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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (32 page)

Sin esperar a que la invitaran se sentó en la única silla desocupada que quedaba, frente a Sam. Varios hombres se levantaron en ademán de cortesía. Sam le lanzó una mirada fulminante.

—Les presento a la doctora Tyler, mi ayudante. Está aquí en calidad de observadora —recalcó.

Erica entrelazó las manos sobre la mesa e intentó disimular su enojo mientras Harmon Zimmerman tomaba la palabra. Asimismo, evitaba mirar a Sam por temor a perder el dominio de sí misma y decir algo de lo que más tarde se arrepentiría, razón por la cual también evitaba mirar a Jared.

Harmon Zimmerman representaba a los residentes de la urbanización y respaldó su análisis de la situación con tablas y gráficas que distribuyó entre los asistentes en una avalancha de papel que pretendía conferir mayor peso a su causa. Erica no recibió ninguna de ellas, pues los hombres no esperaban la presencia de una octava persona. El hombre del cabello blanco y las trenzas indias, sentado a su derecha, compartió la documentación con ella.

Erica apenas oía las palabras de Zimmerman de tan furiosa que estaba. Sam y Jared se habían confabulado para que no se enterara de la reunión.

La mañana siguiente a la tiesta de los Dimarco, Erica se extrañó al ver que Sam enseñaba el campamento a Ginny y Wade Dimarco. Los acompañaban otras personas, un hombre tomando fotografías, otro anotando cosas en una carpeta. Erica había preguntado a Sam qué ocurría.

—Sienten curiosidad, como todo el mundo —fue su respuesta.

Los Dimarco no eran las únicas personas de relieve a las que Sam mostraba la excavación; era un honor tener acceso a un proyecto que el público no podía visitar. Sin embargo, la diferencia entre las demás visitas y la de Dimarco era que en ningún momento entraron en la cueva. ¿Acaso la cueva no era lo más importante? Aquel detalle dio que pensar a Erica, y al repasar mentalmente la fiesta de los Dimarco, de la que se marchó con tanta brusquedad, recordó de repente algo en lo que no había reparado de forma consciente en su momento: Sam y Wade Dimarco con las cabezas juntas como conspiradores.

Entonces nació su sospecha. Sam tramaba algo. En los días siguientes se mostró tal vez demasiado animado, demasiado alegre, como si pretendiera disimular su nerviosismo. Y aquella mañana, Erica lo había visto abandonar el campamento con su mejor traje y silbando más contento que unas pascuas. Al cabo de unos minutos, Jared también se fue, vestido de punta en blanco y con un maletín en la mano. Por suerte, la secretaria temporal de Jared seguía en la autocaravana. Erica le explicó que había perdido la dirección de la reunión y esperaba no llegar tarde: así supo que Jared y Sam se dirigían a un edificio de Century City y que el bufete donde trabajaba la secretaria les había cedido el uso de la sala de juntas para celebrar una reunión.

Mientras Zimmerman exponía que los propietarios estaban sufriendo una seria pérdida de beneficios porque la excavación obstaculizaba el litigio contra el promotor y las aseguradoras, Erica miró por fin a Jared y se preguntó si la noche de la fiesta, cuando ella le vendaba la costilla lastimada y él le hablaba de la trágica muerte de su esposa, ya tenía conocimiento de la reunión secreta. Mientras hacía que se sintiera falsamente segura, ¿habría ya sellado una alianza encubierta con los hombres presentes en la sala? porque Erica tenía una idea bastante clara de lo que urdían.

Barney Voorhees, promotor y constructor de la urbanización de Emerald Hills, tomó la palabra a continuación y se sirvió de numerosas diapositivas de mapas, apeos, concesiones, escrituras y permisos para demostrar que había construido la urbanización de acuerdo con toda las normas imaginable; y que legalmente no era culpa suya que el ayuntamiento no tuviera en sus archivos suficientes estudios geológicos. Asimismo, argumentó que la continuación de la excavación impediría cualquier progreso hacia una solución económicamente satisfactoria para todas las partes interesadas. Los arqueólogos lo estaban arruinando, declaró sin ambages.

Acto seguido, el representante de la Oficina Federal de Ordenación Territorial instaló un caballete y llevó a cabo una presentación muy bien preparada con gráficas y tablas, siempre en términos pecuniarios, como Zimmerman y Voorhees, para recomendar que el Estado de California detuviera los trabajos arqueológicos en Topanga y en su lugar desarrollaran un plan de conservación y protección para el cañón de Emerald Hills.

Cuando le llegó el turno a Wade Dimarco, impresionó a todos al amortiguar las luces y elevar el centro de la mesa, de modo que cada uno de los presentes se hallara ante un monitor. Su vídeo de diez minutos era una obra maestra de diseño por ordenador y efectos especiales que acompañaba al espectador en una visita virtual por el museo que proponía abrir en Emerald Hills. El narrador empleó más de una vez la expresión «beneficios para los contribuyentes de California». De nuevo se ponía de manifiesto la intención última, que cuanto antes se detuviera la excavación de la cueva, antes reportaría el nuevo museo indio beneficios económicos a las arcas de California.

