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Authors: Antoine de Saint-Exupéry

Tags: #Drama, Histórico, Relato

Vuelo nocturno

 

Vuelo nocturno
, un viaje admirable a los principios de la aviación. Unos tiempos en que —en medio de esas noches cerradas en las que no vemos ni la mano extendida ante nuestros propios ojos— no existía más guía que la propia vista, ni más ayuda que una brújula, ni más comunicación con el resto del mundo que la del radiotelégrafo.

Saint-Exupéry nos narra la aventura de uno de estos arrojados pilotos, cuando aún son pocos los que comprenden que el vuelo nocturno es la única forma de la aviación comercial capaz de competir con los transportes tradicionales. Perdido en la noche, sorprendido por una virulenta tormenta, quedará más y más aislado conforme el monstruo al que se enfrenta asola las ciudades e inutiliza el radiotelégrafo, mientras sus camaradas, desde la precariedad de medios de la época, tratan en vano de restablecer el contacto y guiarlo hasta casa.

Es ésta una novela en la que se navega, a través de su prosa bella y serena, del mismo modo que lo hace el héroe en la tormenta, tan fascinante y terrible al mismo tiempo. La gesta no reside aquí en la consecución de unos objetivos colosales, sino en el devenir diario de unos hombres sencillos y parcos en palabras enfrentados a diario, como pioneros del siglo que amanece, con los viejos temores humanos. Qué mejores palabras para finalizar que las del propio Saint-Exupéry, expresadas como las reflexiones del otro gran héroe de la obra, el líder convencido de su razón e inflexible con unos hombres a los que ama y admira:

«… sólo del misterio se tiene miedo. Es preciso que no haya más misterio. Es preciso que los hombres desciendan a ese pozo oscuro, vuelvan a subir, y digan que no han encontrado nada allí».

Óscar Cuevas Vera

Antoine de Saint-Exupéry

Vuelo nocturno

ePUB v1.0

Traduttore Traditore
21.05.12

Título original:
Vol de nuit

Antoine de Saint-Exupéry, 1931.

Traducción: J. Benavent

Diseño/retoque portada: Traduttore Traditore, en base a la portada de una edición francesa

Editor original: Traduttore Traditore (v1.0)

ePub base v2.0

Portada: El Latecoere 25, el avión que voló Saint-Exupéry durante su estadía en la Argentina

A Monsieur Didier Daurat

Prefacio

Para las Compañías de navegación aérea, se trataba de vencer en rapidez a los otros medios de transporte. Rivière, admirable figura de jefe, lo explicará en este libro: «Para nosotros, es una cuestión de vida o muerte, puesto que perdemos, por la noche, el avance ganado, durante el día, sobre los ferrocarriles y navíos». Este servicio nocturno, muy criticado al principio, aceptado más adelante, y convertido luego en servicio práctico después del riesgo de las primeras experiencias, era todavía, cuando se escribió este relato, sumamente arriesgado; al peligro impalpable de las rutas aéreas, cuajadas de sorpresas, se añade en este caso el pérfido misterio de la noche. Por muy grandes que sean todavía los riesgos, me apresuro a decir que van disminuyendo día a día, al facilitar y asegurar con cada nuevo viaje la ruta del siguiente. Mas para la aviación, como para la exploración de las tierras desconocidas, existe una primera época heroica, y,
Vuelo nocturno
, que nos describe la trágica aventura de uno de esos exploradores del aire, adquiere con toda naturalidad un tono de epopeya.

Me gusta el primer libro de Saint-Exupéry, pero éste de ahora, mucho más aún. En
Courrier Sud
, a los recuerdos del aviador, consignados con una precisión sorprendente, se mezclaba una intriga sentimental que nos aproximaba al héroe: tan susceptible de ternura, que lo sentíamos humano, vulnerable. El héroe de
Vuelo nocturno
, aunque no deshumanizado, se eleva a una virtud sobrehumana. Creo que lo que más me complace en este relato estremecedor es su nobleza. Las flaquezas, los abandonos, las caídas de los hombres, las conocemos de sobra y la literatura de nuestros días es más que hábil en mostrarlos; pero esa superación de sí mismo que obtiene la voluntad en tensión, es lo que, sobre todo, necesitamos que se nos enseñe.

