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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (10 page)

—¡No es eso! ¡No es eso! ¡Ven, corre, ayúdame! —pidió mientras comenzaba a arrancar la hierba a su alrededor con la desesperación de un poseso—. ¡Vamos! Tenemos que despejar toda esta zona y amontonar la hierba en el centro. ¡Date prisa!

—¿Pero para qué? —quiso saber Cienfuegos.

—No pierdas el tiempo y haz lo que te digo, por favor —fue el perentorio ruego—. Luego te lo explico.

Concluida la tarea, arrancada la hierba en un radio de unos diez metros y agrupada en el centro, el gaditano se apresuró a introducir las manos dentro del considerable montón de paja y golpear el pedernal con el fin de conseguir que saltaran las primeras chispas.

—Pero si enciendes fuego descubrirán dónde estamos —le hizo notar el canario en buena lógica.

—¡Eso ya lo saben…! —fue la respuesta—. Pero lo que no saben, aunque muy pronto lo descubrirán, es que tenemos fuego. ¡Menuda sorpresa!

Efectivamente, a los pocos instantes la pajiza hierba comenzó a arder, con lo que una pequeña columna de humo se alzó al cielo para inclinarse poco a poco en dirección este.

En cuanto las llamas ganaron en intensidad, Silvestre Andújar las regó con sus orines procurando esparcir el chorro de uno a otro lado sin concentrarlo en ningún punto.

—¡Mea, mea! —suplicó a su compañero de fatigas—. Humedece la hierba, pero sin apagar el fuego… ¡Venga! Haz lo que te digo y no discutas.

El cada vez más perplejo gomero lo imitó, pero no pudo menos que inquirir:

—¿Y qué demonios conseguiremos meándonos en el fuego?

—Que la paja se humedezca, con lo que el humo será negro.

—¡Ya! ¿Y eso para qué?

El otro se limitó a hacer un gesto hacia donde sus perseguidores parecían haberse detenido en su rápida carrera, al tiempo que señalaba:

—Ellos lo entienden, y eso es lo que importa.

Cuando la columna de humo, ahora mucho más oscura, se elevó suficientemente, Silvestre Andújar tomó la piel de bisonte con la que se cubría y, pidiendo al canario que la agarrara por el otro extremo, la situó a poco más de un metro sobre el fuego.

La mantuvo allí casi un minuto y de un solo golpe la apartó permitiendo que el humo que se había concentrado debajo surgiera de un solo golpe.

Repitió la extraña maniobra por tres veces; luego dejó la piel a un lado, cargó la ballesta, ató a la flecha un haz de hierba seca y la lanzó muy alta en dirección a los indígenas.

Por último, se sentó a observar los movimientos de sus perseguidores.

Apenas habían pasado cinco minutos cuando el que parecía comandarlos clavó en el suelo una larga lanza de cuya parte posterior colgaba un vistoso penacho de plumas rojas y blancas.

A continuación, dio media vuelta y se alejó por donde había venido seguido por todos sus compañeros.

—¡Bien, hijos de puta! ¡Bien! —exclamó sin poder contenerse quien había sido su esclavo durante tres largos años—. ¡A tomar por el culo! ¡Así os pudráis en el infierno!

Cienfuegos, que se había acomodado junto a él a contemplar cómo sus perseguidores renunciaban a la caza para perderse de vista, vencidos y cabizbajos, permitió que disfrutara a gusto de su innegable e incruenta victoria, antes de inquirir:

—¿Me explicarás ahora qué significado ha tenido todo esto?

El otro se volvió a mirarlo sonriente mientras asentía una y otra vez con la cabeza.