El siguiente ponente fue el jefe Antonio Rivera, de la tribu de los gabrielinos, el hombre al que Jared había llevado a la cueva al inicio del proyecto con la esperanza de que pudiera identificar la filiación tribal de la pintura. Era un hombre de edad avanzada, rostro curtido surcado por miles de arrugas y pliegues, y ojos pequeños y atentos, que habló con gran solemnidad sobre los lugares sagrados de los indios estadounidenses. Hablaba con el peculiar acento híbrido de los barrios hispanos de Los Ángeles, consecuencia de haberse criado en un hogar y un barrio de esa etnia, pero haber visto durante toda la vida películas y programas norteamericanos. El jefe Rivera distribuyó carpetas con fotografías en color de lugares sagrados situados en todo el sudoeste del país, todos ellos en diversos estadios de descuido, deterioro e incluso vandalismo, como era fácil observar.

—Porque nadie se molestó en protegerlos —observó con tristeza—. Mi pueblo es pobre y reducido. Estos eran nuestros templos —comentó al tiempo que levantaba con mano temblorosa la fotografía de un conjunto de cantos rodados sobre cuyos petroglifos místicos se veían pintadas escenas—. La cueva de Topanga era nuestro templo. Las paredes de piedra, el suelo de tierra y los símbolos son sagrados para nosotros. Por favor, devuélvannoslo.

Jared fue el siguiente. Los indios a los que representaba querían que el proyecto se interrumpiera para que pudieran enterrar a su antepasados en un cementerio indio. Lo que distribuyó entre los asistentes fue una solicitud seguida de miles de firmas, así como cartas de distintos jefes tribales apelando a la conciencia de todos los hombres religiosos, tanto indios como blancos. Su presentación fue conmovedora.

—Como algunos de ustedes saben, la Comisión en pro del Patrimonio Indio fue creada en 1976 para dar respuesta a los indios californianos que solicitaban protección para sus túmulos funerarios. Los albañiles descubrían restos humanos durante la construcción de viviendas y carreteras, pero hacían caso omiso de ellos y los dejaban pudrirse al sol. Los arqueólogos y coleccionistas aficionados acudían a llevarse dichos restos sin preocuparse en absoluto de los sentimientos de los pueblos nativos ni sus creencias religiosas. Además de destruir insensiblemente túmulos funerarios, los arqueólogos almacenaban los restos humanos en diversos lugares de California con vistas a futuros proyectos de investigación.

Paseó sus oscuros ojos por los presentes, deteniéndose una fracción de segundo más en Erica.

—Estos hechos eran la continuación del comportamiento observado hacia los indios entre 1850 y 1900, época en la que el noventa por ciento de la población india de California pereció a causa de enfermedades, hambruna, envenenamiento o heridas de bala. Ni vivos ni muertos recibían los indios californianos el respeto ni la decencia que todo ser humano merece. Estoy aquí para procurar que esto no suceda en el caso de la Mujer de Emerald Hills. Queremos que sus restos sean retirados inmediatamente de la cueva para recibir sepultura en el cementerio indio que se designe.

Mientras Jared hablaba, Erica percibió que su cuerpo y su corazón reaccionaban al verlo y oírlo. Como mujer lo deseaba, pero su cerebro lo rechazaba. Se hallaba en una especie de montaña rusa emocional, recorriendo un camino que se había jurado no volver a seguir jamás. «Queremos adoptarte, Erica —dijo la madre de acogida, a quien Erica se había permitido llegar a querer—. El señor Gordon y yo queremos que seas nuestra hija». Abrazos, besos, lágrimas y promesas. Y Erica, aquella niña de once años, urdía sueños y fantasías y daba alas a la esperanza al saber que por fin formaría parte de una familia de verdad, con un hermano pequeño, un perro y una habitación para ella sola. No más visitas al Tribunal de Menores, no más intentos de perseguir a las trabajadoras sociales, que cambiaban de trabajo como quien cambia de camisa. Y de repente: «Lo siento, Erica, no podrá ser. Y puesto que no podemos adoptarte, el señor Gordon y yo creemos más conveniente que vayas a otro hogar de acogida».

Y Erica había decidido que las esperanzas, como enamorarse, no valían la amarga desilusión en que siempre desembocaban.

Sam fue el último en tornar la palabra y se ayudó de sus propias tablas y gráficas para explicar el coste económico que la continuación del proyecto representaría para el contribuyente, así como las pérdidas que la excavación sufriría en comparación con el beneficio histórico.

—Es un pozo sin fondo —declaró mientras miraba a cada uno de los asistentes—. Un pozo sin fondo —repitió como si por fin hubiera hallado la expresión que buscaba.

