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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (8 page)

No obstante, el importe de su factura era un minúsculo grano de arena en comparación con la fortuna que debía ir a parar a los bolsillos de la familia Bajomonte. Hacía más de setenta años, en un día como aquel, un todavía joven y apuesto Zacarías celebraba su cumpleaños en una de las bodegas del pueblo. Allí había coincidido con un multimillonario inglés de apenas veinte años, John Toole. Según los testigos, lo que empezó como un inocente juego de apuestas fue subiendo de tono a lo largo de la velada, mientras el alcohol se adueñaba de todos los cerebros. Pasada la medianoche, el larguirucho inglés, que más bien parecía un canario con su larga nariz y su pelo amarillento, tuvo la genial idea que algún día debía cambiar para siempre la vida de Zacarías y su familia. Animado por el alcohol y mareado por la comida picante, a la que estaba aún poco acostumbrado, realizó la apuesta más extraña escuchada hasta entonces en Guacamalindo: «Si llegas a los cien años serás dueño de toda mi fortuna. Si no lo consigues me quedaré con tu burra, el corral y tu colección de sellos de la última guerra».

John Toole no pensó que después de tanto tiempo, aunque Zacarías conservase todavía una burra y algunas gallinas en el corral, éstas ya serían las bisnietas de las primeras. Y tampoco valoró correctamente las pobres propiedades del guacamalindés, que en relación con las suyas (fincas, negocios y millones en el banco), no aguantaban el agravio comparativo. El aguardiente ya había hecho su efecto en el inglés. Pero Zacarías, a quien todavía le quedaba una chispa de sobriedad, no tardó ni dos segundos en aceptar el reto, al ver lo poco que tenía por perder. Su propia abuela había llegado a los ciento veinte años gracias, tal vez, a los efectos milagrosos de las gachas con chorizo picante y a las alubias con tomate. Si providencialmente había heredado su genética, pasado el centenario, le quedarían todavía dos décadas para vivir a cuerpo de rey.

Aceptado el reto, Zacarías, John y todos los hombres que se encontraban en aquel momento en la taberna, se acercaron de madrugada al colmado del pueblo, regentado en aquel entonces por los padres de Alfonsina, para usar la única máquina de telegrafiar que existía en Guacamalindo. Querían enviar un mensaje a los abogados del excéntrico millonario con el objetivo de sellar los términos de la apuesta. Tuvieron que esperar varios días la contestación y mientras tanto los asesores de Toole intentaron hacerle ver la locura en la que se había metido. Pero Toole, sereno ya, era demasiado inglés para echarse atrás. Finalmente, una semana después del cumpleaños de Zacarías, se presentó en Guacamalindo, con paraguas y bombín, un representante de la casa de apuestas más famosa de Londres, para formalizar el contrato que certificaba el desafío:

«Yo, John Toole, en plenas facultades físicas y psíquicas, apuesto que mi amigo Zacarías Bajomonte no llegará a celebrar su cien aniversario. En el caso que lo hiciera, el día que cumpla cien años, ni uno más ni uno menos, tendrá 365 días para reclamar toda mi fortuna. Si por el contrario muriera antes, durante el año posterior a su defunción, yo, John Toole podré reclamar la posesión de su burra, sus gallinas y sus sellos de la última guerra».

Todo estaba por escrito. Tan sólo faltaban las firmas de los protagonistas. Toole fue el primero en poner su rúbrica. Zacarías lo hizo a continuación. El juego se había iniciado.

Setenta y cinco años más tarde, el día del cien aniversario de Don Zacarías, John Toole hacía tiempo que había fallecido, pero una copia de los papeles firmados seguía guardada bajo llave en casa del anciano. Él estaba hecho un saco de remiendos pero su familia esperaba ansiosa la recompensa. Y si hubieran podido, habrían adelantado las manecillas del reloj biológico del patriarca hacía ya mucho tiempo.