—Todos los indios de las grandes praderas cuentan con dos grandes aliados que son también sus dos mayores enemigos: el fuego y los bisontes —dijo—. Las inmensas manadas de bisontes, o búfalos, como ellos les llaman, les proporcionan comida, vestidos y pieles con las que construir sus viviendas. Sin embargo, cuando se asustan y provocan una estampida, lo arrasan todo a su paso, y cuando les apetece se marchan muy lejos, a terrenos que pertenecen a otras tribus, lo cual trae aparejado el hambre y en ocasiones la guerra.

—Se entiende al ver esas gigantescas manadas que serían capaces de alimentar a medio mundo.

—Los salvajes consideran a los bisontes el gran regalo de los dioses, al igual que el fuego que les permite cocinar sus alimentos y no morirse de frío en invierno. Pero al mismo tiempo el fuego se convierte en su principal amenaza cuando la hierba de la llanura se encuentra, como ahora, reseca. Un incendio en estas inmensas praderas sin accidentes constituye una pesadilla, puesto que se prolonga por días, semanas e incluso meses, arrasándolo todo y ahuyentando la caza que puede no regresar en años.

—Eso también lo entiendo —reconoció por segunda vez el canario.

—Por eso, al encender un fuego que pudieran ver claramente les enviamos un primer mensaje: «Somos dueños del fuego». —El gaditano hizo una corta pausa antes de añadir—: Si la columna de humo es blanca significa que se viene en son de paz, a parlamentar, comerciar, participar en una fiesta o comprar esposas que lleven sangre nueva a la tribu. Pero, si el humo es negro, quiere decir que la intención es agresiva. El hecho de interrumpir varias veces la columna de humo con la piel indica que se está intentando contener a la bestia, pero que en cuanto se la deje en libertad arrasará con todo.

—¿Y la flecha?

—Que les estamos enviando un haz de hierba apagado, pero que del mismo modo se lo podríamos enviar encendido, con lo que el fuego los rodearía en cuestión de minutos y en ese caso no tendrían salvación. Es una especie de oferta de paz de alguien que demuestra estar bien preparado a la hora de hacer la guerra.

—Y evidentemente han elegido la paz.

—Tienen mucho que perder a cambio de la libertad de un simple esclavo. Por eso, durante todos estos años de cautiverio nunca me permitieron aproximarme al fuego, ni echar mano de nada que pudiera provocarlo. Saben perfectamente que en las praderas un solo hombre sin otra ayuda que el fuego es más peligroso que un ejército sin él.

El canario hizo un gesto hacia la lanza cuyas plumas destacaban sobre la hierba, e inquirió:

—¿Y ése es el símbolo de la paz?

—Y el límite de la frontera —asintió su acompañante—. La lanza indica que se comprometen a no pasar de ese punto, pero que si regresamos nos matarán; con fuego, representado por las plumas rojas, o sin él, representado por las plumas blancas.

—Nunca te acostarás sin saber una cosa más… —sentenció Cienfuegos al tiempo que extraía de su zurrón de piel unos trozos de carne que comenzó a asar aprovechando los rescoldos de la hoguera—. La verdad es que no tengo el menor interés en volver atrás, pero resulta evidente que esa supuesta frontera nos empuja indefectiblemente hacia el oeste.

—O hacia el norte.

—Odio el norte —fue la contundente afirmación—. Y tengo la impresión de que en esta maldita tierra, en invierno, el norte es algo parecido a lo que me contaba Ingrid que ocurre en Alemania: un frío de mil pares de cojones y nieve en cuanto te descuidas.

—Para frío y nieve en invierno no se necesita ir al norte —afirmó el gaditano, seguro de lo que decía—. Aquí mismo he visto nevar en más de cien ocasiones, y en cuanto sopla el cierzo te congelas.

—¿Y cuando nevaba también te obligaban a dormir al raso…? —quiso saber un impresionado gomero.

El otro tardó en responder, se llevó a la boca uno de los apetitosos bocados que se habían tostado, y al fin, como si le costara un gran esfuerzo admitirlo, señaló:

—Excepto cuando tenía que cumplir con alguna de las viejas.