Así pues, las sospechas de Erica con respecto a la reunión secreta quedaban confirmadas. Todos los hombres congregados en aquella sala querían detener el provecto de Emerald Hills por una razón u otra. Los propietarios querían recibir una buena recompensa por su pérdida, el promotor intentaba evitar la bancarrota, los indios pretendían controlar la cueva y quizás incluso gestionar una atracción turística muy lucrativa, los Dimarco, crear un museo que llevara su nombre. No sabía a ciencia cierta cuáles eran los motivos personales de Jared, si es que los tenía, y se dijo que no le importaba. Ella había acudido por una sola razón, y en ella debía concentrarse.

—Caballeros —dijo Sam, disponiéndose a cerrar el orden del día—, hemos escuchado los hechos y por lo visto, todos estamos de acuerdo, así que presento la moción. ¿Alguien la secunda?

Zimmerman levantó la mano, pero antes de que pudiera hablar, Erica intervino:

—Error de procedimiento.

Siete rostros se volvieron hacia ella.

—¿A qué se refiere, doctora Tyler? —inquirió Sam con el ceño fruncido.

—No he tenido ocasión de exponer mi punto de vista. —Sam enarcó las pobladas cejas.

—Doctora Tyler, usted trabaja para el Estado, y yo ya he expuesto el punto de vista del Estado. Hemos escuchado a todas las partes y estamos preparados para votar.

—¿Puedo preguntar dónde se ha publicado el orden del día de esta reunión?

Sam pestañeó y se sonrojó.

—Sin lugar a dudas, doctor Carter, sabrá usted que, en el Estado de California, si un organismo o comisión pretende emprender alguna acción, debe hacerla pública con antelación, pero no he visto el orden del día ni en el periódico ni en el vestíbulo del edificio. ¿Acaso debería haber buscado mejor?

Sam irguió los hombros.

—No se ha publicado. Esto no es más que una reunión preliminar, y para ello no es necesario hacer público el orden del día.

—Entonces tampoco puede efectuarse ninguna votación, ¿estoy en lo cierto?

Sus ojos se encontraron por encina de la mesa ovalada mientras los demás asistentes aguardaban en silencio.

—Sí —asintió por fin su jefe.

—Así pues, tengo algo que decir.

Erica se levantó con actitud digna y empezó a hablar en voz alta y firme.

—Hemos escuchado muchas cifras y estadísticas. Hemos hablado de ecología, de derechos de los indios, de estudios de impacto medioambiental, de pérdidas y beneficios económicos. Hemos oído las exposiciones de representantes de las personas implicadas y del medio ambiente. Uno de ustedes —dirigió una respetuosa inclinación de cabeza al jefe Rivera— incluso ha hablado de la cueva. Yo, por mi parte, he venido a hablar de alguien que no puede hablar por sí misma, la Mujer de Emerald Hills.

—¿Cómo? —estalló Zimmerman—. Pero señora, ¿es que no le ha escuchado? —preguntó, señalando a Jared—. Ha dicho que los indios quieren que les devuelvan los huesos. Los van a enterrar en un cementerio como Dios manda.

—Eso no basta. Hace mucho, la mujer era conocida entre su pueblo, entre sus descendientes. Tiene derecho a recuperar su nombre. Eso es lo que…

—¡Pero si no es más que un montón de huesos, por el amor de Dios!

Erica miró a Zimmerman con expresión gélida.

—Señor, yo no le he interrumpido durante su presentación. ¿Puedo esperar la misma cortesía de usted?

Zimmerman se volvió hacia Sam.

—Creía que habíamos terminado. ¿Permitir que cualquiera entre aquí y alargue la reunión tanto como le dé la gana?

Antes de que Sam pudiera responder, otra voz intervino con serenidad:

—Pues a mí me gustaría escuchar los argumentos de la joven.

—Gracias, jefe Rivera —dijo Erica, volviéndose hacia el anciano.

—A mí también —convino Jared con una sonrisa que Erica no le devolvió.

—Está bien, doctora Tyler —masculló Sam con aire huraño—. Proceda, pero sea breve —advirtió mientras miraba el reloj de forma deliberada.

Erica irguió los hombros.

—Caballeros, no he traído tablas ni gráficas, no llevo diapositivas, vídeos ni elegantes carpetas repletas de palabras caras. Lo único que tengo es esto.

Dicho aquello sacó del bolso un sobre de papel manila de veinte por treinta.

—¿Le importaría echarle un vistazo y pasarlo? —pidió al señor Voorhees, sentado a su izquierda.

Los demás esperaron, algunos impacientes, otros interesados, mientras el señor Voorhees abría el sobre y sacaba su contenido.

—¡Dios mío! —exclamó mientras miraba consternado la fotografía en blanco y negro—. ¿Es una broma?

—Le ruego que pase la fotografía, señor Voorhees.

El hombre se la pasó a toda prisa al representante de la Oficina de Ordenación Territorial.

—¿Qué narices es esto? —espetó éste al ver la imagen.

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