La noche anterior nada en absoluto se modificó en la rutina impuesta al viejo. A todas horas era vigilado por alguno de sus hijos para que no hiciera ningún exceso que lo llevara, antes de tiempo, a la tumba. Don Zacarías cenaba frugalmente. Su comida, noche tras noche, era probada antes por el gato de la familia. Una vez pasado el test, tras comprobar que el felino seguía en pie, el pobre abuelo podía disfrutar de sus cuatro hojas de lechuga, sin tomate ni cebolla, porque provocaban acidez, su loncha de jamón dulce y su patata hervida. Como era importante controlar el colesterol y las grasas, la cena por supuesto se servía sin una sola gota de aceite. Y finalmente, de postre, un vaso de leche, hervida y sin azúcar, para controlar la diabetes. Acabado el festín, un malhumorado Zacarías se dirigía lentamente a sus aposentos, situados en la planta baja, con tal de ahorrarle el esfuerzo de subir las escaleras. Allí se sacaba la dentadura y se quitaba el peluquín. Era el único del pueblo y Doña Alfonsina lo había hecho llegar, por encargo, de la capital. Posteriormente las malas lenguas decían que se desprendía también de un ojo de cristal, colocado en sustitución del auténtico tras un accidente fatal con uno de los gatos domésticos. Por lo visto el felino, después de ser obligado a morder la lechuga y antes de morir en extrañas circunstancias, había saltado sobre el anciano, llevándose a la tumba el ojo casi centenario. La verdad era que, tras cien años en este mundo, poco le quedaba de original. Y de esta guisa, medio descompuesto e irreconocible, lo ponían a dormir aferrado siempre a un viejo ejemplar de la Biblia, desgastado por el uso, que lo acompañaba allá donde iba.

La víspera del gran día todo se había hecho según el ritual. El único cambio, apenas perceptible, había sido un ligero temblor en las manos de Casilda, la hija mayor. Casilda, que sobrepasaba de largo los sesenta, había permanecido soltera para cuidar de su padre, y por fin veía inminente la consecución de todos sus sueños: tras cobrar la apuesta y repartirse el dinero con sus hermanos, se desharía del viejo pellejo, y entonces con una buena dote como aval, no le harían falta belleza ni juventud para pescar un marido. Sonriendo tan sólo con el mero pensamiento de abandonar en unos días su esclavizada soltería, cerró la luz de la habitación y se dispuso a pasar la noche en vela, imaginando mil y una veladas de amor con su futuro marido, aún de rostro y nombre desconocidos.

Pero mientras Guacamalindo despertaba perezosamente, una sorpresa aguardaba a la familia Bajomonte aquella mañana. Con los primeros claros del día, Casilda entró en la habitación de su padre sin hacer ruido. Se dirigió a la ventana para retirar las cortinas y dejar que la luz del sol iluminara la estancia. Le extrañó que Don Zacarías no la recibiera con su habitual gruñido de buenos días y en aquel instante intuyó que algo no era normal. Casilda se acercó con aprensión al lecho de su padre. Aparentaba estar dormido, con la Biblia sobre el pecho, aunque en contra de su costumbre, descansaba plácidamente e incluso parecía sonreír. Preocupada, porque empezaba a temer lo peor, Casilda tocó el rostro de Zacarías. Estaba helado y permanecía imperturbable, con la estúpida y socarrona mueca en los labios. Casilda se sintió mareada. No estaba dormido. El maldito viejo se había quedado más tieso que la mojama, dormido eternamente en el sueño de los injustos.

Así que, mientras en las desiertas calles, se oían las risas y pisadas de algún chiquillo madrugador, y en el colmado de Doña Alfonsina, la única radio del pueblo emitía el folletín matinal, en la casa de Don Zacarías se escuchó un grito. Era un chillido más rabioso que trágico y resonó en todas las estancias, en el salón, en el jardín y en la cocina, despertando a la familia para celebrar una reunión de emergencia.

