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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (8 page)

Michael la miró unos instantes y esbozó una sonrisa.

—Bueno, tómatelo con calma pero no lo demores demasiado. Nueva York es muy grande, pero imagínate que estás de compras en Macy’s y al salir de un probador te encuentras de frente con tu madre.

Maya se imaginó la situación y sonrió.

—Sería una forma de acabar con el problema de raíz —dijo—. Seguro que le daría un infarto… y a mí otro.

—Eso sería una lástima.

—¿Mi infarto o el de mi madre?

—Ambos, supongo.

La pareja se rio mientras el
maître
les dejaba la carta del restaurante.

—Bueno, John, supongo que en un sitio tan distinguido tardarán mucho en servir, así que si no te importa, será mejor que vayamos pidiendo. Después tengo una reunión importante y no quisiera llegar tarde.

—Vas demasiado rápido, Maya. Deberías probar a relajarte un poco o lo de ese infarto no será solo una broma —dijo John—. Gracias, Henry —añadió dirigiéndose al hombrecillo. El
maître
inclinó la cabeza y se retiró discretamente.

Maya tomó la carta y la estudió con curiosidad. Era uno de esos restaurantes de cocina de diseño en los que los nombres de cada plato ocupaban más de tres líneas cada uno, y tenían más palabras en francés que en inglés. Pasaron los minutos y Maya seguía indecisa. No quería comer demasiado pero lo cierto era que no sabía muy bien qué elegir.

—¿Han decidido ya, señores?

John la miró por encima de la carta, interrogador.

—Bueno, estaba dudando entre los escalopines de buey encebollados, trufados con salsa tártara y acompañados de
coulant
de queso de cabra, o por el lomo de atún del Mar del Norte, bañado en salsa de setas y espolvoreado con hierbas provenzales de primavera y ajo fresco —dijo Maya de corrido—. Son los dos platos más cortos de la carta.

John sonrió.

—Permítame recomendarle el atún, es realmente delicioso —dijo el hombre acompañando su recomendación con una filigrana.

—Pues no se hable más —concedió Maya.

—Yo tomaré lo mismo, Henry, y tráenos también una botella de Chanson Pere del noventa y ocho —pidió John.

—Excelente elección, señor.

Maya ojeó la carta y encontró el vino en cuestión. Al ver el precio casi le da un infarto. Cada botella valía más de quinientos dólares.

—Es un vino exquisito y marida muy bien con el atún —dijo John al observar su expresión de asombro.

—Por el precio que tiene debería maridar bien hasta con la suela de un zapato viejo.

John rio.

—Bueno, ¿qué tal tu regreso a Nueva York, Maya? ¿Se han cumplido tus expectativas?

—No sé qué decirte. Ni siquiera sabría explicar bien cuáles eran mis expectativas cuando me decidí a regresar. Si te digo la verdad, ni siquiera sé por qué he vuelto. Pero bueno, al menos he recuperado a mis antiguas amigas, aunque alguna de ellas se dedique a hacer de casamentera.

—¿Cómo es eso? —se interesó John.

—Es mi amiga Trudy. Insiste en que tengo que encontrar una distracción masculina para mejorar mi humor, y como dice que yo no hago nada para arreglarlo, ella se esfuerza por las dos.

Maya le explicó la visita a la galería de arte de Paolo mientras tomaba una copa del vino de quinientos dólares la botella. No era una experta en caldos, pero lo cierto era que estaba delicioso y entraba solo. Maya le explicó entre risas la situación surrealista que había vivido en la exposición de pintura. Estaba segura de que Trudy había forzado la situación para que el pintor se interesase por ella y la invitase a su cuarto privado.

—Llegué a pensar que el tal Paolo era un
gigoló
contratado por Trudy, pero luego vi el cartel de la exposición y aparecía él —explicó Maya—. Aunque a lo mejor se gana la vida con esos dos trabajos, como muchos artistas.

John le rio la gracia.

—Al menos Trudy se preocupa mucho por ti —dijo John.

—Demasiado. Esta noche me ha invitado a ver un partido de baloncesto junto con dos amigos suyos, Andrew y Lyle. Según ella, Lyle es el doble de George Clooney, pero mejorado —dijo Maya—. «Además es corredor de bolsa» —añadió Maya, imitando la forma de hablar de su amiga—. Como si trabajar en Wall Street aumentase su atractivo.

—Quién sabe, quizá es alguien interesante. No se pierde nada por probar, ¿no?

—Se pierde el tiempo. Pero bueno, he quedado con Trudy y las chicas en el Bianca para tomar una copa antes del partido de baloncesto. Con un poco de suerte, Andrew tendrá que cerrar un negocio de última hora… o quizá se rompa un pie y anule la cita.