Más asombrosa aún que la figura del aviador me parece serlo la de Rivière, su jefe. Éste no obra, hace obrar; infunde su virtud a los pilotos, exige de ellos lo máximo y les obliga a la proeza. Su implacable decisión no tolera la flaqueza, y castiga el menor desfallecimiento. Su severidad puede parecer, al principio, inhumana, excesiva. Pero se aplica a las imperfecciones, de ningún modo al hombre, que él pretende forjar. En esa pintura, se percibe la admiración del autor. Le estoy reconocido, sobre todo, por evidenciar esa verdad paradójica, que es, a mi parecer, de una importancia psicológica considerable, que el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptación de un deber. Cada uno de los personajes de este libro está total y ardientemente consagrado a lo que «debe» hacer, a esa tarea peligrosa en cuya ejecución tan sólo encontrará el descanso de la felicidad. Y se entrevé con precisión que Rivière no es en modo alguno un insensible (nada más emocionante que el reaparecido) y que necesita tanto valor para dar sus órdenes como los pilotos para ejecutarlas.

«Para hacerse amar —dirá—, basta con compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto… me sorprendo a veces de mi poder». Y también: «Amad a los que mandáis, pero sin decírselo».

Y es que también el sentimiento del deber domina a Rivière: «El oscuro sentimiento de un deber, más grande que el de amar». Que el hombre no encuentre su finalidad en sí mismo, sino que se subordina y se sacrifica a algo de lo que vive y que le domina. Me agrada encontrar de nuevo aquí ese «oscuro sentimiento» que hacía exclamar paradójicamente a mi Prometeo: «No amo al hombre, sino lo que le decora». Es ésta la fuente de todo heroísmo: como si algo sobrepasase, en valor, a la vida humana… Pero, ¿qué? Y aún: «Tal vez existe alguna otra cosa, más duradera, que salvar; tal vez haya que salvar esa parte del hombre, que Rivière trabaja». No nos cabe la menor duda.

En un tiempo en que la noción de heroísmo tiende a desertar del Ejército, puesto que las virtudes viriles corren el riesgo de permanecer ociosas en las guerras de mañana, cuyo futuro horror los químicos nos invitan a presentir, ¿no es en la aviación donde vemos desarrollarse más admirablemente y más útilmente el valor? Lo que sería una temeridad, deja de serlo en un servicio mandado. El piloto, que arriesga su vida sin cesar, tiene cierto derecho a sonreír ante la idea que de ordinario nos forjamos del «valor». Saint-Exupéry me permitirá citar una carta suya, antigua ya; pertenece al tiempo en que hacía el servicio Casablanca-Dakar, por encima de la Mauritania:

«No sé cuándo volveré; ¡tengo tanto trabajo desde hace algunos meses!: búsquedas de compañeros perdidos; reparaciones de aviones caídos en territorios disidentes, y algunos correos a Dakar.

»Acabo de realizar una pequeña hazaña: he pasado dos días y dos noches con once moros y un mecánico, para salvar un avión. Tuvimos diversas y graves alarmas. Por primera vez, he oído silbar las balas sobre mi cabeza. Conozco, por fin, lo que soy en esas circunstancias: mucho más sereno que los moros. Pero he comprendido, al mismo tiempo, lo que siempre me había sorprendido: por qué Platón (¿o Aristóteles?) sitúa al valor en la última categoría de las virtudes. Es que no está formado por muy hermosos sentimientos: algo de rabia, algo de vanidad, mucha testarudez y un vulgar placer deportivo. Sobre todo, la exaltación de la propia fuerza física que, no obstante, no le atañe en nada. Cruzamos los brazos sobre la camisa desabrochada, y respiramos fuerte. Es más bien agradable. Cuando esto se produce durante la noche, se le mezcla el sentimiento de haber hecho una inmensa tontería. Jamás volveré a admirar a un hombre que sólo sea valeroso».

Como epígrafe, podría añadir a esa cita un apotegma extraído del libro de Quinton (que aún hoy, ando muy lejos de aprobar):

«Se oculta la propia valentía, como se oculta el amor»; o, mejor aún: «Los valientes ocultan sus hazañas como la gente de buen corazón sus limosnas. Las disfrazan o se excusan de ellas».