—¡Maldito viejo! Hasta esto tenía que torcernos… ¡Si ya lo decía yo! No tendremos tanta suerte, porque padre, antes de dejarnos a todos millonarios, se tira del campanario de la iglesia…

Quien así hablaba era el hijo pequeño, Arturito. Rozaba los sesenta años y la noche anterior había soñado con comprarse un carro último modelo, color verde manzana, resplandeciente y colosal, con las ruedas plateadas y los asientos de piel de cocodrilo. Su deseo era llegar hasta la capital, donde creía que hasta los gatos llevaban botas, y una vez allí, aparcarlo delante del casino más lujoso de la ciudad, para dilapidar en una noche, si era posible, una cuarta parte de la herencia en cartas, ruletas, mujeres y alcohol. Por su parte, el mediano, Alejandro, permanecía silencioso mientras le daba vueltas a cómo conseguir ahora el dinero para el centro de ocio que había soñado fundar en Guacamalindo. Un negocio destinado a convertirlo en el hombre más poderoso de la ciudad, por delante del alcalde y Doña Alfonsina. Y estaban también todos los gastos contraídos con aquella vieja usurera, que debía estar frotándose las manos repasando, una y otra vez, las facturas por cobrar. «Mal asunto», pensaba Alejandro, mientras contemplaba a su compungida esposa, que acariciaba mecánicamente al gato sentado en sus rodillas. Y en aquel momento tomó una determinación. El viejo no podía salirse con la suya y amargar los sueños de toda la familia. Se levantó, y con un enérgico «¡silencio!» que hizo huir despavorido al gato, acalló los lamentos y sollozos para decir lo siguiente:

—Hoy padre hará el desfile. Tiraremos las chocolatinas, los caramelos y las serpentinas. Es lo que Guacamalindo está esperando y es lo que van a tener. No se hable más. Y mañana cobraremos la apuesta. Dejad de lamentaros y vamos a prepararlo todo, tal y como estaba previsto.

—¡Ay, Dios! —exclamó Casilda, y prosiguió—: ¡Tú has perdido el juicio! ¿No te das cuenta que lo que estás diciendo es imposible? El viejo nos ha fastidiado la apuesta, y está muerto y bien muerto, que tú mismo lo has visto… Y ahora, después de tantos años viviendo como una esclava, ¿quién va a querer casarse conmigo, con esta cara llena de arrugas y ni un solo centavo en el bolsillo?

Y volvió a llorar desconsoladamente. Alejandro, con la mirada fija en la puerta de la habitación de su padre, permanecía impasible:

—Y yo he dicho que hoy el viejo va a hacer el desfile. Nos lo debe y así lo va a hacer.

Casilda negaba con la cabeza mientras sollozaba.

—Tú ya no tienes juicio. Hazte a la idea, Alejandro, hemos perdido, por un día, por veinticuatro horas, la apuesta que iba a hacernos millonarios a todos. Hemos aguantado al viejo cascarrabias, lo hemos cuidado entre algodones durante un cuarto de siglo y… ¡Todo ha sido para nada, para quedarme soltera toda la vida!

Pero Alejandro seguía en sus trece:

—Cálmate Casilda y piénsalo. ¿Cuántos años lleva la gente del pueblo sin ver a nuestro padre? Muchos ni se acuerdan de la última vez que lo vieron salir de casa. No esperarán que un anciano con cien años recién cumplidos se mueva demasiado y comprenderán que apenas hable. Se trata de darles lo que están esperando, solamente eso, y lo que está claro es que hoy verán a Zacarías Bajomonte por última vez.

—Está bien. Explícate de una vez. ¿Qué quieres decir?

Se atrevió a preguntar Arturito, aunque empezaba a comprender la propuesta de su hermano.