—Conozco a un par de tíos que se encargan de esos trabajos —dijo John, siguiéndole el juego.

Maya se rio.

—En serio, ¿por qué no te buscas una excusa auténtica?

—¿A qué te refieres?

—Por ejemplo, que has estado comiendo con alguien y te ha surgido la interesante posibilidad de hacer algo con él por la tarde, como ir a dar un paseo por Central Park y comer unos perritos en un puesto callejero.

Maya le miró a los ojos y por un instante estuvo a punto de aceptar su propuesta. John era un hombre muy atractivo y se divertía mucho con él. No le apetecía lo más mínimo ir al partido de baloncesto con Trudy y sus amigos. Estaba segura que el encuentro encerraba otra cita a ciegas con un hombre supuestamente perfecto, en el que no estaba para nada interesada. Tampoco sentía nada especial por John, pero se lo pasaban bien juntos y le hacía olvidarse de Paul por un rato. Sin embargo, no podía hacerlo, se había comprometido a ir con Trudy y no quería dejarla sola. Su amiga se estaba volcando con ella en todos los sentidos y aunque tendría que hablar muy seriamente con ella sobre aquellas citas, no quería estropear sus planes.

—Me encantaría, de verdad. Pero esta tarde no puede ser.

—Bueno, no importa. Tengo muchísimas tardes que ofrecerte y los perritos de Central Park no se van a mover de allí.

El resto de la comida transcurrió agradablemente, charlando acerca de la vida y del incierto futuro que les esperaba. A medida que la botella de Chanson Pere se iba acabando, las risas fueron aumentando proporcionalmente. En ese momento Maya no podía imaginar la experiencia que le aguardaba esa misma noche. De haberlo sabido, probablemente hubiese aceptado la oferta de John.

Capítulo 8

Pocas veces, fuera de un tribunal, Maya había tenido un auditorio tan atento a cada una de sus palabras como en aquel instante. Había pasado una noche muy ajetreada y apenas había dormido, por lo que el corrector de ojeras había tenido trabajo extra aquella mañana. Sus tres amigas la miraban boquiabiertas, sentadas en torno a una mesa en el Bianca, mientras Maya les contaba lo que había sucedido la noche pasada.

Todo había comenzado la tarde anterior en un partido de baloncesto en el Madison Square Garden. Jugaban los Knicks contra los Celtics, un gran partido, pero Maya apenas había prestado atención al juego. Un colega veterinario de Trudy, Andrew, les había invitado a ver el partido y se había llevado consigo a un amigo, Lyle. Tal y como Maya había sospechado, se trataba de una cita encubierta planeada por su amiga. Antes del descanso, Trudy y Andrew cambiaron sus asientos y se dedicaron a cuchichear y a reírse a carcajadas de sus ocurrencias, dejando a Maya y Lyle a solas. Al menos Trudy no le había mentido en cuanto a Lyle. Efectivamente, el hombre tenía un inquietante parecido con George Clooney y, aunque fuese difícil de creer, incluso le mejoraba. Era uno de los hombres más apuestos que Maya había conocido y estaba claro que cuidaba su aspecto con esmero. Tenía las cejas perfectamente perfiladas, pero sin resultar ridículo, y la piel de su cara parecía la de un anuncio de cremas, por no hablar de su pelo. Sus manos eran hermosas y estaban muy cuidadas, tanto que Maya estaba segura de que se hacía la manicura regularmente. A pesar de la buena impresión inicial, Maya había tenido la intención de alegar un dolor de cabeza para marcharse lo antes posible. Sin embargo, y para su sorpresa, Lyle le había hecho cambiar de idea y no por nada relacionado con su aspecto físico.

Desde la primera palabra que él había pronunciado, Maya se había sentido tan a gusto con él que no había podido poner en práctica su plan de fuga precipitada. Lyle era un hombre extremadamente culto y muy divertido. Trabajaba en un puesto de dirección en una empresa de publicidad y en su tiempo libre colaboraba con varias ONG. Hablaba español perfectamente y pasaba todas sus vacaciones en campos de trabajo en Centroamérica, enseñando a leer a los niños del lugar. Su conversación era interesante, casi absorbente, y una se podía pasar horas escuchándole como si estuviese en una nube. Pero lo que más le había impresionado a Maya era que, desde el principio, había sentido que Lyle era una buena persona, un hombre en el que se podía confiar ciegamente. Esa sensación solo la había tenido antes una vez en toda su vida. Fue la noche en que conoció a un joven médico en un cine de verano, hacía ya muchos años. Paul.

