adaptación de la esposa habían de poner las cosas en su puesto. Le dolía el deterioro de su madre, cuya alegría de vivir infundía en otro tiempo el deseo de estar vivos hasta en los más incrédulos. Era cierto: aquella mujer hermosa, inteligente, de una sensibilidad humana nada común en su medio, había sido durante casi cuarenta años el alma y el cuerpo de su paraíso social. La viudez la había amargado hasta el punto de no creerse que fuera la misma, y la había vuelto fofa y agria, y enemiga del mundo. La única explicación posible de su degradación era el rencor de que el esposo se hubiera sacrificado a conciencia por una montonera de negros, como ella decía, cuando el único sacrificio justo hubiera sido el de sobrevivir para ella. En todo caso, el matrimonio feliz de Fermina Daza había durado lo que el viaje de bodas, y el único que podía ayudarla a impedir el naufragio final estaba paralizado de terror ante la potestad de la madre. Era a él, y no a las cuñadas imbéciles y a la suegra medio loca, a quien Fermina Daza atribuía la culpa de la trampa de muerte en que estaba atrapada. Demasiado tarde sospechaba que detrás de su autoridad profesional y su fascinación mundana, el hombre con quien se había casado era un débil sin redención: un pobre diablo envalentonado por el peso social de sus apellidos.

Se refugió en el hijo recién nacido. Ella lo había sentido salir de su cuerpo con el alivio de liberarse de algo que no era suyo, y había sufrido el espanto de sí misma al comprobar que no sentía el menor afecto por aquel ternero de vientre que la padrona le mostró en carne viva, sucio de sebo y de sangre, y con la tripa umbilical enrollada en el cuello. Pero en la soledad del palacio aprendió a conocerlo, se conocieron, y descubrió con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza. Terminó por no soportar nada ni a nadie distinto de él en la casa de su desventura. La deprimía la soledad, el jardín de cementerio, la desidia del tiempo en los enormes aposentos sin ventanas. Se sentía enloquecer en las noches dilatadas por los gritos de las locas en el manicomio vecino. La avergonzaba la costumbre de poner la mesa de banquetes todos los días, con manteles bordados, servicios de plata y candelabros de funeral, para que cinco fantasmas cenaran con una taza de café con leche y almojábanas. Detestaba el rosario al atardecer, los remilgos en la mesa, las críticas constantes a su manera de coger los cubiertos, de caminar con esos trancos místicos de mujer de la calle, de vestirse como en el circo, y hasta de su método ranchero de tratar al esposo y de darle de mamar al niño sin cubrirse el seno con la mantilla. Cuando hizo las primeras invitaciones para tomar el té a las cinco de la tarde, con galletitas imperiales y confituras de flores, de acuerdo con una moda reciente en Inglaterra, doña Blanca se opuso a que en su casa se bebieran medicinas para sudar la fiebre en vez del chocolate con queso fundido y ruedas de pan de yuca. No se le escaparon ni los sueños. Una mañana en que Fermina Daza contó que había soñado con un desconocido que se paseaba desnudo regando puñados de ceniza por los salones del palacio, doña Blanca la cortó en seco:

—Una mujer decente no puede tener esa clase de sueños.

A la sensación de estar siempre en casa ajena, se sumaron dos desgracias mayores. Una era la dieta casi diaria de berenjenas en todas sus formas, que doña Blanca se negaba a variar por respeto al esposo muerto, y que Fermina Daza se resistía a comer. Detestaba las berenjenas desde niña, antes de haberlas probado, porque siempre le pareció que tenían color de veneno. Sólo que esa vez tuvo que admitir de todos modos que algo había cambiado para bien en su vida, porque a los cinco años había dicho lo mismo en la mesa, y su padre la obligó a comerse completa la cazuela prevista para seis personas. Creyó que iba a morir, primero por los vómitos de la berenjena molida, y después por el tazón de aceite de castor que le hicieron tomar a la fuerza para curarla del castigo. Las dos cosas se le quedaron revueltas en la memoria como un solo purgante, tanto por el sabor como por el terror del veneno, y en los almuerzos abominables del palacio del Marqués de Casalduero tenía que apartar la vista para no devolver las atenciones por la náusea glacial del aceite de castor.

La otra desgracia fue el arpa. Un día, muy consciente de lo que quería decir, doña Blanca había dicho: “No creo en mujeres decentes que no sepan tocar el piano”. Fue una orden que hasta su hijo trató de discutir, pues los mejores años de su infancia habían transcurrido en las galeras de las clases de piano, aunque ya de adulto lo hubiera agradecido. No podía concebir a su esposa sometida a la misma condena, a los veinticinco años y con un carácter como el suyo. Pero lo único que obtuvo de su madre fue que cambiara el piano por el arpa, con el argumento pueril de que era el instrumento de los ángeles. Así fue como trajeron de Viena el arpa magnífica, que parecía de oro y que sonaba como si lo fuera, y que fue una de las reliquias más preciadas del Museo de la Ciudad, hasta que lo consumieron las llamas con todo lo que tenía dentro. Fermina Daza se sometió a esa condena de lujo tratando de impedir el naufragio con un sacrificio final. Empezó con un maestro de maestros que trajeron a propósito de la ciudad de Mompox, y que murió de repente a los quince días, y siguió por varios años con el músico mayor del seminario, cuyo aliento de sepulturero distorsionaba los arpegios.