—Mirad, es muy sencillo. Todo debe continuar según lo previsto. Vestiremos a padre con la ropa que teníamos preparada. Lo meteremos en el carruaje y Casilda, tú y yo iremos a su lado, sosteniéndolo. Arturito, tú irás delante, conduciendo. Guacamalindo lo verá desfilar y de lejos, entre la lluvia de serpentinas y de confeti, nadie va a darse cuenta de nada. Hacedme caso. ¿Qué podemos perder? Si las cosas salen bien, mañana los tres seremos millonarios, tal y como hemos soñado durante tantos años. ¿O es que queréis darle al viejo la satisfacción de llevarse a la tumba nuestro dinero? Hoy va a desfilar y todo el pueblo será testigo que Don Zacarías Bajomonte llegó a los cien años y por tanto, la herencia de John Toole y toda su fortuna, nos pertenece.

Alejandro se paró para tomar aliento y miró expectante a sus hermanos. En sus caras descubrió determinación y consentimiento. Ellos también pensaban que quizás tenía razón. Valía la pena intentarlo.

Y así fue como en vez de una cabalgata triunfal, Guacamalindo, sin saberlo, se dispuso a celebrar un cortejo fúnebre por sus calles adornadas con farolillos de colores. Eran las diez de la mañana pasadas. A las once estaba previsto que empezara el desfile y si no querían levantar sospechas debían ser puntuales. Sacaron a Don Zacarías de la cama, le quitaron la Biblia atrapada en las manos sin vida, y en un santiamén, lavaron el cadáver y lo vistieron con sus mejores calzones. Le colocaron y peinaron cuidadosamente el peluquín, le engancharon el ojo de cristal con cola porque no paraba de caerse debido a la rigidez de la muerte, y le insertaron la dentadura. Le pusieron la camisa, los pantalones de franela y el sombrero que había llevado hacía treinta años para la boda de Alejandro, rematando el atuendo con una flor de azahar en el bolsillo del chaqué. Lo rellenaron con las flores más olorosas que encontraron en el jardín de Casilda: petunias, lilas y pétalos de rosa y jazmín. Y le pulverizaron perfume de orquídeas mezclado con esencia de loto. Todo era poco con tal de distraer el olor a coles de Bruselas de una carne que había empezado a perder su aliento de vida. Finalmente, a las once menos un minuto, sostenido a cada lado por sus sonrientes hijos mayores, y con Arturito en el asiento delantero del carruaje, Don Zacarías salió de la casa puntualmente, dispuesto cual Cid Campeador en su última batalla, para la procesión triunfal por el centro de Guacamalindo.

Las calles estaban rebosantes de niños, padres y abuelos, esposas, maridos y amantes que habían acudido en masa para ver pasar el gran desfile. Los chiquillos se empujaban entre sí, dispuestos a coger más caramelos y chocolatinas que nadie. La multitud tiraba papelitos con miles de peticiones: una burra, una dentadura nueva para mi mujer, una cocina de las que salen en las revistas… y éstas se perdían en el mar de confeti que inundaba el carruaje y las calles de Guacamalindo. Al principio nadie parecía notar nada fuera de lo normal, aunque algunos vecinos, los más delicados, se quejaron del hedor a rancio que desplegaba la carroza al pasar. Alguna madre desconfiada lo atribuyó a la tacañería de Don Zacarías que, tal vez para ahorrarse unos centavos, había comprado chocolate caducado a Doña Alfonsina. No obstante todo iba según lo previsto. Tan sólo tuvieron que anular el discurso del homenajeado en el ayuntamiento, alegando que la emoción embargaba a Zacarías y no le permitía articular palabra. La misma emoción sirvió también para explicar el petrificado semblante del anciano y la pestilencia, cada vez más intensa que dejaba la comitiva. Hacia la una del mediodía, y bajo un sol abrasador, las lilas, las rosas y la esencia de jazmín ocultaban cada vez menos los malos olores. Y los más avispados pensaron que la agitación del pobre viejo no sólo lo había dejado sin lengua sino que, en contrapartida, le había aflojado algunos órganos menos nobles.

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