Después del partido, los cuatro se fueron a cenar a un pequeño y acogedor restaurante en Brooklyn. Lyle conocía al dueño, un italiano muy guapo con el que se besó efusivamente al entrar en el local. La cena fue exquisita y Lyle continuó ejerciendo su influencia embriagadora sobre ella. A Maya no se le escaparon las miradas de satisfacción que Trudy le dirigió varias veces durante la cena. Su amiga estaba encantada de que su plan estuviese funcionando. Y Maya, pese a lo inesperado de la situación, también.

Durante la cena charlaron de todo un poco hasta que, sin recordar muy bien cómo o por qué, acabaron hablando de viajes, países y ciudades. Maya había viajado bastante de joven, y le apasionaba conocer nuevos lugares, nuevas gentes y sus culturas. Y Lyle parecía conocerlo casi todo de casi todos los sitios. Había viajado tanto con las ONG, que casi había perdido la cuenta de los lugares que había visitado. Hablaba español perfectamente y francés con fluidez, chapurreaba el árabe y el ruso, y se defendía como podía en chino. Lyle también era amante de la fotografía y atesoraba una colección de fotos de todos los lugares en los que había estado. Maya estaba deseosa de verlas, así que, después de la cena, Trudy y Andrew se fueron a un local de moda a bailar y tomar unas copas, mientras que Maya acompañó a Lyle a casa con la intención de ver las fotografías.

El apartamento de Lyle era impresionante. Era un ático situado en la Quinta Avenida, en el cruce con la calle 73, junto a Central Park. Las vistas sobre el parque eran espectaculares. El brillo de las farolas se reflejaba sobre la superficie del lago, creando un espejismo de luces y sombras que parecían bailar entrelazadas sobre el agua.

Pese al frío estuvieron contemplando el espectáculo durante varios minutos, hipnotizados por la belleza. Después pasaron al interior y Lyle comenzó a enseñarle las fotos de sus muchos viajes, acompañándolas de anécdotas y explicaciones que saciaron la curiosidad de Maya. Se sentía casi como una universitaria escuchando a un profesor maduro y atractivo. Lyle sacó una botella de vino blanco, un Albariño, de alguna región de España que Maya ya no recordaba pero que era increíblemente bueno, mejor incluso que el vino de quinientos dólares que había pedido John.

Cuando Maya llegó a ese punto de la narración, Trudy no pudo contenerse y la interrumpió de golpe.

—Joder. La verdad es que casi no conocía a Lyle —dijo derretida—. Sabía que era un encanto, pero no tanto.

—Pues aún no he llegado a lo mejor —contestó Maya.

Tomó un sorbo de su café y continuó con la narración. Las cuatro amigas parecían ajenas al resto del mundo, como si la gente sentada en las mesas de alrededor no existiera.

—Después me enseñó el resto de la casa y acabamos en su dormitorio. Parecía sacado de una revista de diseño. Cama dos por dos, luces de ambiente y un gusto exquisito.

—Lo sabía —se anticipó Trudy triunfalmente—. Te lo has tirado.

—En ese momento —continuó Maya—, Lyle se acercó a mí y me tocó el pelo suavemente. Pero entonces, sonó el teléfono y él, aunque torció el gesto con disgusto, lo cogió.

Una expresión de fastidio apareció simultáneamente en la cara de sus tres amigas. Maya estuvo a punto de soltar una carcajada.

—¿Y qué paso? —preguntó Ania, ansiosa.

—Lyle contestó con tranquilidad, mientras yo escuchaba la conversación a menos de un paso de distancia —dijo Maya para después quedarse callada.

—¿Y? —dijo Trudy con nerviosismo.

—Era su pareja. En ese momento estaba regresando a casa y quería saber si Lyle ya estaba allí —dijo Maya.

—¿Cómo? —dijo Trudy con incredulidad—. Eso… eso no es posible. Joder. Le pregunté a Andrew si Lyle tenía novia y me dijo que no.

—Espera, aún no he acabado —siguió Maya—. Después de colgar, Lyle me dijo que su pareja estaba a punto de llegar, y me preguntó con toda naturalidad si me quería quedar a tomar unas copas con ellos.

—¿Te invitó a que te quedases? ¿Te invitó a un trío? —preguntó Beth—. Joder, menudo pervertido.

Maya siguió con su relato.

—Acepté y Lyle abrió otra botella de vino blanco. Para cuando apareció su pareja tengo que decir que yo estaba ya algo borracha y él también.

—No me lo creo, no me creo que te montases un trío. Tú no —intervino Ania, escandalizada.

Maya bebió un sorbo de su copa, manteniendo la tensión unos segundos más.

—Vamos, acaba de una vez, me estoy muriendo de impaciencia —dijo Beth.

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