Cienfuegos estuvo a punto de atragantarse, tosió, escupió lo que tenía en la boca y abrió unos ojos como platos al inquirir:

—¿Pretendes hacerme creer que…?

—¿… que no sólo me utilizaban como burro de carga, sino como garañón de ancianas? —concluyó el de Cádiz la pregunta—. ¡En efecto! Así ha sido.

—¡No puedo creerlo!

—¡Pues créelo! Y te garantizo que, salvo un par de viudas de mediana edad, el resto eran viejas brujas malolientes que tan sólo de verlas se me revolvía el estómago.

—¿Y en ese caso cómo podías cumplir con tan difíciles «obligaciones»?

—Cerrando los ojos, porque si no quedaban satisfechas me arañaban hasta hacerme sangrar. Pero por suerte eran ellas las que más se esforzaban.

—¿Qué quieres decir con eso de que eran las que más se esforzaban? —preguntó el gomero.

—Que en cuanto me cogían por su cuenta se lanzaban ansiosamente sobre lo que les interesaba, se lo metían en la boca, y se pasaban horas gimiendo y resoplando. Cuando ya no lograba contenerme, aunque lo que ellas querían era que aguantara el mayor tiempo posible, se embadurnaban con lo que habían conseguido sacarme y se marchaban tan contentas.

—¡La puta…!

—Todas ellas.

—Pero yo siempre había creído que esas prácticas aberrantes eran más propias de culturas sofisticadas y decadentes, que de pueblos primitivos.

—¡Pues te equivocas! —fue la rápida y convencida respuesta—. Allá en Cádiz se encontraban con frecuencia platos y vasos de tiempos muy antiguos, y te garantizo que en muchos de ellos se podía ver a las griegas y a las fenicias haciendo lo que tanto les gusta hacer a las indígenas de aquí.

—¡Joder…!

—No exactamente…

—¿Y te obligaban a hacerlo a menudo?

—Lo normal era dos o tres veces por semana, pero nunca en vísperas de salir de caza. Los hombres se lo impedían porque si me tenían toda la noche en danza al día siguiente no podía ni con mi alma. —Silvestre Andújar hizo una corta pausa para añadir enseguida—: En realidad, cuando tienen que salir en busca de las grandes manadas ni siquiera los guerreros tocan a sus mujeres porque están convencidos de que los bisontes perciben su olor y se espantan.

—¡Qué estupidez!

—Tan estúpido como no probar la carne en días de abstinencia aunque te estés muriendo de hambre… —fue la tranquila respuesta—. Cuestión de costumbres.

—También es verdad, aunque yo jamás he respetado ese precepto.

Habían terminado de comer y se encontraban demasiado cansados para reiniciar un camino que no los conduciría a parte alguna, por lo que se tumbaron a descansar de cara al cielo, momento que el gaditano aprovechó para inquirir:

—¿Y tú cómo es que estás aquí? En Santo Domingo se hablaba de ti como de un personaje de leyenda, pero todos te hacían retirado desde hacía años en una isla de las costas de Cuba.

—Y así era.

—¿Entonces…?

El canario le hizo un breve relato de los acontecimientos que habían tenido lugar desde la noche en que había salido a pescar hasta aquella otra en que lo había rescatado en el poblado, por lo que su acompañante no pudo menos que lanzar un sonoro silbido.

—¡Madre del amor hermoso! —exclamó—. Te picó un pez venenoso. ¡Eso sí que es mala suerte!

—La peor.

—Sin embargo, personalmente me alegro de que así fuera porque de lo contrario hubiera seguido en poder de esos malditos degenerados hasta que ya no sirviera ni para mascar cueros.

—¿Mascar qué…?

—Cueros, ¡pieles! Las mujeres y yo nos pasábamos horas mascando pieles de búfalo porque mordiéndolas quedan muy suaves y flexibles. Debido a ello, a partir de los treinta casi ninguna mujer conserva la dentadura.