Ella misma estaba sorprendida de su obediencia. Pues aunque no lo admitía en su fuero interno, ni en los pleitos sordos que tenía con su marido en las horas que antes consagraban al amor, se había enredado más pronto de lo que ella creía en la maraña de convenciones y prejuicios de su nuevo mundo. Al principio tenía una frase ritual para afirmar su libertad de criterio: “A la mierda abanico que es tiempo de brisa”. Pero después, celosa de sus privilegios bien ganados, temerosa de la vergüenza y el escarnio, se mostraba dispuesta a soportar hasta la humillación, con la esperanza de que Dios se apiadara por fin de doña Blanca, quien no se cansaba de suplicarle en sus oraciones que le mandara la muerte.

El doctor Urbino justificaba su propia debilidad con argumentos de crisis, sin preguntarse siquiera si no estaban en contra de su iglesia. No admitía que los conflictos con la esposa tuvieran origen en el aire enrarecido de la casa, sino en la naturaleza misma del matrimonio: una invención absurda que sólo podía existir por la gracia infinita de Dios. Estaba contra toda razón científica que dos personas apenas conocidas, sin parentesco alguno entre sí, con caracteres distintos, con culturas distintas, y hasta con sexos distintos, se vieran comprometidas de golpe a vivir juntas, a dormir en la misma cama, a compartir dos destinos que tal vez estuvieran determinados en sentidos divergentes. Decía: “El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno”. Peor aún el de ellos, decía, surgido de dos clases antagónicas, y en una ciudad que todavía seguía soñando con el regreso de los virreyes. La única argamasa posible era algo tan improbable y voluble como el amor, si lo había, y en el caso de ellos no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho nada más que enfrentarlos a la realidad cuando estaban a punto de inventarlo.

Ese era el estado de sus vidas en la época del arpa. Habían quedado atrás las casualidades deliciosas de que ella entrara mientras él se bañaba, y a pesar de los pleitos, de las berenjenas venenosas, y a pesar de las hermanas dementes y de la madre que las parió, él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo jabonara. Ella empezaba a hacerlo con las migajas de amor que todavía le sobraban de Europa, y ambos se iban dejando traicionar por los recuerdos, ablandándose sin quererlo, queriéndose sin decirlo, y terminaban muriéndose de amor por el suelo, embadurnados de espumas fragantes, mientras oían a las criadas hablando de ellos en el lavadero: “Si no tienen más hijos es porque no tiran”. De vez en cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada detrás de la puerta los tumbaba de un zarpazo, y entonces ocurría una explosión maravillosa en la que todo era otra vez como antes, y por cinco minutos volvían a ser los amantes desbraguetados de la luna de miel.

Pero aparte de esas ocasiones raras, uno de los dos estaba siempre más cansado que el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos de papel perfumado, fumando sola, reincidiendo en sus amores de consolación como cuando era joven y libre en su casa, dueña única de su cuerpo. Siempre le dolía la cabeza, o hacía demasiado calor, siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla otra vez, la regla, siempre la regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir en clase, sólo por el alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años de casadas las mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana.

Desgracias sobre desgracias, Fermina Daza tuvo que afrontar en el peor de sus años lo que había de ocurrir tarde o temprano sin remedio: la verdad de los negocios fabulosos y nunca conocidos de su padre. El gobernador provincial que citó a Juvenal Urbino en su despacho para ponerlo al corriente de los desmanes del suegro, los resumió en una frase: “No hay ley divina ni humana que ese tipo no se haya llevado por delante”. Algunas de sus trapisondas más graves las había hecho a la sombra del poder del yerno, y habría sido difícil no pensar que éste y su esposa no estuvieran al corriente. Sabiendo que la única reputación para proteger era la suya, por ser la única que quedaba en pie, el doctor Juvenal Urbino interpuso todo el peso de su poder, y logró cubrir el escándalo con su palabra de honor. Así que Lorenzo Daza salió del país en el primer barco para no regresar jamás. Volvió a su tierra de origen como si fuera uno de esos viajecitos que se hacen de vez en cuando para engañar a la nostalgia, y en el fondo de esa apariencia había algo de verdad: desde hacía un tiempo subía a los barcos de su patria sólo por tomarse un vaso del agua de las cisternas abastecidas en los manantiales de su pueblo natal. Se fue sin dar el brazo a torcer, protestando inocencia, y todavía tratando de convencer al yerno de que había sido víctima de una confabulación política. Se fue llorando por la niña, como llamaba a Fermina Daza desde que se casó, llorando por el nieto, por la tierra en que se hizo rico y libre, y donde logró la proeza de convertir a la hija en una dama exquisita a base de negocios turbios. Se fue envejecido y enfermo, pero todavía vivió mucho más de lo que ninguna de sus víctimas hubiera deseado. Fermina Daza no pudo reprimir un suspiro de alivio cuando le llegó la noticia de la muerte, y no le guardó luto para evitar preguntas, pero durante varios meses lloraba con una rabia sorda sin saber por qué cuando se encerraba a fumar en el baño, y era que lloraba por él.

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