Todo lo que Saint-Exupéry explica, lo cuenta «con conocimiento de causa». El haber arrostrado frecuentemente el peligro, confiere a su libro un sabor auténtico e inimitable. Poseemos numerosos relatos de guerra o de aventuras imaginarias donde el autor a veces hace gala de un flexible talento, pero que provocan la sonrisa de los verdaderos aventureros o combatientes que los leen. Este relato, cuyo valor literario admiro tanto, tiene, por otra parte, el valor de un documento; y esas dos cualidades, tan inesperadamente unidas, dan a Vuelo nocturno su excepcional importancia.

A
NDRÉ
G
IDE

I

Las colinas, bajo el avión, cavaban ya su surco de sombra en el oro del atardecer. Las llanuras tornábanse luminosas, pero de una luz inagotable: en este país no cesaban de exhalar su oro, como, terminado el invierno, no cesaban de entregar su nieve.

Y el piloto Fabien que, del extremo Sur, conducía a Buenos Aires el correo de Patagonia, conocía la proximidad de la noche por las mismas señales que las aguas de un puerto: por ese sosiego, por esas ligeras arrugas que dibujaban apenas los tranquilos celajes. Penetraba en una rada, inmensa y feliz.

También hubiera podido creer que, en aquella quietud, se paseaba lentamente casi cual un pastor. Los pastores de Patagonia andan, sin apresurarse, de uno a otro rebaño; él andaba de una a otra ciudad, era el pastor de los villorrios. Cada dos horas, encontraba algunos de ellos que se acercaban a beber en el ribazo de un río o que pacían en la llanura.

A veces, después de cien kilómetros de estepas más deshabitadas que el mar, cruzaba por encima de una granja perdida, que parecía arrastrar, hacia atrás, en una marejada de praderas, su cargamento de vidas humanas: con las alas, saludaba entonces aquel navío.

«San Julián a la vista: aterrizaremos dentro de diez minutos».

El «radio» comunicaba la noticia a todas las estaciones de la línea.

Semejantes escalas se sucedían, cual eslabones de una cadena, a lo largo de dos mil quinientos kilómetros, desde el estrecho de Magallanes hasta Buenos Aires; pero la de ahora se abría sobre las fronteras de la noche como, en África, la última aldea sometida se abre sobre el misterio.

El «radio» pasó un papel al piloto:

«Hay tantas tormentas que las descargas colman mis auriculares. ¿Haréis noche en San Julián?».

Fabien sonrió: el cielo estaba terso cual un acuario, y todas las escalas, ante ellos, les anunciaban: «Cielo puro, viento nulo». Respondió:

«Continuaremos».

Pero el «radio» pensaba que las tormentas se habían aposentado en algún lugar, como los gusanos se instalan en un fruto: y así, la noche sería hermosa, pero, no obstante, estaría estropeada. Le repugnaba entrar en aquella oscuridad próxima a pudrirse.

Al descender sobre San Julián, con el motor en retardo, Fabien se sintió cansado. Todo lo que alegra la vida de los hombres corría, agrandándose, hacia él: las casas, los cafetuchos, los árboles de la avenida. Él parecía un conquistador que, en el crepúsculo de sus empresas, se inclina sobre las tierras del imperio y descubre la humilde felicidad de los hombres. Fabien experimentaba la necesidad de deponer las armas, de sentir la torpeza y el cansancio que le embargaban —y también se es rico de las propias miserias— y de vivir aquí cual hombre simple, que contempla a través de la ventana una visión ya inmutable. Hubiera aceptado esa aldea minúscula: después de escoger, se conforma uno con el azar de la propia existencia e incluso puede amarla. Os limita como el amor. Fabien hubiera deseado vivir aquí largo tiempo, recoger aquí su porción de eternidad, pues las pequeñas ciudades, donde vivía una hora, y los jardines rodeados de viejos muros, sobre los cuales volaba, le parecían, fuera de él, eternos en duración. La aldea subía hacia la tripulación, abriéndose. Y Fabien pensaba en las amistades, en las jovencitas, en la intimidad de los blancos manteles, en todo lo que, lentamente, se familiariza con la eternidad. La aldea se deslizaba ya rozando las alas, desplegando el misterio de sus jardines cercados, a los que sus muros ya no protegían. Pero Fabien, después de aterrizar, supo que sólo había visto el lento movimiento de algunos hombres entre las piedras. Aquella aldea, con su sola inmovilidad, guardaba el secreto de sus pasiones; aquella aldea, denegaba su suavidad: para conquistarla hubiera sido preciso renunciar a la acción.

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