—¿Y te obligaban a hacerlo?

—No me importaba. Mascar pieles de búfalo mata el hambre y, como me lo tomaba con calma, de momento conservo todos los dientes.

—¡Dios, lo que has debido de pasar…!

—¡No lo sabes tú bien…!

Continuaron charlando hasta que se les cerraron los ojos, y al poco rato ambos dormían, lo que a decir verdad buena falta les hacía.

A Cienfuegos le llamaba poderosamente la atención el hecho de que su compañero de viaje pasara gran parte del tiempo arrancando manojos de hierba de los que mordisqueaba las puntas, para arrojarlos luego como una especie de incontrolable tic nervioso.

Cuando no pudo contenerse por más tiempo y se decidió a interrogar al gaditano sobre tan curiosa manía, éste se limitó a responder como si se tratara de la cosa más natural del mundo:

—Lo hago por las sales.

—¿Las sales? —se sorprendió el gomero—. ¿Qué clase de sales?

—Las que se encuentran en las puntas de las hojas —señaló—. Todo el mundo sabe que las plantas crecen gracias al agua y a las sales que contiene la tierra, y todo el mundo sabe, de igual modo, que si no tomamos una cierta cantidad de esas sales, nos debilitamos y podemos acabar enfermando.

—¡Pues lo sabrá todo el mundo, pero yo no tenía la menor idea de que si no tomamos sales podemos enfermar! —confesó el canario—. ¿Estás seguro de eso?

—Completamente. En mi tierra se le proporciona sal al ganado para que se críe fuerte porque de lo contrario se queda raquítico —fue la explicación—. Tú y yo y todos los que hemos nacido cerca de la costa condimentamos los alimentos con sal común y por eso tenemos toda la que el cuerpo necesita. Pero aquí es distinto; aquí las únicas sales que se consiguen provienen de la hierba, y por eso debemos masticarla. —Le tendió un puñado que acababa de arrancar y le indicó que se la llevara a la boca mientras añadía—: Te aconsejo que empieces a acostumbrarte, o dentro de unos meses no podrás con tu alma.

El gomero se detuvo, masticó las hojas, meditó unos instantes y al fin escupió, asqueado, un líquido verdoso y amargo.

—¡Sabe a demonios! —exclamó—. Y no noto la sal por ninguna parte.

—Al sabor acabas por acostumbrarte —fue la tranquila respuesta—. Y las sales no se notan porque la cantidad es mínima. Por eso hay que masticar mucha hierba.

—¿Y quién te ha dicho que esta hierba tiene sales si no se nota? —quiso saber el gomero, evidentemente incrédulo.

—Los bisontes.

—¿Los bisontes? —repitió Cienfuegos estupefacto—. ¿Acaso hablan?

—No, pero si viven tan lejos del mar y se alimentan únicamente de hierba, pero pese a ello se encuentran gordos, fuertes y lustrosos, debe de ser porque extraen la sal de su única fuente de alimentos: la hierba. Los indios también lo saben.

—¿Y también mastican hierba?

—Únicamente aquellos que no consiguen auténtica sal, que por estos lugares es muy escasa y se paga cien veces más cara que el maíz.

—Ver para creer, pero cierto es que más sabe el tonto en su casa que el listo en la ajena, y si los bisontes y los indios comen hierba, hierba comeremos —puntualizó Cienfuegos arrancando un manojo que se llevó de inmediato a la boca al tiempo que inquiría—: ¿Qué otras cosas tengo que aprender para conseguir mantenerme con vida en estas tierras?

—Las aprenderás con el tiempo, no tengas prisa —repuso Silvestre Andújar con una leve sonrisa de suficiencia—. Pero lo primero que debes tener muy presente es que aquí las dimensiones del territorio nada tienen que ver con lo que nosotros conocemos. Todo es infinitamente más grande.

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